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MADRID 1995


 

LA FE CRISTIANA, CREADORA DE CULTURA
PARA EL TERCER MILENIO

Como introducción al Simposio Regional del Consejo Pontificio de la Cultura «La fe cristiana, creadora de cultura para el tercer milenio» —celebrado en Madrid del 22 al 25 de octubre de 1995, en la Facultad de Medicina de la Universidad Complutense— el Emmo. y Rvmo. Sr. Cardenal Paul Poupard pronunció las siguientes palabras:

PAUL Cardenal POUPARD

Eminentísimos Señores Cardenales, Excelentísimos Señores Obispos y Arzobispos, Excelentísimos e Ilustrísimos señores, queridos amigos todos.

Doy las gracias antes que nada al Excelentísimo Señor Arzobispo de Madrid, Don Antonio-María Rouco Varela, por sus palabras de saludo, y por haber hecho posible la celebración de este Simposio en la Archidiócesis de Madrid. Expreso además mi gratitud profunda al Excelentísimo Señor Rector de la Universidad Complutense de Madrid, Don Gustavo Villapalos, que desde el principio acogió con entusiasmo la idea de celebrar este Simposio Internacional. Y quiero tener presentes igualmente a todos los que han prestado su inestimable colaboración, y que ahora no sería posible mencionar uno por uno. A todos, especialmente a los que han tenido una labor más callada, pero no por ello menos efectiva, gracias de corazón.

Quisiera introducir este Simposio con unas palabras de la Constitución Gaudium et Spes del Concilio Vaticano II: «se puede pensar con toda razón que el porvenir de la humanidad está en manos de quienes sepan dar a las generaciones venideras razones para vivir y razones para esperar» (nº 31). En efecto, si nos hemos reunido aquí es porque tenemos esperanza en el futuro, y porque queremos transmitir nuestra ilusión y nuestra confianza a la sociedad occidental, en España y en Europa.

No se trata de un optimismo ingenuo. Nuestra esperanza no se basa sólo en medios humanos, sino que cuenta con el poder de Dios. Nos apoyamos en la fuerza de la fe, en la vitalidad del Evangelio, que es capaz de penetrar como un germen de eternidad en el corazón del hombre y de las culturas, transformándolas, para «ofrecer al mundo un fermento de novedad, una levadura original, una semilla de progreso que, en medio de las áridas tierras de la historia, da frutos de perenne verdor». (Paul Poupard, «Un programa para el año 2000: inculturación del Evangelio, evangelización de la cultura», en Ecclesia 10 [México 1995] 139). A las puertas del tercer milenio, la mirada de la Iglesia no puede menos que confiar en la fecundidad cultural de la fe, como fuerza real que es capaz de elevar y de purificar la cultura y las culturas de nuestro tiempo.

Somos bien conscientes de que una tal renovación exige un gran esfuerzo, y aún una dura lucha en el ámbito espiritual. Cito de nuevo a este respecto la Gaudium et Spes:

«Toda la historia humana está atravesada por una dura batalla contra las potestades de las tinieblas, que, iniciada en el origen del mundo, se prolongará, como dice el Señor [cf. Mt 24, 13; 13, 24-30 y 36-43], hasta el último día. Inmerso en esta contienda, el hombre ha de combatir continuamente para adherirse al bien, y sólo a costa de grandes trabajos, y con la ayuda de la gracia de Dios, es capaz de alcanzar la unidad en sí mismo.

«Por lo cual, la Iglesia de Cristo, confiada en el designio del Creador, mientras reconoce que el progreso puede servir a la verdadera felicidad humana, no puede dejar de hacer resonar la voz del Apóstol cuando dice: ¡No viváis conforme a este mundo! (Rom 12,2), es decir, conforme a aquel espíritu de vanidad y de malicia que transforma la actividad humana, ordenada al servicio de Dios y del hombre, en instrumento de pecado.

«Y si alguien se pregunta de qué manera es posible superar esta miseria, la respuesta cristiana es que todas las actividades humanas —que corren diario peligro a causa de la soberbia y del desordenado amor propio— hay que purificarlas y encaminarlas a la perfección por la cruz y la resurrección de Cristo» (GS, nº 37).

Desde esta visión de la historia —visión que es a la vez realista y profunda—, el cristiano se sabe portador de un mensaje de salvación a los hombres de toda cultura. La evangelización de las culturas, y la inculturación de la fe, es un auténtico proceso salvífico, por el que la fe se encarna en el modo de vida de cada pueblo, lo purifica, y lo abre a la comunión, en el Espíritu, con todos los hombres. Es éste un concepto que se halla bellamente expresado en las Conclusiones del Documento de Santo Domingo, que relaciona el proceso de inculturación con los tres grandes misterios de la salvación: Navidad, Pascua y Pentecostés; o, lo que es lo mismo, Encarnación, Purificación y Comunión:

«Es necesario inculturar el Evangelio a la luz de los tres grandes misterios de la salvación: la Navidad, que muestra el camino de la Encarnación y mueve al evangelizador a compartir su vida con el evangelizado; la Pascua, que conduce a través del sufrimiento a la purificación de los pecados, para que sean redimidos; y Pentecostés, que por la fuerza del Espíritu posibilita a todos entender en su propia lengua las maravillas de Dios» (IV Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, Conclusiones. Santo Domingo, 12-28 de octubre de 1992, nº 230: CELAM, Santafé de Bogotá 1992, p. 144).

El reto de la nueva evangelización con vistas al siglo XXI tiene para nosotros las características de un desafío estimulante. La cultura de hoy se caracteriza ante todo por su superficialidad, una superficialidad en que la vida de los hombres no puede echar raíces profundas; y sin raíces profundas, no pueden tener un firme sostén los procesos de maduración humana verdadera. Por ello la superficialidad se suele traducir en procesos de disgregación, de fragmentación y de violencia. Las comunidades humanas pierden consistencia, y las personas, en un desamparo cada vez mayor, se dejan caer por la ambigua pendiente del hedonismo y de una libertad desenfrenada que querría olvidar la verdad misma de las cosas. Se constata un resurgir de la religiosidad, pero suele ser una religiosidad «light»; se querría que la Iglesia hablara de Dios sin poner énfasis en las normas morales; parece incluso que casi bastaría con que se fomentase una especie de armonía personal de cada uno consigo mismo, en vez de insistir tanto en suscitar el encuentro purificador de cada hombre con Cristo.

Ante este panorama cultural, la Iglesia da una respuesta nacida de lo más profundo de sus entrañas amorosas. La Iglesia, sacramento universal de salvación, es tremendamente sensible a cada uno de los latidos del corazón enfermo del hombre de hoy. Partiendo de su rica experiencia bimilenaria, la Iglesia, experta en humanidad, despierta suavemente en el hombre la conciencia de su dimensión moral y de su relación con un destino trascendente. Esforzándose por renovar siempre la santidad de sus miembros, trata de llegar al corazón del hombre, no sólo con palabras, sino con un testimonio de autenticidad que suscite en cada persona, hombre o mujer, la actitud de confianza del que se siente amado a pesar de sus debilidades, del que se siente valorado y apreciado en su misma dignidad de «persona humana». Ante la desilusión melancólica de la postmodernidad, ante el resurgir dramático de nacionalismos agresivos, ante la anticultura de la violencia y de la muerte, la Iglesia se abre al mundo como comunidad amorosa dispuesta a acoger al hombre, aunque para ello tenga que sufrir el martirio. Desde estas actitudes, nacidas de un profundo amor al hombre concreto, la Iglesia presenta, con esperanza, un anuncio inculturado del Dios verdadero. Sabe y experimenta que Cristo está con ella, y que Cristo mismo ofrece al mundo, por medio de ella, el resplandor de la luz nueva que ha de iluminar al mundo en el despuntar del tercer milenio.

Éste es el espíritu que nos anima al empezar este Simposio, que esperamos contribuya eficazmente a la fecundidad cultural de la fe en el ámbito europeo. Y, sin más preámbulos, le cedo la palabra al Eminentísimo Señor Cardenal Carles, Arzobispo de Barcelona, que en una ponencia fundamental para todo el desarrollo del Simposio, nos va a hablar de «El hecho cristiano y sus repercusiones para la cultura». Muchas gracias.

(English)

Cardinal Paul Poupard introduced the symposium with a reminder that the future of humanity "is in the hands of those who are strong enough to provide coming generations with reasons for living and hoping" (GS 31). From the bottom of its heart the Church responds to the superficiality of today's culture with an inculturation of its proclamation of the true God.

(Français)

Le Cardinal Poupard introduit le symposium en rappelant que l'avenir de l'humanité «est entre les mains de ceux qui auront su donner aux générations de demain des raisons de vivre et d'espérer» (Gaudium et spes n· 31). Devant le caractère superficiel de la culture contemporaine, l'Eglise présente, du plus profond de son coeur, l'annonce inculturée du Dieu de vérité.


EL HECHO CRISTIANO, Y SUS REPERCUSIONES
PARA LA CULTURA

Emmo. y Rvmo. Sr. Cardenal
Ricardo-María CARLES GORDÓ
Arzobispo de Barcelona

Introducción

Una tarea inacabable y apasionante de la Iglesia es la de evangelizar las nuevas culturas que se van sucediendo, y que tienen unos valores que son cristianos y otros que no lo son.

Porque la cultura es esencialmente un producto de nuestra experiencia vivida —para los católicos también la fe es experiencia vivida y no pura creencia—, no nos queremos detener en ninguna cultura como algo definitivamente conseguido, sino como algo que, porque es fruto del hombre, es renovable, frágil y perfectible, tanto en el aspecto científico como en el ético. Y los católicos perfeccionamos la cultura evangelizándola; es decir, transiéndola del Espíritu de Jesús. No somos pues inmovilistas, ni opuestos al progreso auténtico.

Esta reflexión incluye los principios que regulan la relación de la fe cristiana, como experiencia determinante del sujeto, con la cultura y las culturas. Conviene recordar que la Constitución pastoral del Vaticano II, en el apartado dedicado a esta materia, reconoció la unidad esencial de la cultura y, a la vez, la diversidad de las culturas. Y no sólo en razón de las diversidades geográficas e históricas, sino por la actual transformación de los «estilos de vida» en el mundo (n· 54). El Concilio también subraya que el cristianismo es a la vez inmanente y trascendente con respecto a la cultura y a cada una de las culturas.

¿Hay en nuestro variopinto mundo de hoy algún punto de encuentro en lo que se refiere al concepto de cultura? Los 130 estados participantes en la «Declaración de Méjico 1982» (UNESCO) aceptaron esta definición de cultura:

«Con la palabra cultura, en un sentido general, se entiende el conjunto de rasgos distintivos, tanto espirituales como materiales, intelectuales y afectivos, que caracterizan una sociedad o grupo social. Abarca, además de las artes y las letras, los modos de vida, los derechos fundamentales del ser humano, los sistemas de valores, las tradiciones y las creencias» (Ecclesia, n· 2090 [1982], p. 1053).

Es todo este conjunto el que estamos evangelizando. Y es lógico que sea «todo», si no olvidamos que todo está creado por Jesucristo y para Jesucristo.

Sería bueno añadir, para posteriores consideraciones de esta conferencia, el aspecto orteguiano de la cultura como movimiento «casi natatorio» de la humanidad para no perecer en la naturaleza. Y también será acertado, para comenzar la disertación, acerca del hecho cristiano y su repercusiones sobre la cultura, con ánimo esperanzado, recordar que para la Gaudium et Spes (19,3) el ateísmo no es un fenómeno originario, sino derivado; por ello, la actitud de increencia es una actitud «segunda», y el creer, el estado primigenio (Cf. Rovira Belloso, Societat i regne de Déu, Barcelona, 1991, p. 52).

1. Tres rasgos de nuestra cultura actual.

Si partimos de que la cultura está constituida por el conjunto de factores que permiten la realización de la persona, la cultura es también la que aporta sentido, finalidad y arraigo a la vida humana. Esto lo ha aportado siempre, y generosamente, el cristianismo. Lo ha aportado y lo aporta, aunque sea en unas circunstancias en gran parte nuevas, y que condicionan esa tarea en el presente. Estas circunstancias nuevas determinan una cultura marcada sobre todo por tres factores:

1.1.El racionalismo tecnológico y tecno-científico, que, positivamente, provoca una igualdad humana por encima de fronteras, razas, credos e ideologías; pero que, negativamente, pone en cuestión las identidades y los enraizamientos, y ofrece unas posibilidades nuevas de intervención en el hombre y en la realidad, pero no aporta sentido. Se produce así un choque entre este racionalismo tecno-científico y las sabidurías milenarias —culturales o religiosas—; a primera vista, en detrimento de estas segundas.

Sin embargo, el hombre, que se ha aferrado durante milenios a la cultura para no perecer en la naturaleza, quizá, por primera vez en la historia, se haya de aferrar a la religión, para no naufragar en una cultura que se le puede hacer enemiga. Porque hasta el cristiano de hoy naufraga —en cuanto cristiano y en cuanto mero hombre— cuando se sumerge en la cultura actual de forma indiscriminada, sin hacer juicio ni crítica de ella.

Cuando al hombre sólo le interesa la técnica —es decir, cómo hacer— y no siente ningún interés por saber cómo ser, se está destruyendo a sí mismo. El hombre, entonces, sólo valora la razón instrumental que, como dice Horkheimer, «se ha liquidado a sí misma como instrumento de comprensión ética, moral y religiosa». Evangelizamos la técnica, porque el hombre no es solamente «faber», realizador de cosas, y «sapiens», capaz de dar sentido a su vida, sino «communicans», abierto a la comunicación amorosa con sus semejantes y con su creador.

La modernidad, sustentada básicamente en la técnica y en la economía, y no en la contemplación, va creando un gran vacío de ideales y de creencias.

1.2.El segundo factor es lo que podríamos describir como la «cultura-mosaico». Por obra, sobre todo, de los medios de comunicación, se nos presenta una realidad fragmentada, inconexa, cuando no una realidad «light», «descafeinada».

1.3.Un tercer factor es el llamado «pensamiento débil», que se ha configurado como uno de los rasgos definitorios de la llamada Postmodernidad; aunque, para algunos, las debilidades múltiples de este tiempo lo convierten en una realidad tan evanescente que casi no tiene entidad.

La cultura actual, se ha dicho, es una cultura débil, desconfía de la verdad, de la pretensión de objetividad y de los llamados «grandes relatos» o de las grandes pretensiones, de los «contenidos fuertes». Si se encuentra ante afirmaciones absolutas, ante principios que se consideran adquiridos e intocables, ante convicciones profundas, surge enseguida una acusación que se aplica acríticamente, pero que equivale a una descalificación: la de fundamentalismo.

Frecuentemente se habla de «desmitificar», en libros, filmes y conferencias, como si ello fuera algo positivo. Me pregunto: ¿desmitificar más todavía, más cosas? ¿No es bastante achatado y elemental el nivel de muchas inteligencias humanas, que se encierran en una búsqueda de lo inmediatamente útil y de lo descomplicadamente placentero?

Afortunadamente, parece que estamos un poco de vuelta de esta postura reduccionista, que respondía a la pretensión de dar al hombre una gran capacidad crítica y libertad interior, mediante la aniquilación de todo lo sobresaliente, y con el pretexto de aniquilar falsos ídolos. Con razón se ha hablado alguna vez del «odio a lo excelente». Es una forma de dominarlo todo, destruyendo o despreciando lo que nos supera y no podemos dominar. Cuando es infinitamente más noble confesar que no se alcanza el ideal, que no intentar rebajarlo o negarlo.

«La marcha hacia lo religioso —dice López Quintás— sigue una dirección opuesta a la que marca el reduccionismo. Éste empobrece, aquélla busca cuanto enriquece y se pregunta tenzamente por el fundamento último de lo que rodea al hombre y le sostiene en la existencia. Si no se vive la vida personal con intensidad y autenticidad, persiguiendo las metas que están diseñadas en el propio ser, resulta difícil pensar enérgicamente hasta lograr descubrir el fundamento absoluto de lo que uno es y de lo que puede llegar a ser» (A. López Quintás, Cuatro filósofos en busca de Dios, Madrid 1989, p. 41).

Wittgenstein, que también sufrió, a su modo, ante una cultura vacía de espiritualidad, se rebela contra la idea de que «debemos conformarnos con la sabiduría y la especulación»:

«Fe es lo que necesita mi "corazón", "mi alma" —dice— no mi entendimiento especulativo. Pues mi alma con sus pasiones [...] debe ser redimida, no mi espíritu abstracto».

«La sabiduría es algo frío y, en esa medida, tonto. (La fe, por el contrario, una pasión). También podría decirse: la sabiduría sólo te "encubre" la vida. (La sabiduría es como una ceniza gris y fría que cubre las brasas.) La sabiduría es gris, en cambio la vida y la religión son multicolores» (Cit. por A. Tornos en Memoria Académica 1987-88 del Instituto Fe y Secularidad, Madrid 1988, pp. 31-33).

2. El hecho de la Encarnación como punto de partida

Creo que el discernimiento cristiano ha de tomar como punto de partida una meditación sobre el hecho de la Encarnación.

Adelantemos que una cultura contruida sobre un concepto erróneo del hombre o del mundo —tal, aquella que niega la trascendencia— difícilmente puede contribuir a la felicidad del hombre. Sólo cuando el hombre tiene clara conciencia de que los dos puntos focales del hombre y de la humanidad consisten en proceder de Dios y volver a Dios, se sitúa dentro de las coordenadas reales de su existencia, puede entenderse verdaderamente a sí mismo y, consiguientemente, actuar en plenitud como hombre, tanto en su propia realización, como en sus relaciones interpersonales y en su actitud hacia la naturaleza. Me atrevo a afirmar que cuando el hombre se cierra a todo sentido transcendente, la materia que le rodea y que forma parte de él mismo, tiene suficiente fuerza para rebajar al hombre a su condición de «cosa».

En la búsqueda del hombre de un sentido, de una finalidad y de un arraigo a su existencia y a la realidad —que hemos aportado como una descripción común de lo que es la cultura— sucede en la historia un hecho nuevo, imprevisible y bueno para el hombre: Dios mismo ha entrado en la historia, se ha hecho, en la Encarnación, «encontrable», «palpable», compañero de camino del hombre.

2.1.La Encarnación, anticipación de lo definitivo

Desde la Encarnación, Dios permanece en la historia, presente al lado de los hombres, en la comunión de la Iglesia. Dios es, para quien ha encontrado a Jesucristo, no ya un interrogante desconocido, sino una compañía benévola y amiga, que sin dejar de ser misteriosa (incluso el misterio se desvela más grande en esta gratuidad humilde del donarse de Dios), es plenamente humana, puesto que acompaña y sostiene la vida, como gracia, en la humanidad de la Iglesia.

Por eso, la capacidad de evangelización, que lo es de testimonio, requiere alguna experiencia de interioridad del sujeto que soy, lo cual no es espiritualismo o piedad innecesaria, sino condición del testigo, que lo es, no de un ideal, sino de una persona.

Pues no basta conocer la Palabra, sino haber sido alcanzados y contagiados por la Palabra con suficiente fuerza de espíritu para transmitirla con generosidad. Así como la «Palabra salió del eterno silencio del diálogo sin fin del amor, para hacerse accesible y comunicable al hombre» (Bruno Forte, La teología como compañía, memoria y profecía, Salamanca, 1990) nuestra palabra ha de salir también del diálogo del silencio del amor interior. Sólo lo que sale muy de adentro del corazón, puede alcanzar el corazón del otro.

Sigue siendo verdad lo que afirmó Pablo de que sólo el amor de Dios nos puede «urgir» a la evangelización. Quien desea, anhela o añora poseer a Dios, necesita comunicar esa misma urgencia. «Yo creo que la tarea principal de mi vida es la de expresar a Dios en cada una de mis palabras y de mis sentimientos». Así expresó su convencimiento profundo Santo Tomás de Aquino (Summa contra gentiles, I, 2).

2.2.La Encarnación y la «cultura del corazón».

La Encarnación, como radicalidad de la presencia de Dios en la historia y en la condición humana, nos lleva a otra constatación que nos ha de ser de mucha utilidad en esta reflexión sobre el hecho cristiano y su repercusiones sobre la cultura: lo que podríamos llamar la «cultura del corazón».

El corazón es para la Biblia, como sabemos, la intimidad más profunda del hombre, el centro mismo de sus más radicales opciones y decisiones. Y la cultura de un hombre o de un pueblo se sitúa —o debería situarse— en este mismo nivel. Porque no es desacertado afirmar que la cultura de un hombre, o la de un pueblo, es el modo en que las acciones de la vida y las obras que hace, de todo tipo, expresan su «corazón», ese centro que —siempre según la Biblia— es la sede de los pensamientos y de la voluntad. «Porque donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón» (Mt 6,21).

El hombre, en sus acciones, en su relación con los demás, en las instituciones que crea, en todas las obras que hace, expresa siempre e inevitablemente dónde está su tesoro, y dónde está su corazón. Su corazón, es decir, su mirada sobre la realidad y la existencia humana, su mirada sobre sí mismo. Y desde su corazón, el hombre se arraiga en la Transcendencia, como respuesta a la «condescendencia», al «descendimiento», en la kénosis, del Hijo de Dios hacia el hombre, de que hablan los Padres de la Iglesia.

Por eso, como enseña Juan Pablo II en la encíclica Redemptor hominis, «el hombre es el camino de la Iglesia». Esta convicción fundamental de la encíclica programática de su pontificado, anima todo el pensamiento de Juan Pablo II.

3. La novedad cultural del cristianismo

Por todo lo dicho hasta aquí, podemos concluir que el cristianismo lleva consigo una verdadera novedad cultural; y la historia, como hemos dicho al comienzo, lo confirma. El cristianismo ha demostrado una gran fecundidad histórica de generar cultura, de «encarnarse» en las más diversas culturas. Aunque este proceso se ha realizado ciertamente con dificultades, con tensiones e incluso —a veces— con retrocesos parciales, que, de todos modos, hoy son difíciles de evaluar, porque nos resulta difícil comprender cómo se planteaba en un momento determinado la tensión entre inmanencia y transcendencia en el cristianismo, y los valores cristianos que se salvaban o que podían quedar —o quedaban de hecho— comprometidos. (Aludo, por citar un ejemplo, a la cuestión de los ritos chinos, protagonizada por el jesuita Mateo Ricci).

El cristianismo lleva dentro de sí una mirada sobre la propia existencia, sobre el sentido y el valor de la propia vida, sobre el pasado y el futuro, sobre la persona humana, sobre el hombre, la mujer y sus relaciones mutuas, sobre el trabajo, sobre la convivencia entre los hombres y los pueblos —llamados a la unidad nueva de quienes están determinados por la comunión en Cristo—, sobre la historia, la amistad, el sufrimiento, el amor y la muerte. Todas estas dimensiones de la existencia humana quedan «tocadas» por la experiencia determinante de la gracia, por el «conocimiento —como dice Pablo— de Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas, y las tengo por basura para ganar a Cristo» (Fil 3,8). Porque «tu gracia vale más que la vida» (Sal 62,4).

En esta hora de la historia, el cristianismo está llamado a demostrar una nueva fecundidad cultural. Se impone un discernimiento, iluminado por la gracia, para analizar aquellos puntos de anclaje del cristianismo en la cultura y en las ulturas de hoy. Mencionaré unos cuantos a título de ejemplo, consciente de que otras conferencias incidirán y ampliarán alguna de estas cuestiones:

3.1.La dignidad de la persona y de la vida, ya que la persona es no «un», sino «el valor» específicamente cristiano, de lo que nos hablará el profesor Stanislaw Grygiel.

3.2.La experiencia nueva de las relaciones hombre-mujer y, en general, las relaciones con los demás en el seno de la experiencia cristiana, que el mismo Prof. Grygiel llama «el paso de una antropología de la confrontación a una antropología de la gratuidad».

3.3.La familia, la experiencia del trabajo y las relaciones laborales desde una perspectiva personalista, en lo que el magisterio de Juan Pablo II nos ha ofrecido nuevas aportaciones.

3.4.La experiencia de la relación con los «diferentes»: clases sociales, extranjeros, a lo que también se hará referencia en la ponencia de Grygiel.

3.5.La articulación de la Iglesia en el Estado moderno, para —también en esto— dejar algunos tics del pasado y pasar «de la confrontación al diálogo», de lo que nos hablará Mons. Antonio María Rouco Varela.

3.6.La articulación de la verdad cristiana, la libertad y la conciencia —cuestión sobre la que nos hablará el P. Georges Marie Martin Cottier— que incide en uno de los mayores temores de la Modernidad frente a la Iglesia y a los valores católicos: la acusación de que ésta aspira a imponer «su verdad» a los hombres, haciendo caso omiso de las libertades conquistadas por la Ilustración y dando muestras de intolerancia. Éste es uno de los más serios malentendidos en orden a una «pastoral de la inteligencia y de la cultura», agravado por las deformaciones y caricaturas de las actitudes de la Iglesia y de sus representantes difundidas por ciertos medios.

3.7.Por último —pero no en último lugar— una cuestión sumamente actual, incluso en el ámbito español: la cultura de la nación en una perspectiva cristiana. La nación determina la lengua y, en un sentido más amplio, toda la tradición en la que se inserta la persona.

Desde este foro quiero recordar a ciertos responsables de nuestra nación la advertencia de San Agustín: «¡No busques una liberación que te lleve lejos de la casa del liberador!» Porque es grave que se dé una manipulación de las tradiciones, de la cultura, una dispersión de los valores del pueblo, promulgación de leyes que frecuentemente no están al servicio del ennoblecimiento de la persona. A propósito de esta manipulación cultural, Karl Popper, muerto recientemente, que no habla desde la religión, sino desde la fuerza de su discurso intelectual, dice:

«Entre las tradiciones que hemos de considerar más importantes, se encuentra la que podríamos llamar "marco moral", correspondiente —subraya— al "marco legal institucional" de una sociedad. Este marco moral expresa el sentido tradicional de justicia o de equidad de la sociedad, o el grado de sensibilidad moral que ha alcanzado. Nada más peligroso que la destrucción de este marco tradicional. (El nazismo —dice— trató conscientemente de destruirlo). Su destrucción conduce, finalmente, al cinismo y al nihilismo, es decir, al desprecio y a la disolución de todos los valores humanos» (Conjeturas y refutaciones, Barcelona 1994, p. 421).

Desde cada una de estas perspectivas, se puede comprender la creatividad cultural del cristianismo y su relación con la cultura. Porque esta relación no se puede concebir como si se tratase de la confrontación entre dos ideologías o entre dos realidades homogéneas, «la fe» y «la cultura». La fe es gracia, pero también es una verdadera experiencia humana, cuya verdad es verificable por la razón humana, y que es determinante para el sentido mismo de la existencia, porque da sentido pleno —y también humano— a la vida y a la muerte.

4. La actitud del cristiano.

La actitud del cristiano ante las culturas ha de ser una actitud llena de respeto y de afecto, que valora todo lo que en la historia y en las obras de los hombres es grande, bello, verdadero y bueno. Es decir, que se reconoce todo lo que en la vida de las personas y de los pueblos es «vestigio», no deformado por el pecado, del designio original de Dios sobre el hombre en la creación. Éste es el sentido originario y verdadero del «ecumenismo» (cf. Redemptor hominis, nº 6, final).

4.1.Un discernimiento cordial.

Desde la pertenencia a Cristo —tal y como ya la hemos descrito antes— y desde la comunión visible de la Iglesia, es como se puede realizar ese criterio de discernimiento. El que vive de Cristo es capaz de reconocer las «semillas del Verbo» (San Justino), en todo lo humano. Esta actitud genuinamente cristiana, difícil pero necesaria, tiende a crear puentes entre el cristianismo y las culturas. Y se sitúa en una actitud equidistante de dos opciones: la aceptación ingenua y acrítica de la cultura ambiental y la condena global de la cultura o las culturas.

Creo que esa mirada cordial y valorativa —inspirada en el amor cristiano y en la visión esperanzada de la bondad de la creación, a pesar de la herida del pecado original y personal— es decisiva para el cristiano y para la Iglesia. Porque el cristiano sabe que la cultura es «obra del hombre» pero que también es «obra del Espíritu de Dios en el hombre y en el mundo».

4.2.No «sufrir» la cultura, sino «hacerla».

No podemos olvidar que el hombre es el único ser que posee historia y que hace historia. Los seres no inteligentes viven en el tiempo, pero el devenir no es para ellos historia, más bien es pura sucesión. Tener conciencia del tiempo es tanto como conocer la posibilidad de transformarnos y de transformar nuestro entorno, en lo físico y en lo moral.

Menos que otras personas, el cristiano no puede resignarse a «sufrir» la historia. Se sabe llamado a realizarla, a darle vida, injertando en ella la fuerza de la gracia, que le hace capaz de «dominar la tierra», inteligente pero bondadosamente —pues que no de otra manera la creó el Señor Dios— y de santificarse, haciéndose progresivamente cada vez más semejante a cómo el Padre lo ha soñado.

Esta actitud activa ante la historia y ante la cultura puede demandar a veces una actitud de «resistencia espiritual», que derive también en «resistencia cultural». La visión realista de la historia y de la cultura en nuestro siglo nos ilumina sobre la necesidad de esta actitud de resistencia ante ciertas derivas culturales, inspiradas en visiones acristianas o anticristianas. La vida misma de Juan Pablo II, antes y después de su acceso al ministerio papal, es muy ilustrativa en este sentido.

4.3.La mediación de la comunidad humana y cristiana.

Toda cultura hace referencia a un pueblo, a una tradición, y se nutre de la pertenencia a un pueblo y a una tradición. En este sentido, la cultura como hecho social nunca se puede reducir al individuo. En este aspecto, cabe hacer una aplicación a la comunidad humana y a la comunidad cristiana, como instancias de mediación en la vivencia, en la transmisión y en la inculturación del cristianismo en la actualidad. El humus de la novedad cultural cristiana es la comunión de la Iglesia, en la que se da al hombre la gracia y la misericordia de Cristo, y en la que se renueva cada día el encuentro con él.

4.4.Algunos ámbitos de creatividad cultural.

De esa experiencia vivida y presente de la novedad y de la gracia de Cristo, es de donde brota la expresividad cultural de la fe. Hay que preguntarse si la pérdida de esa expresividad cultural de los cristianos, progresiva a lo largo de la Edad Moderna, no tiene que ver con una debilitación progresiva, en la conciencia de los cristianos, de la pertenencia a la Iglesia como la pertenencia primera y más radical, porque es el lugar donde nos es dado el encuentro con Aquél que da sentido a todo. Fuera de esa pertenencia, la figura de Cristo se «ideologiza», se hace lejana y abstracta; deja de ser el centro del corazón y pierde creatividad cultural, poniéndose la fe al servicio de otras ideologías o proyectos humanos.

Hay recelos, sin embargo contra ese «humus» para la experiencia espiritual, que es la Iglesia. Y aún se la considera no pocas veces, fríamente, como mera «institución». Aparte razones teológicas, el sociólogo Peter Berger sostiene que la fe debe expresarse dentro de una comunidad, que hay que pertenecer a una Iglesia determinada. He aquí algunas razones que él aduce: la experiencia religiosa se convertiría en un fenómeno muy fugaz, si no se preservase a través de una institución; la institucionalización de la religión es lo único que permite que se transmita de generación en generación, porque nada humano sobrevive, si no es de manera institucional. Más aún, como ha puesto de manifiesto sobre todo Maurice Halbwachs, podríamos recordar muy poco de nuestra propia experiencia, si no pudiéramos situarla dentro de un marco de referencia social, lo cual significa inevitablemente un marco de referencia institucional. Y todo ello, por la profunda condición social del hombre.

Hasta los que él llama los más grandes «virtuosi» de la experiencia religiosa, como por ejemplo Pablo, tras encontrar a Cristo resucitado en el camino de Damasco, se refugia en la comunidad cristiana de aquella ciudad, donde comienza a buscar el sentido de ese acontencimiento tan conmocionador. Y, mirando a las masas, el resto de nosotros, la gente corriente en el ámbito religioso encontramos la transcendencia en un entorno institucional de culto y catequesis. No alcanzamos a éxtasis, sino a trémulas chispas de trascendencia dentro de una experiencia de asombro, momentánea y, por lo general, solitaria. Para captar su sentido y su realidad, y para ser capaces de recordarlos, necesitamos del marco de referencia de la tradición institucionalizada en la que estamos arraigados. Las grandiosas experiencias de los santos las pone a nuestra disposición la institución, y, sin ella, aquéllas se habrían perdido. Sin instituciones religiosas no existiría la historia de la religión (Cf. Peter L. Berger, Una gloria lejana, Barcelona 1994, pp. 209-212).

Termino esta parte indicando algunos ámbitos en los que parece urgente avanzar en la creatividad cultural y en la inculturación del cristianismo.

4.4.1. La expresividad estética de la fe, sobre todo a través del arte, porque el arte es gratuidad, y porque —como dice Juan Pablo II en Christifideles laici, el arte es una de las mediaciones para inculturar la fe. El ejemplo de Gaudí: la sinceridad de su vivencia cristiana, de estilo franciscano, y la constancia de la firma «cristiana» en sus obras: la cruz, el Avemaría...

4.4.2. La expresividad amorosa y solidaria de la fe, sobre todo en esta cultura individualista, orientada a la satisfacción propia. En este sentido, son emblemáticas figuras como el Abbé Pierre, Teresa de Calcuta o Maximiliano Kolbe, y los misioneros y misioneras asesinados en Argelia y en otras partes del mundo, que son signos del valor de la ofrenda cristiana, incluso hasta el martirio.

4.4.3. La expresividad ética de la fe, mediante una vida coherente con la fe. En suma, con la santidad, «porque se ha manifestado la gracia salvadora de Dios a todos los hombres, que nos enseña a que, renunciando a la impiedad de las pasiones mundanas, vivamos con sensatez, justicia y piedad en el siglo presente» (Tit 2,11-12). No podemos olvidar que algunos se alejan de la fe, no por razones intelectuales, sino por sus comportamientos ajenos a la moral católica.

4.4.4. El respeto al hombre y a su libertad, como expresión de la fe. Quizá sea cierto que existe un temor a que la Iglesia quiere imponer —que no proponer— los valores cristianos.

Un aspecto derivado de este principio del respeto al hombre —sea creyente o no lo sea— es el principio del ecumenismo, como reconocimiento de los valores cristianos de los cristianos no católicos e incluso de los valores de las religiones no cristianas.

Sin embargo, el ideal evangélico hemos de presentarlo con toda la fuerza que tiene. Hemos de gritarles, a los que abandonan con las obras su fe, que optar por Cristo o marginar a Cristo no están en pie de igualdad. Y esto tiene que ver con la libertad con que se ha de optar por la fe. Puesto que no se puede optar libremente sin estar alertados de los riesgos de la increencia, como son la irracionalidad, la carencia del sentido de la vida, o el sentimiento trágico de la existencia.

4.4.5. El diálogo con la ciencia y la técnica. Estamos los creyentes muy lejos de la desalentadora visión del hombre y de su tiempo que tuvo, acerca del suyo, el escritor Joseph Conrad en una carta dirigida a Bertrand Russel, el 23 de octubre de 1922.

«Nunca pude hallar en un libro o en la conversación de un hombre nada que me convenciera bastante como para enfrentar siquiera un momento mi arraigado sentido de que la fatalidad gobierna este mundo habitado por el hombre. [...] El único remedio aplicable es el cambio de los sentimientos. Pero, cuando se repasa la historia de los 2.000 últimos años, no hay motivos para esperar tal cosa, y eso pese a que ahora el hombre vuela. [...] El hombre no vuela como un águila, vuela como un abejorro» (P. Johnson, Tiempos Modernos [A history of modern world], Buenos Aires 1988, pp. 21 y 24).

En ciertos aspectos la técnica, y aún la cultura, se vuelven contra el hombre. ¿Por que? Cuando el medio ambiente, el físico y el social, no están muy transidos por la razón del hombre, aquél influye solamente en la vida biológica, pero levemente en la espiritual. Son los largos momentos de la historia en los que la cultura ha servido primordialmente para que el hombre no naufrague en la naturaleza. Pensemos en el inicio de la utilización del fuego, de los primeros utensilios, pensemos en los inicios del pastoreo y de la agricultura.

Pero en nuestro mundo, empapado por la razón del hombre, a través de la técnicas y de los medios de comunicación, la cultura creada influye en todo el hombre, positiva o negativamente. A no ser que éste cree su propio ambiente, cultivando su interioridad —por la lectura, la reflexión, la creación— y busque el clima de un grupo cristiano o, al menos, de un posible humanismo.

Los científicos se interrogan ante sus descubrimientos y ante el humanismo del pasado, que, a veces, resulta alejado o extraño a sus preocupaciones. Una cuestión importante en el diálogo con las ciencias es el del reconocimiento de su autonomía, según el pensamiento del Vaticano II, aunque esta autonomía no tenga que ser un secularismo o una ruptura con Dios y con los valores religiosos, ni por parte de la Iglesia una continuada tutela como la de los padres con el hijo menor de edad.

Por otra parte, una verdadera «revolución cultural» sacude el mundo, sobre todo por el impacto tecnológico, al que se hecho referencia. ¿Cómo podría la Iglesia desinteresarse de él, cuando en realidad condiciona la misma conservación y la transmisión de su entero patrimonio cultural? Pienso, por ejemplo, en la incidencia de la informática en los estudios humanísticos, como soporte documental y como recurso instrumental en los estudios bíblicos, patrísticos, litúrgicos, y del magisterio eclesial y teológico, en el acceso y en manejo de las fuentes.

Este diálogo con la ciencia ha de ser un objetivo sobre todo —aunque no en exclusiva— de las instituciones docentes cristianas de nivel universitario: facultades teológicas, universidades católicas, etc. De manera especial han de trabajar en este campo los «centros fe y cultura» que han surgido en diversos países de Europa y que ya han realizado algunos encuentros regionales.

4.4.6. Construir un «espacio» para la visión cristiana en los MCS. Sabemos muy bien todos que los valores cristianos han de huir de convertirse en un guetto en la sociedad actual. Los valores cristianos no aspiran a un «espacio» donde pudieran vivir como en una «reserva étnica», sino que han de ser fermento en la sociedad, cuya matriz es en buena parte cristiana, y en la que la religión está en gran parte sofocada por una capa de secularismo, como un rescoldo bajo una espesa capa de cenizas. Los mensajes y estímulos religiosos de los MCS generales son actualmente muy débiles en Europa, y en algunos países vienen envueltos no en críticas razonadas, sino —lo que es peor— en burlas y sátiras de la religión.

4.4.7. Creo de especial importancia el fomento de comunidades contemplativas, tanto masculinas como femeninas. Y que unas y otras asuman esta vocación de inculturación del cristianismo en el mundo. Quizá sorprenda, en esta perspectiva «encarnativa», de «presencia» y «mediación cristiana», este recurso a la vida contemplativa, especialmente a la monástica. Pero la historia nos ilustra que la delicada alquimia de la inculturación requiere un clima de silencio y de plegaria...

Se habla en la vida religiosa actual de «comunidades de inserción», en referencia a la presencia de los religiosos en ambientes de marginación. A esta laudable inserción ambiental y social, ¿no cabría añadir las «comunidades de inserción cultural»? ¿No podría ser éste uno de los objetivos del monaquismo tradicional de la Iglesia ante la nueva diversidad cultural?

5. Talante de la evangelización de la cultura: la esperanza y la osadía.

No podemos aceptar que el secularismo —como frecuentemente se acepta— sea un fenómeno inevitable, que causa unas erosiones sociales ante las cuales estaríamos impotentes, porque luchamos contra corrientes ideoló-gicas perennemente hostiles: hedonismo, materialismo, racionalismo o antirracionalismo.

La primera verdad para nosotros es la de un Dios creador. Pues bien, creer en el Creador es vivir como criatura. Ello supone no objetivar fríamente las situaciones, desentendiéndose de ellas, ni pensar que Dios se desentiende de nuestros problemas. Porque vivir como criatura es acoger a Dios, y no como fabricante en serie de cosas; puesto que lo propio del amor —y Dios es Amor— no es fabricar fríamente, sino ser fuente inagotable de comunicación del ser, de la belleza y de la bondad.

Hoy mismo Dios sigue siendo creador, nos mantiene en la existencia, percibimos en nosotros el olor de sus manos divinas. Él gusta de llamarse «alfarero de nuestras vidas». A cada instante brotamos del amor creador de esas manos divinas. Un tal amor no puede sino llenar la totalidad del espacio y del tiempo de un hombre. Supone mirar todo con optimismo.

Vivir como criatura es sellar un pacto de simpatía y solidaridad con toda la creación, a pesar de los fracasos que nos puedan sumergir en ella o de las maldades de los hombres que la puedan ensombrecer. «Eso» no es la creación, ni «ése» es el hombre.

Vivir como criatura es reconocer que somos criaturas creadoras, porque estamos dotados de libertad. Creadoras, por supuesto, también de nuestro propio destino. De ahí que ni podamos resignarnos a soportar una realidad negativa, ni podamos prescindir de lo que espera de nosotros —personal y comunitariamente— quien amorosamente nos creó.

Dios nos ha confiado el terminar su obra; y en el espacio intermedio entre esta creación inacabada y la perfección a la que es llamada, hay un ilimitado campo abierto a la libertad del hombre. Usar adecuadamente ese campo es lo que funda la dignidad humana y la felicidad de la humanidad. Es ésa la razón de que el cristiano de hoy se sienta responsable de la dirección que pueda emprender la cultura del futuro.

Y tenemos esperanza, porque trabajamos a contracorriente de una parte del mundo, pero a favor del querer omnipotente de un Dios bueno. Finalmente, existe una firme convicción con forna de esperanza: el futuro del ser humano dependerá de nuestras opciones claras, de nuestro coraje colectivo, de las nuevas culturas que hayamos creado. A partir de ahora, conciencia y cultura serán solidarias. El resurgir de las nuevas culturas supone para los cristianos un desafío inmenso y una gran esperanza. Es urgente una reflexión y búsqueda, y una acción de todos los cristianos colaborando con todos los hombres de buena voluntad interesados en la humanización de la cultura (Cf. H. Carrier, Evangelio y culturas, Madrid 1987, p. 170).

6. Conclusión: Evangelizar, ante el nuevo milenio

A pesar del libro de Fukuyama, parece que no estamos en El fin de la historia. Ciertamente, no en el fin de la historia del cristianismo. Consciente de ello, Juan Pablo II se dispone a hacer realidad aquello que le dijera en el cónclave el cardenal Stefan Wyszynski, cuando se iba perfilando la posibili-dad de su elección: que tendría la misión de introducir a la cristianidad en el tercer milenio. A ello está entregado con todas sus fuerzas y con un amplio programa que nos ha trazado en la carta apostólica Tertio millennio adveniente. La Iglesia, decía Federico Ozanam, «pasa continuamente a los bárbaros», sin querer dar ningún matiz despectivo a esta expresion. El diálogo de la Iglesia con las culturas no ha cesado nunca. Y nunca ha de cesar. «Nunc coepi». El futuro es hoy, como dicen los jóvenes. Ahora mismo, con la ayuda del Señor y de su Espíritu, hemos de relanzarlo ante un ya inminente nuevo milenio, para que pueda ser realidad lo que decía Juan Pablo II en su primer discurso al nuevo Consejo Pontificio para la Cultura, el 18 de enero de 1983:

«Para la Iglesia, este diálogo [con las culturas] es absolutamente indispensable, pues de lo contrario la evangelización se quedaría en letra muerta. San Pablo no dudaba en decir: "¡Ay de mí, si no evangelizare!". En este final del siglo XX, como en tiempos del Apóstol, la Iglesia debe hacerse toda para todos, acercándose con simpatía a las culturas de hoy. Existen todavía ambientes y mentalidades, como también países y regiones enteras, pendientes de evangelizar, lo que supone un largo y valiente proceso de inculturación, a fin de que el Evangelio penetre en el alma de las culturas vivas, respondiendo a sus más altas expectativas, y haciendo que crezcan incluso hasta la dimensión de la fe, de la esperanza y de la caridad cristianas» (nº 4: AAS 75 [1983] 384).

(English)

Cardinal Ricardo-María Carles Gordó points out that in former times culture gave man's life meaning, an aim and roots. But today, if he does not hold on to religion, he runs the risk of succombing to the culture he himself has produced. Typical features of this crisis are weak thought, a hatred for excellence and a failure to understand holiness. In this situation, we Christians are called to express our faith through culture with renewed zeal; this requires, first and foremost, a stronger and more radical awareness of belonging to the Church. The point of reference we need and in which we are rooted is institutional tradition, because the soil in which that Christian culture grows and develops is ecclesial communion.

(Français)

Le Cardinal Carles Gordó relève qu'à d'autres époques, l'homme a reçu de la culture le sens, la finalité et l'équilibre de sa vie, alors qu'aujourd'hui, s'il ne se tourne vers la religion, il court le risque de se perdre dans la culture même qu'il a produite. Caractéristiques de cette crise, la médiocrité de la pensée, la haine de l'excellence, l'incompréhension face à la sainteté. C'est pourquoi les chrétiens sont appelés à redonner vie aux expressions culturelles de leur foi, en particulier à renforcer la conscience d'appartenir radicalement à l'Eglise. Nous avons besoin des points de référence de la tradition institutionnalisée en laquelle nous sommes enracinés; car le terreau de la nouveauté culturelle chrétienne est la communion ecclésiale.


CHRISTIANITY, MORALITY AND CULTURE

Cardinal António RIBEIRO
Patriarch of Lisbon

Introduction

1. I may, perhaps, have rushed into accepting the kind invitation of His Eminence Cardinal Paul Poupard, President of the Pontifical Council of Culture, to give this lecture.

I was persuaded to agree for at least three reasons, all of which are close to my heart. In the first place, it was demanded by the cordiality Cardinal Poupard has generously shown me for so long. How could I refuse his invitation, seeing from whom it came and, more importantly, because of the collaboration a simple member of the Pontifical Council for Culture owes to his President? Secondly, it was more significant that it was a question of a regional symposium taking place in the Iberian peninsula, where a Portuguese voice, perhaps a weak one in a symphony of stronger voices, could not allow itself to go unheard. Finally —and this is the third reason for my agreeing so quickly— the symposium was going to take place in the Complutensian University in Madrid, an academic institution whose great prestige is due to the renown of its teachers and students. Who would not feel honoured to be given the opportunity to speak in a university like this one, so rich in scientific and cultural achievements?

Having made this declaration, which is at the same time a plea for clemency from my listeners, I shall move on to the theme which was assigned to me: Christianity, morality and culture.

I shall take it from my own point of view, that of a pastor of the Church, leaving aside theoretical questions which are undeniably important, but more appropriate to the philosopher, the theologian or the professional moral theologian.

Definition of terms

2. There is no need for me to say that, by Christianity, in this context I understand the expression of Christian faith, as it is professed and lived by the Catholic Church, but without excluding Orthodoxy and the traditional Protestant Confessions which date from the Reformation. And I am not taking into consideration sects or other religious movements, some of which are totally alien to Christianity, which have in the last decades invaded our European countries, coming mostly from America and the East.

For morality I take the current understanding of the word as found in some dictionaries, that is, that quality which applies to human actions insofar as they are ordered to man or society, which allows us to classify them as good, bad or indifferent.

As regards the concept of culture, to avoid getting lost in the labyrinth of definitions available, I shall make use of the descriptive notion which Vatican II offered us in the Constitution Gaudium et Spes:

"The word culture in its general sense indicates all those factors by which man refines and unfolds his manifold spiritual and bodily qualities. It means his effort to bring the world itself under his control by his knowledge and his labour. It includes the fact that by improving customs and institutions he renders social life more human both within the family and in the civic community. Finally, it is a feature of culture that throughout the course of time man expresses, communicates, and conserves in his works great spiritual experiences and desires, so that these may be of advantage to the progress of many, even of the whole human family" (§53).

Culture as a need for meaning

3. It could be said that culture is the conception that a man, or a people, has of the totality of reality. It is always translated into a global vision of reality and is expressed in all man's actions, from the simplest gestures of daily life, like eating, working, enjoying oneself, taking part in the life of one's family or neighbourhood, to other expressions generally held to be higher, such as the cultivation of the sciences and of the arts, and taking part in social and political life.

Culture qualifies man and peoples. Therefore, nobody lives a truly human life, that is, with the full capacity of reason and affection, without culture. Further, we must also recognise, as Pope John Paul II said, that

"culture, in its deepest reality, is the particular way a people has of cultivating its relationships with nature, between its members and with God, in order to reach a truly human level of life; it is the common life-style which characterizes a given people" (Address at the University of Coimbra, 15 May 1982).

4. Each man carries within him, as an intrinsic postulate of his rational nature and his freedom, a total need for meaning and sense: he wants to understand in order to act, he aims to know the finality of his actions and he is interested in the human quality of the means he uses to achieve his ends. This need is inherent in him and he seeks to respond to it, in daily contact with what he lives, suffers and meets on his way through life.

And despite all its attempts to investigate this fact of experience, human reason is taken beyond what it can know. The closer it comes to created, finite and contingent beings —provided it does not smother within itself the real restlessness of the heart— the more it opens itself to the mystery of the fullness of Being, where the whole Truth, the supreme Good and untainted Beauty dwell.

It is certain that, in man's life on earth, this search for meaning and sense never finds a totally satisfying answer. Saint Augustine was right when he wrote: "You made us for yourself, Lord, and our hearts are restless until they rest in you" (Confessions 1,1).

The vigour of intelligence and the light of faith, which, in spite of everything, lets us see only a dim reflection in a mirror (cf. 1 Cor 13,12), never allow us to penetrate the depths of the mystery of God. We shall achieve this only when, at the end of time, the eyes of our glorified spirit will be completely opened, by God's greatest and definitive gift, which will let us see him face to face as He really is.

Culture worthy of the name is troubled in itself by a continual need for transcendence, a constant call to the complete fulfilment of man and of human society.

"In the two fundamental concepts of individual formation and the spiritual form of society —John Paul II has said— culture looks to the realisation of the person in all his dimensions, in all his capacities. Culture's primary aim is to develop man as a person, or every man as a unique and unrepeatable example of the human family" (Address at the University of Coimbra, 15 May 1982).

All cultures, to a greater or lesser degree, are open to the transcendent and they are all, in various ways, expressions of every man's thirst to know the intimate mystery of beings and of Being.

Christianity's response

5. In the context of this search for meaning and sense, Christianity appears as a historical fact. It promises man an answer and, at the same time, is the initial fulfilment of this promise. It responds to the deepest aspirations of the human heart. To everyone who welcomes it with real sincerity and sufficient humility of spirit, Christianity does not just promise an answer, but rather already offers one, even though it is in an elementary and embryonic form. When it penetrates a person's life, Christianity is a historical event with such far-reaching effects that it determines the way he or she actually relates to reality.

In many cases, in the thought, feeling and action, in the attitudes and behaviour of those who are converted, the radical revolution worked by Christian faith is obvious. In this sense, what is particularly enlightening is the history of great conversions, starting with that of the apostle Saint Paul on the road to Damascus. When Paul the persecutor meets the risen Christ, this meeting profoundly changes his old ways of thinking, in questions as significant as that of the need to observe the Law to be saved, and opens up to him new horizons for understanding the Scriptures, seen now as a marvellous epic of salvation, centred on the Lord whom he was persecuting. And from this new vision comes a new behaviour, which is translated into principles by Paul like this: "I am dead to the law, so that now I can live for God" (Gal 2,19); "life to me is Christ" (Phil 1,21).

The Christian event, once it is accepted, becomes a criterion of universal judgement on all aspects of reality. It becomes all-encompassing, since it affects all dimensions of personal and social life. So one can say, as the Pope did at UNESCO, that the link between the Gospel and man "is in fact a creator of culture in its very foundation" (Address at UNESCO, 2 June 1980).

6. The primordial event of Jesus Christ, who lived and rose again, an event which broke into humanity's history two thousand years ago, is today still present and real in the Church, which the Lord himself founded and made the sacramental sign of his presence in the world, until the end of the world: "I am with you always; yes, to the end of time" (Mt 28,20).

As the sacramental sign of the saving action of Christ, the Church brings with her or, rather, possesses within herself the most powerful force for the transformation of man and human society. Sent into the world as the sacrament of the presence of the risen Jesus, the Church knows in advance that her activity is guaranteed to be effective, when it is carried out in Christ's way; she knows the outcome of her Christ-like action, and can look forward with certainty to the victory of faith which conquers the world (cf. 1 Jn 5,4).

She can be —and often is— a "pusillus grex", vulnerable in the sight of temporal powers. But she must always continue listening, with total confidence, to the word of the Lord who says to her: "There is no need to be afraid, little flock, because it has pleased your Father to give you the kingdom" (Lk 12,32). Participation in the life of the Church associates man from the present moment with the victory of Christ, which will be fulfilled in eternity.

In her activity in the world, the Church and Christians must continually avoid the temptation of adopting severe methods which are too "cerebral", and which are not appropriate to the style of the Gospel. Within the sphere of temporal action, Christians —just like other people— have occasionally to act in ways which can be quite severe; but Christ's disciples must, as Jacques Maritain observed, favour ways of acting which rely especially on faith, hope and love (cf. Religion et culture, Paris 1930, pp. 67-79).

7. Belonging to the Church, the living and hierarchically structured community of those whom the Lord chose to be in the world the sign of his historical visibility, gives men a share in the great and decisive Christian event.

If those who belong to the Church are rooted in it by sound faith and true ecclesial communion, there is in them the same phenomenon as the Scriptures describe in those who met Jesus Christ and the first community of his disciples: their attitude to life changes, and they acquire a "new way of being" and a "new way of acting", they are "born again", and they move on from the old creature to the new life of the children of God. Whoever unites himself with Christ in the Church —as Saint Paul would say— is a "new creation" and a "new man", modelled on the image of Christ, the new Adam: "for anyone who is in Christ, there is a new creation; the old creation has gone, and now the new one is here" (2 Cor 5,17). That is why the Apostle exhorted the Christians of Ephesus to put aside their old selves and put on the new self that has been created in the goodness and holiness of the truth (cf. Eph 4,20-24).

Man's participation in the new life which God offers him in Christ and in the Church is not a victory of the human spirit; still less is it attained as if it were the result of natural effort. It is a pure gift of God. It is a totally free gift of God's infinite generosity which, before any effort on man's part, is offered to him in a startling initiative of love. And, when man freely accepts this offer, there begins to grow within him the "new way of being", which is what makes a new way of living possible.

On the subject of Christ's teaching about the Kingdom of God, the theologian Rudolf Schnackenburg rightly makes the following observation:

"What Jesus wanted to awaken was the convinced and confident acceptance of his proclamation of the Kingdom of God, in order to gather people in this Kingdom and bring them to a new way of life. But it is clear that the first place belongs to faith and the grateful and loving conduct which grows from it" (El mensaje moral del Nuevo Testamento, Barcelona 1989, p.50).

8. Faith and Christian morality are mutually conditioned, so much so that it is not right to separate them.

On the one hand, morality is born from faith and, as a contemporary Spanish moral theologian states,

"nothing is so demanding for us as the knowledge that God exists and He is not a solitary God, but a relational being; that He created us out of love, fully aware and responsible for what He was doing; that He rules history with gentleness and energy at once, that is, treating us as people who are free and responsible; that He has experienced all that is human, except sin; that the essential message that He preached was the Gospel of love and that He gave Himself up as a witness for us; that He sent us his Spirit —the trinitarian 'us'— to allow humankind to live in love and to show, with hard facts, that the Gospel is not some utopia; that He will welcome us with open arms at the end of time, to bring to fulfilment what is here and now merely a beginning, an anticipation and a prediction" (A. Hortelano, Problemas actuales de moral, vol. I, Salamanca 1991, p. 21f.).

On the other hand, it is also certain that moral behaviour has real positive or negative effects on the faith one professes. To live by right conduct indubitably strengthens one's faith and is the best proof of its authenticity; likewise it can be shown that wayward moral behaviour is at the root of many crises and cases of abandonment of faith. John Paul II is right when he considers harmony between faith and life to be the sign of union with Christ and of ecclesial union: "the unity of the Church is damaged not only by Christians who reject or distort the truths of faith but also by those who disregard the moral obligations to which they are called by the Gospel" (Veritatis Splendor 26).

New morality in Christ and in the Spirit

9. Anyone who is readily fascinated by meeting Christ present in the Church, who also discovers how good it is that this presence of God breaks through into his or her life, immediately realises that what is most reasonable, logical and appropriate for life is to obey and follow Him who, since He is the way, the truth and the life (cf. Jn 14,6), offers the most sublime fullness of existential meaning. Such a person notices that, by obeying and following Christ, he or she does not walk in the dark, but has the light of life (cf. Jn 8,12); and he or she will say simply, like Peter in his confession of faith: "Lord, to whom shall we go? You have the message of eternal life, and we believe; we know that you are the Holy One of God" (Jn 6, 68f.).

To obey Christ lovingly and, as his child, to follow Him, his message, his precepts and his counsels, is never an alienation or negation of what is truly human. Human life is never lost or empty when it is dedicated to Christ. On the contrary, it is enriched, fulfilled and exalted in the act of dedication (cf. Mk 8,35). In all life's circumstances, we have the criteria for judging and acting correctly, although they were not ours to begin with, seeing that they were given to us by the Spirit whom the risen Lord pours into his disciples.

10. This explains why the essence of Christian morality, or its nucleus or summit, is following Christ. The Pope warns us that what is involved in following Christ can surpass mere human strength, but never exceeds the power of God's grace or the gift of the Holy Spirit (cf. Veritatis Splendor 19-27). Thus Christian life is clearly synonymous with life in the Spirit; one can understand, as a Spanish philosopher has noted, that the question of Catholic morality is basically the question of the relationship between nature and grace, a theological problem:

"when one reaches this point, presupposing that nature is already totally pervaded by grace, the expression Catholic ethos seems unacceptably narrow and ought to be replaced by the expression holy ethos or ethos sanctified by God's grace and love" (J. L. Aranguren, "El ethos católico en la sociedad actual" in: M. Vidal, Conceptos fundamentales de ética teológica, Madrid 1992, p.33).

This is the new morality which the Christian event introduces into people's lives and into the style of human society. It is not principally a matter of conforming with certain norms, laws or precepts; it is, first and foremost, a case of following —heart and soul— that eternally living Person who touches our lives through the Church, who fascinates us and makes us want to reach out continually for the ideal of perfection. To sum up, it is a loving response to the Love which precedes us and continually encourages us: "The love of Christ overwhelms us when we reflect that if one man has died for all..., the reason he died for all was so that living men should live no longer for themselves, but for him who died and was raised to life for them" (2 Cor 5,14f.).

The new culture rooted in Christianity

11. It is easy to infer here what is new in the consciousness of the Christian; this is also the beginning of a new culture, made for new men who are not simply born of flesh and blood, but are born anew of the Spirit of God (cf. Jn 1.13).

Those who, in their everyday lives, judge reality and act on it according to the values of the Gospel, have a perspective on the world and a way of life which expresses itself and flourishes as this new culture. It is the necessary, almost spontaneous, result of a way of being and acting, according to a Christian outlook and in agreement with a frame of mind, a forma mentis, permeated by the light and the grace of the Gospel. It really is a new culture, which is truly human; it endorses and values —down to the last detail— every area of truth, goodness and beauty in God's creative and salvific work.

It will certainly be a critical culture, which judges everything in order to hold on to what is good, as is fitting for the children of light and of the day, but not for the children of darkness and of the night (cf. 1 Thess 5,4-22). It presupposes a continual capacity for discernment in us who promote it, faced by the various cultures which hold sway today in pluralistic societies. It presupposes the ability to adopt all authentic cultural values, but also to reject anti-values and, above all, to purify and transfigure those which appear ambiguous or partially deformed.

12. The culture of Christian faith and morality is certainly a culture of dialogue and tolerance, but not a matter of peace at all costs, of perpetual compromise, of accepting the law of the greatest number, of a relativising equivalence of all positions regarding life. The dialogue of Christian culture is simply the one which accomplishes the truth in charity (cf. Eph 4,15); and real tolerance does not consist in saying "yes" or "perhaps", when one ought to say "no". Provided that we keep the supreme law of love for our fellow men and women, the Gospel sends us to give clear witness to what we think and believe: "All you need say is "Yes" if you mean yes, "No" if you mean no; anything more than that comes from the evil one" (Mt 5,37).

John Paul II says:

"We are speaking of a mentality which affects, often in a profound, extensive and all-embracing way, even the attitudes and behaviour of Christians, whose faith is weakened and loses its character as a new and original criterion for thinking and acting in personal, family and social life. In a widely dechristianized culture, the criteria employed by believers themselves in making judgements and decisions often appear extraneous or even contrary to those of the Gospel" (Veritatis Splendor 88).

Urgent needs of the Church as a creator of Culture

13. These words of the Holy Father bring me directly to the conclusion I should like to draw from what I have said.

It seems clear that Christianity, in its dimensions of faith and Christian morality, will always continue to be a creator of culture, wherever, in human and geographical terms, it is present and active. So it has been throughout the centuries of the Church's history, and so it is at the end of the millennium, which is given us to live now, and so it will be in the third millennium which is approaching. Wherever there is living and genuine Christianity there will always be a glowing source of culture and civilization.

The question which arises today, as the sun sets on one millennium and rises on another, is that of the quality of faith and the ethical behaviour of Christians. And, faced with this question, Christ's disciples have urgent demands imposed on them. The Pope mentions several, to which it would be possible to add others; they all deserve ample treatment, which time does not now permit (cf. Veritatis Splendor 88-97). I shall do no more than mention them briefly, making use in most cases of the Holy Father's own words:

— Christians need to rediscover the novelty of their faith and its power of discernment in the face of a prevalent and all-inclusive culture.

— it is necessary to recuperate and present once more the true face of Christian faith, which is not simply a set of propositions to be accepted with intellectual assent, but rather a lived knowledge of Christ, a living remembrance of his commandments, and a truth to be lived out.

— it is important to explain and put forward the moral content of Christian faith, which gives rise to and demands a consistent life-commitment, which entails and brings to perfection acceptance and observance of God's commandments.

— through moral life, it is urgent for the faith of Christians to become "confession", not only before God but also before men: thus it becomes witness.

— it is necessary to boost the spiritual fibre of Christians, in such a way that they should not succomb to adversities and so that they should accept martyrdom, if necessary, for the faith they profess and for God's holy law.

— there is an urgent need to help people today to discover and live the intimate connection there is between freedom and truth: they are inseparable and suffer every time they are divided.

— in these post-modern days, it is crucial to give sufficient worth to human reason, which is neither angel nor demon, recognising the dignity it deserves in the cultivation of the sciences, philosophy and theology, exorcizing the tendency there is to so-called "weak thought".

— finally, it is very important - through prayer and ecumenical action - to hurry on the time of unity of Christians: the harmonious and joint witness of churches now separated can only favour Christianity's power to create culture in the third millennium.

I shall conclude, still quoting the Pope's words, when he alludes to the situations of injustice in today's world and relates them to the present cultural panorama:

"As history and personal experience show, it is not difficult to discover at the bottom of these situations causes which are properly 'cultural', linked to particular ways of looking at man, society and the world. Indeed, at the heart of the issue of culture we find the moral sense, which is in turn rooted and fulfilled in the religious sense" (Veritatis Splendor 98).

(Français)

Le Cardinal António Ribeiro met en lumière que la recherche de transcendance qui caractérise l'homme se reflète dans la culture. Dans cette recherche de sens, Dieu vient à la rencontre de l'homme en touchant son coeur. L'Eglise, sacrement de la présence de Jésus ressuscité, possède en elle-même la force la plus puissante de transformation de l'homme et de la société. Morale et foi se conditionnent mutuellement: dans l'adhésion du croyant est contenue la conversion morale; et sans cohérence morale, la crise de la foi est inéluctable. Les exigences de Jésus ne sont pas pesantes, car elles ne dépassent pas le pouvoir de la grâce. Du renouveau intérieur de l'homme, du témoignage des chrétiens, naît une nouvelle culture qui permet de tout discerner dans l'Esprit.

(Español)

El Cardenal António Ribeiro pone de manifiesto que en la cultura se refleja la búsqueda humana de trascendencia. En este horizonte de búsqueda de sentido, Dios sale al encuentro del hombre tocando su corazón. La Iglesia, sacramento de la presencia de Jesús resucitado, posee en sí misma la más poderosa fuerza transformadora del hombre y a la sociedad. Moral y fe se condicionan mutuamente: en la misma aceptación creyente está incluida la renovación moral; y la falta de coherencia moral, provoca crisis de fe. Pero las exigencias de Jesús no son pesadas, porque nunca superan el poder de la gracia. De la renovación interior del hombre, y del testimonio de calidad de los cristianos, nace una cultura nueva que todo lo discierne por el Espíritu.


LA «CULTURA DE LA NACIÓN» EN PERSPECTIVA CRISTIANA
LA FE ANTE LOS NACIONALISMOS CONTEMPORÁNEOS

Mons. Franc RODÉ
Secretario del Consejo Pontificio de la Cultura (Eslovenia)

1. La ambigüedad del término «nacionalismo».

«En el vocabulario histórico-político contemporáneo apenas si existe un término más cargado de ambigüedad que el de nacionalismo» (Encyclopaedia Universalis, «Nation», vol. 11, p. 575).

La palabra «nacionalismo» puede tener tres significados fundamentales.

1) Puede designar ciertas formas exageradas de patriotismo, y entonces es sinónimo de patriotería (chauvinisme).

2) También puede designar las reivindicaciones de un pueblo sometido que aspira a la independencia. Por ejemplo, en el siglo XIX se hablaba de los nacionalistas polacos, de los nacionalistas irlandeses, etc.

3) Por último, el término puede servir como etiqueta o profesión de fe a ciertas escuelas o grupos, que dan la primacía en el orden político a la defensa de los valores y de los intereses nacionales, e incluso la afirmación de la superioridad de una nación respecto a las otras. Éste es el nacionalismo ideológico, de los siglos XIX y XX.

2. El nacionalismo como ideología.

Con la Revolución francesa se trastocan la concepción del hombre y de la sociedad, y como consecuencia aparece también un concepto nuevo de nación. Es característica la voluntad de hacer triunfar una nueva moral que tiene como idea-guía el principio de inmanencia o de autonomía, en contraposición al principio de trascendencia o de heteronomía. Hasta este momento histórico, las sociedades se basan en un sistema de valores derivado de un principio que es a la vez superior y externo a la misma sociedad. De este modo, las normas de la vida individual y social se ordenan a un fin diverso de la misma sociedad y de los individuos que la componen. El fundamento de la sociedad es un hecho religioso, pues la vida humana y su organización social están determinadas por la trascendencia de la divinidad. Éste era el caso, por ejemplo, de los regímenes políticos europeos de la Cristiandad durante los siglos XII y XIII.

A partir del siglo XVI se desarrolla en el seno de estas mismas sociedades un proyecto de autonomía; pero no se concibe sólo en términos de independencia entre poder civil y poder eclesiástico, sino que es la misma sociedad humana la que se constituye en principio y norma de sí misma. Semejante objetivo conllevaba la transición del absoluto religioso trascendente al absoluto sociopolítico inmanente, así como la sustitución de una norma moral fundamentada en Dios, por una norma moral puramente humana, legitimada por la razón individual o por el orden social. Ya Maquiavelo construye su sistema interpretativo de la política basándose en la idea de que la adquisición y la conservación del poder político es el valor supremo y absoluto de la vida. Y, dos siglos más tarde, Jean-Jacques Rousseau sacraliza el poder político como expresión de la voluntad general. Asímismo, Thomas Hobbes, James Mills y los enciclopedistas reducen la moral a la búsqueda del placer sensible y a la huida del dolor. Por último, en el siglo XIX, Fichte, Schelling y Hegel acaban por sacralizar a la sociedad y a sus dirigentes.

Como consecuencia de esta transformación de la idea de sociedad y de política, nace lo que Julien Benda y Raymond Aron han denominado «religiones de lo temporal», o «religiones seculares», que son lo que hoy llamamos simplemente «ideologías».

Raymond Aron daba la siguiente definición descriptiva de las religiones seculares: «son doctrinas que ocupan en el ánimo de nuestros contemporáneos el lugar de la fe cuando ésta desaparece, y que sitúan la salvación de la humanidad sobre la tierra en un futuro lejano, bajo la forma de un orden social que hay que construir» (L'âge des empires et l'avenir de la France, París 1945).

Esta definición pone bien de relieve los tres elementos básicos de que consta la ideología: sustitución, inmanencia y salvación.

La sustitución se refiere a la voluntad de que la política asuma las funciones de la religión; y supone, implícitamente, el deseo inextinguible que tiene el hombre de un absoluto. La inmanencia es una consecuencia de la sustitución: el horizonte humano se reduce a la vida terrena. Desaparecen los conceptos de eternidad y de más allá. Por ello la salvación, sobre la tierra, estaría intrínsecamente ligada a una realidad histórica. La clave única de la felicidad de la humanidad sería el orden social que el poder político se dispone a realizar.

De este paso de la trascendencia a la inmanencia nacen tres ideologías políticas: el liberalismo, el socialismo y el nacionalismo.

Igual que el socialismo, el nacionalismo es una ideología colectivista: el individuo está llamado a fundirse con el conjunto de la sociedad y a desaparecer en la colectividad divinizada. De acuerdo con este principio, tanto el socialismo como el nacionalismo buscan conquistar y ejercer el poder político como condición necesaria para la realización de su proyecto. Para lograr este objetivo, se intenta hacer mella en el elemento afectivo. Ésta podría ser la razón del éxito fulgurante del nacionalismo entre las gentes.

Fueron sobre todo en Italia y en Alemania donde la búsqueda del estado en la primera mitad del siglo XIX desembocó en una teorización ideológica del nacionalismo.

Los pensadores más famosos del Risorgimento italiano, Gioberti y Mazzini, están de acuerdo en la idea de que Italia está llamada a una misión histórica de primacía con respecto a las demás naciones. El pueblo italiano sería el «pueblo elegido», objeto de predilección divina, y con una misión de guía universal respecto al resto de la humanidad. Sin embargo, no se trata de un dominio alcanzado por la conquista bélica, sino de una irradiación de civilización, de cultura y de moralidad. Como se ve, no se trata de una sustitución, sino de una integración de la religión, para desembocar en una especie de nacionalismo de derecho divino.

Frente a la tendencia italiana, que supone la confirmación del cristianismo con un papel cultural y moral, en Alemania se propugna un auténtico panteísmo político.

Johann Gottlieb Fichte, uno de los teorizadores más importantes del nacionalismo alemán, pronuncia en Berlín, en el invierno del año 1807 al 1808, las célebres conferencias sobre la excelencia de la nación alemana, a la que asigna atributos propiamente divinos. ¿En qué se basa? Según su concepción, la nación alemana ha conservado una pureza original y un frescor específico, gracias a su lengua y a su cultura, no contaminadas por el mundo latino como en el caso de Francia. Las cualidades eminentes del pueblo alemán se fundan en los conceptos de «sangre» y de «raza». De lo cual se sigue una misión universal, porque el pueblo alemán posee, «de un modo más neto» que todos los demás pueblos modernos, «el germen de la perfectibilidad humana». Por ello, «en la historia de la humanidad, la potencia» pertenece al pueblo alemán. «Si vosotros desapareciérais —escribe Fichte a sus compatriotas— todo el género humano perdería la esperanza de poder salvarse un día de la hondura de sus males» (cf. Jean-Luc Chabot, Le Nationalisme: «Que sais-je?», PUF 1993, pp. 28-31).

Pero más allá de Fichte, es Hegel el que desarrolla un nacionalismo tremendamente estricto. Para él, en cada época histórica hay un Estado predestinado a ponerse a la cabeza de los otros, y a imponerles una civilización, por así decir, más avanzada. Éste sería bien pronto el Estado prusiano, encarnación política del Espíritu del mundo en su estadio dialéctico último. Para este Estado la conquista constituye una obligación, y todas las guerras que emprenda están justificadas por el mismo hecho de acabar en victoria; sus triunfos son al mismo tiempo el triunfo de la humanidad para el progreso de la civilización.

El nacionalismo se refuerza con la unificación de Alemania y la de Italia, pero su influjo no queda limitado de ningún modo a estas naciones. Por diversos motivos se propaga también a Francia y a Inglaterra, apareciendo en el momento de la Revolución. Comienza en este período una política de formación ideológica del pueblo, sobre todo por medio de la escuela, que se generaliza, y del ejército, con el reclutamiento universal y obligatorio. La enseñanza de la historia se convierte en una apología de la nación; se insiste en los héroes y en las batallas, y se ensalza el ejército como instrumento de salvación nacional. La patria se presenta como una divinidad maternal, objeto de piedad religiosa y filial. El símbolo preferencial de esta captación religiosa es, sin lugar a dudas, la bandera, que es objeto de un culto tanto civil como militar.

Esta moral difundida por la ideología condiciona de modo ostensible el comportamiento individual y social. La salvación de la humanidad reside —según esta opinión— en la superioridad de una nación sobre las otras. El corolario es la desigualdad entre los hombres, y la superioridad de los miembros de la propia nación. Dado que esta superioridad no es obvia desde el punto de vista objetivo, y dado que cada nación pretende poseerla desde su punto de vista subjetivo, se sigue como consecuencia una intolerancia recíproca según el criterio de la nacionalidad. Es éste el origen de la xenofobia. El bien supremo reside en la realización histórica de la propia nación; por ello, todo lo que pueda retardar esta plenitud se ve como un mal. Por ejemplo, la concurrencia de otras naciones, o la presencia sobre el suelo patrio de súbditos de otras naciones. De aquí nace una política estatal feroz que pretende asimilar las minorías nacionales.

Entre este amor exclusivo a la propia nación, tan próximo al odio de lo extranjero, y el racismo, no hay más que un paso. El materialismo subyacente agrava aún más la situación, porque las diferencias biológicas, étnicas y culturales se ven como desigualdades esenciales. De este modo, el énfasis se desliza lentamente de la nación a la raza, y de la moral religiosa a la ética del racismo.

3. Dos concepciones de la nación.

Es famoso el debate del siglo XIX sobre el concepto de nación. Se oponen dos tesis antagónicas que podemos denominar «subjetiva» y «objetiva» respectivamente. La primera domina en Francia, mientras que la segunda tiene su fuerte en Alemania y en Europa central.

En una conferencia pronunciada en la Sorbona en 1882, titulada «¿Qué es una nación?», Ernest Renan se erigía en defensor de la concepción «francesa», a saber, la concepción de la libre elección subjetiva, que fundamenta la nación en un conjunto de actos voluntarios expresados por los sujetos libres: «la nación es un alma, un principio espiritual, una conciencia moral creada por un enorme agregado de seres humanos, con un sano juicio y un corazón ardiente. La nación es un plebiscito cotidiano».

Es ésta una concepción voluntarista de la nación. En cuanto las personas dejasen de considerarse miembros de la nación, ésta dejaría de existir. Según esto, la nación no tendría ninguna realidad objetiva. Fundar la identidad nacional en la libre elección subjetiva parece que comporta el abandono de toda noción de identidad de grupo que distinga a un grupo dado de todos los demás, permitiendo distinguirlo como nación específica. En último análisis, la idea de Renan no tiene sentido. Una afirmación del tipo «soy francés» estaría vacía de sentido si no estuviera ligada a una noción determinada de qué es lo que significa «ser francés» (cf. John Breuilly, Il nazionalismo e lo stato, Il mulino 1995, p. 22).

Sin embargo, para hacer justicia habría que matizar el pensamiento de Renan. En el mismo discurso citado, apela al pasado común como elemento constitutivo de la nación:

«Una nación [...] es el resultado de un largo pasado de esfuerzos, de sacrificios y de desvelos; es tener unas glorias comunes en el pasado, una voluntad común en el presente; es haber hecho juntos grandes cosas, y tener el deseo de seguir realizándolas. Son éstas las condiciones esenciales de un pueblo» (Encyclopaedia Universalis, «Nation», vol. 11, p. 566).

A la nación fundada sobre el libre consentimiento humano, el pensamiento alemán contrapone una concepción de la nación fundada sobre la historia, la lengua común, y, poco después, la raza. Por tanto se trata de una definición de nación sobre la base de criterios externos que se consideran objetivos porque ponen en evidencia una serie de determinaciones independientes de la voluntad del sujeto.

Durante la guerra franco-prusiana de 1870, se enfrentan las dos concepciones del principio de nacionalidad a propósito de la Alsacia-Lorena, lo cual da pie a una famosa polémica entre dos grandes historiadores, Mommsen y Fustel de Coulanges. Mientras que Mommsen se remite a la geografía histórica, a la raza y a la lengua, Fustel de Coulanges sostiene que la patria es una «comunidad de ideas, de intereses, de afectos y de esperanzas».

Cien años después, las dos concepciones de nacionalidad perduran todavía claramente en la distinta actitud de ambos países ante el problema de la inmigración. Mientras que Alemania rechaza la asimilación de los trabajadores turcos, en Francia se considera que la voluntad de las comunidades musulmanas de desmarcarse del conjunto de la sociedad francesa, atenta contra la identidad nacional. Mientras que el gobierno de la República Federal da la prioridad, frente a los turcos, a los alemanes de Silesia, del Volga y de la Transilvania —es decir, comunidades que con frecuencia ignoran el alemán y tienen una relación arcaica con la «madre patria», Francia en cambio confiere la «nacionalidad» a todos los que se adhieran a los valores lingüísticos y culturales de la nación, independientemente del color de su piel (cf. Sergio Romano, Disegno della storia d'Europa dal 1789 al 1989, Longanesi, Milano 1991, pp. 82-83).

En diciembre de 1993, en el prólogo de la Cartilla de la nacionalidad que el Ministerio de Asuntos Sociales y de la Integración entrega a todos los nacionalizados franceses, el Presidente François Mitterrand escribía las siguientes palabras:

«A lo largo de los siglos, Francia ha acogido sobre su suelo a hombres y mujeres como vosotros, portadores de culturas diversas de la suya propia, que se han reconocido en sus valores y han aceptado sus usos y costumbres. Hoy os unís a nuestra comunidad nacional. En su seno, ejerceréis ahora la plenitud de los derechos civiles, y abrazaréis el conjunto de deberes de todo ciudadano francés».

Pero esta concepción —noble, sin duda, aunque utópica a veces— no era la que prevalecía en Europa a principios del siglo XX. Bajo el influjo del darwinismo, se produce el choque cultural del colonialismo, por el que el hombre europeo se encuentra con pueblos que son inferiores en el aspecto técnico y en el de los medios de producción, con una organización sociopolítica de tipo tribal. Ello produce un cambio en la relación entre nación y raza. A partir de este momento la raza tiende a convertirse en el elemento objetivo étnico-biológico, del cual la nación no seria sino la formulación aproximada. De este modo, el racismo proporciona un fundamento «científico» al nacionalismo ideológico.

El determinismo biológico del racismo encuentra su expresión acabada en el libro de Vacher de Lapouge, L'aryen et son rôle social, aparecido en 1899, que se inspira en el principio darwinista de la lucha por la supervivencia de la especie, y en la dicotomía hegeliana del amo y el esclavo. Según este autor, la raza se define por la morfología física de los individuos que la componen. De este modo, la raza aria, la de los señores, se caracteriza por estatura alta, pelo rubio, y un cráneo dolicocéfalo, mientras que los bajos, morenos y braquiocéfalos forman la raza de los esclavos (cf. Jean Luc Chabot, op. cit., p. 50).

Este tipo de racismo no es privativo de Alemania. Francia misma, a pesar de su concepción no determinista de la nación, no se libra de ella; el ejemplo más manifiesto de ello es el antisemitismo.

Sin embargo, el comunismo representa una excepción notable a esta corriente nacionalista generalizada, pues preconiza la solidaridad obrera por encima de las barreras nacionales. Así, Lenin escribía en 1913 en sus Notas críticas sobre la cuestión nacional: «El marxismo y el nacionalismo son irreconciliables. El marxismo busca la internacionalización, la fusión de todas las naciones en una unidad suprema». Para él el hecho nacional es algo fundamentalmente efímero, destinado a disolverse en el internacionalismo proletario, porque «los obreros no tienen patria». Pero en tanto que la nación siga existiendo, puede ser explotada con fines revolucionarios. De este modo, un militante comunista que pertenezca a una nación oprimida, debe hacer suyas las tesis nacionalistas para obtener la liberación de su país del yugo extranjero; y al revés, si pertenece a una nación imperialista, debe tomar una actitud antinacionalista en contra de su propio país. Pero en cualquier caso se trata de una actitud puramente táctica. Una vez lograda la independencia, el comunista se hace internacionalista, y lucha por la incorporación de su país a la Unión Soviética, la cual, como decía Stalin, es una «notable organización para la colaboración entre los pueblos, prefiguración viva de la unión futura de los pueblos, cuando los agrupe una única economía mundial».

Hoy podemos contemplar el efecto de esta actitud utópica. El comunismo no ha podido suprimir el sentimiento nacional, y no ha podido acercar a las diversas naciones entre sí, a pesar de sus pretensiones de internacionalismo socialista. Es más, su utopismo ha obstaculizado de hecho la creación de vínculos reales de respeto y de amistad entre los pueblos, y ha impedido solucionar los antiguos conflictos desde una base realista. Las consecuencias son, entre otras, la rampante guerra étnica en el corazón de los Balcanes, y la disgregación de la Unión Soviética, de Yugoslavia y de Checoslovaquia.

De este modo, después de la caída del comunismo, se ha hecho sentir de manera espectacular una fuerte necesidad de identidad nacional en toda Europa central y oriental.

Ciertamente, no se puede atribuir este estallido de los Estados solamente a los errores del comunismo. De hecho, pueblos como el esloveno y el croata ya hace mucho tiempo que vienen acariciando la idea de una independencia nacional, de modo que les ha bastado aprovechar los errores del régimen de Belgrado para acceder a un Estado soberano. Así, los errores ideológicos y políticos han servido de mera ocasión para realizar unas aspiraciones mucho más antiguas.

4. La Santa Sede y la cuestión nacional.

La actitud de la Santa Sede ante los movimientos nacionalistas ha seguido la línea definida por los Papas del siglo XX: no incitar lo más mínimo a la independencia y mantener ante estos problemas una prudencia extrema, hasta el punto de dar la impresión de querer mantener, en la medida de lo posible, el statu quo. Pero una vez alcanzada una situación en la que aparece con claridad que diversas gentes no pueden seguir viviendo en un mismo Estado a causa de conflictos sangrantes que se suman a las antiguas recriminaciones mutuas, la Santa Sede ha tomado una actitud valiente de apoyo a la independencia, en el convencimiento de que es la única vía posible para la paz.

Esto es lo que ya declaraba Pablo VI en 1973, a propósito de los conflictos de Angola y Mozambique: «Mientras no se reconozcan y se respeten debidamente los derechos de todos los pueblos, y en especial el derecho a la autodeterminación y a la independencia, no podrá haber una paz auténtica y duradera» (AAS 66 [1974] 21).

De acuerdo con este principio, la Santa Sede fue uno de los primeros estados que reconoció la independencia de Eslovenia y de Croacia —incluso antes que la Comunidad Europea—, un hecho sin precedentes en los anales de la diplomacia Pontificia.

Un significativo paso adelante en el problema de los derechos de las naciones lo representa el discurso del Papa Juan Pablo II en la Sede de las Naciones Unidas, el 5 de octubre de 1995. Es la primera vez que un Papa habla con una tal claridad de los derechos de las naciones, considerándolos como una consecuencia de los derechos del hombre. Hablando de «la Declaración universal de los derechos del hombre, adoptada en 1948», constata el Papa que «todavía no hay un análogo acuerdo internacional que afronte de modo adecuado los derechos de las naciones» (nº 6: L'Osservatore Romano. Edición semanal en lengua española, 27 [1995] 564). Y poco después afirma: «Presupuesto de los demás derechos de una nación es ciertamente su derecho a la existencia: nadie, pues, —un Estado, otra nación, o una organización internacional— puede pensar legítimamente que una nación no sea digna de existir» (ibidem, nº 8).

Es algo evidente, pero nadie hasta ahora lo había formulado con tanta autoridad y de un modo tan claro y preciso. De este derecho fundamental se desprende lógicamente que todo pueblo tiene derecho de dar a su vida socio-política la forma que mejor le convenga, ya sea como estado independiente, ya sea asociado a un grupo más amplio como un estado federal, de una confederación, o de un estado unitario con una amplia autonomía regional.

5. El amor cristiano a la patria.

Una vez establecidas estas premisas, hay que subrayar los deberes de las naciones con respecto a los demás pueblos y al resto de la humanidad.

«El primero de todos —afirma Juan Pablo II en el discurso a la ONU ya mencionado— es, ciertamente, el deber de vivir con una actitud de paz, de respeto y de solidaridad con las otras naciones» (ibidem, nº 8).

«En este contexto —continúa el Papa— es necesario aclarar la divergencia esencial entre una forma peligrosa de nacionalismo, que predica el desprecio por las otras naciones y culturas, y el patriotismo, que es, en cambio, el justo amor por el propio país de origen. Un verdadero patriotismo nunca trata de promover el bien de la propia nación en perjuicio de otras» (ibidem, nº 11).

El verdadero amor a la patria no sólo no debe ir en perjuicio de los demás países, sino que además debe ser exigente, crítico y perspicaz con respecto a su propia patria. Un amor ciego sería la idolatría de la patria, lo cual es inadmisible para un cristiano. Es verdad que el cristiano debe amar a su país, pero con un amor que no puede ser indiferente a los valores, que no acepta a su país tal y como es, con sus manchas y arrugas, sino que tiene la voluntad de transformarlo y de elevarlo. La patria que merece el amor del cristiano es la patria ideal, con los valores humanos y cristianos de los que es portadora la mejor tradición nacional: verdad, libertad, justicia, fraternidad, apertura a lo trascendente, grandeza de espíritu.

«Ninguna patria ha logrado nunca mostrarse digna a diario y en todos los aspectos de la imagen ideal de sí misma. Pero una nación que aceptara ver como se ensancha el foso que separa el ideal de la sórdida realidad, caería en una irremediable degradación. No hay cristiano que pueda aceptar un destino semejante para su patria. Las naciones grandes serán las que hayan sido menos infieles a este ideal inaccesible, por haber sabido rechazar la connivencia con el mal». (cf. Henri-Irénée Marrou, Crise de notre temps et réflexion chrétienne, Beauchesne, París 1978, pp. 186-187)

Es lo mismo que constataba para España Miguel de Unamuno a principios de este siglo: «No tendremos vida exterior poderosa y espléndida y gloriosa y fuerte mientras no encendamos en el corazón de nuestro pueblo el fuego de las eternas inquietudes. No se puede ser rico viviendo de mentira» (Vida de Don Quijote y Sancho: Ensayos 2, Aguilar 1966). Para un cristiano, el verdadero amor a la patria consiste en la lucha contra la mentira, la justicia y el egoísmo; contra la opresión en todas sus formas, contra el encerramiento en un horizonte intramundano; y, sobre todo, consiste en una apertura a Dios, que es el único que puede dar un sentido a la historia de las naciones.

(English)

Monsignor Franc Rodé makes the point that nationalism is back in the news. The Holy See has never favoured or promoted any form of nationalism, but it has respected the will of peoples and their right to self-determination. Worthy of note in this regard is the Pope's speech at the headquarters of the United Nations (5 October 1995), in which he makes a clear distinction between nationalism and patriotism. A Christian's love of country needs to be demanding and critical; it has to strive continually to establish and refine those values upheld by the best national tradition, and to open earthly horizons to those of the Spirit.

(Français)

Mgr Franc Rodé souligne que la question nationale est de nouveau d'actualité. Le Saint-Siège n'a pas favorisé ni inspiré les nationalismes, mais il a respecté la volonté des peuples et leur droit à l'autodétermination. Le discours du Pape au Siège des Nations Unies est très clair (5 octobre 1995) et distingue nettement le patriotisme du nationalisme. L'amour chrétien envers la patrie se doit d'être exigent et critique, regardant toujours à affermir et élever les valeurs de la meilleure tradition nationale, et à ouvrir les horizons terrestres aux perspectives de l'esprit.


CONCLUSIONES

Reproducimos a continuación la primera parte de la ponencia conclusiva del Cardenal Paul Poupard, pronunciada en la mañana del miércoles 25 de octubre. En ella, el Sr. Cardenal sintetiza las aportaciones principales de los conferenciantes durante las dos jornadas del Simposio.

PAUL Cardenal POUPARD

Excelentísimo Señor Arzobispo de Madrid, Monseñor Rouco Varela, y Señor Obispo Auxiliar, Monseñor Martínez. Queridos amigos.

Durante los dos últimos días hemos desarrollado una actividad notable de reflexión y de diálogo, de exposición y de discusión de los temas claves que han polarizado nuestra atención durante este Simposio. Ahora, en esta jornada conclusiva, trataremos de llegar a una síntesis, para que toda la riqueza de ideas y de propuestas que hemos podido saborear durante estos días, se sedimente, y pueda llegar a dar un fruto abundante. [...] Procedo con libertad, para resaltar sólo algunos de los muchos aspectos que se han tratado. [...]

1. El hecho cristiano y sus repercusiones para la cultura.

En su relación con la naturaleza, el hombre se aferra a la cultura para no perecer, para no naufragar. La cultura está constituida por el conjunto de factores que le permiten su realización en cuanto persona, la humanización de su vida. Sin embargo, hoy hemos llegado a un punto que se caracteriza por una gran debilidad cultural. Si en otras épocas el hombre ha recibido de la cultura el sentido, la finalidad y el arraigo de su vida, hoy corre el riesgo de perecer en la cultura que él mismo ha producido. Son características de esta crisis: el pensamiento débil, el odio a lo excelente, la incomprensión de la santidad.

En esta situación, los cristianos estamos llamados a presentar el cristianismo en su originalidad característica, viviendo su novedad en toda su frescura. Hoy como ayer, el cristianismo es capaz de encarnarse en las diversas culturas, y de producir una nueva unidad de los pueblos, una nueva Cristiandad. La vida cristiana es un manantial de fecundidad y de renovación, un impulso de dinamismo en todos los campos: el pensamiento, la acción, el arte y la santidad.

De la experiencia vivida brota la expresividad cultural de la fe. La revitalización de esta expresividad requiere fortalecer la conciencia de pertenencia radical a la Iglesia, que tanto se ha debilitado en los últimos tiempos. La institución es necesaria, porque preserva y garantiza la permanencia de la fe y de la herencia cristiana. El humus de la novedad cultural cristiana es la comunión de la Iglesia: es en el entorno institucional donde encontramos las trémulas chispas de trascendencia que nos es dado experimentar en nuestras vidas.

2. Fe y cultura en Europa al final de un milenio.

¿Cuáles son las mayores aportaciones del cristianismo a la cultura? Podemos resumirlas en una visión nueva de las tres grandes realidades que determinan la experiencia humana; es decir: Dios, el mundo, el hombre. El cristianismo implica una nueva cosmovisión, un cambio radical de mirada. Por la fe el hombre conoce a Dios como amor salvador que toma la iniciativa, que sale al encuentro del hombre que anda en su busca. «No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os elegí [a vosotros]» (Jn 15,16). Dios mismo busca al hombre: cercano, misericordioso, nos llama a participar de la filiación de su Hijo. Somos filii in Filio, hijos en el Hijo.

Para el cristianismo, el mundo es creación, y el tiempo es historia. El mundo no es divino, sino que es hechura de Dios, y Dios lo pone en las manos del hombre. El hombre tiene una misión en el mundo, una misión que viene de Dios. La conciencia de esta misión imprime un dinamismo singular en la cultura cristiana, y explica las grandes conquistas y descubrimientos de Occidente.

Este mundo, contra toda visión maniquea y gnóstica, es esencialmente bueno, amado por Dios, con una promesa de redención para llegar a ser nueva tierra y cielos nuevos. El cristiano tiene esperanza en la salvación del mundo, una salvación que incluye todas sus dimensiones. También la ecología tiene cabida en la solicitud de la Iglesia.

El tiempo cristiano es historia, tiene un principio y tendrá un fin. Se supera en el cristianismo el círculo del eterno retorno y se descubre la linealidad del tiempo, su progreso. Lo cual es una llamada a la responsabilidad: la historia no es la eternización del tedio. Cada momento tiene su novedad, su importancia y su exigencia. Cada instante es único, una ocasión de hacer lo que Dios ha confiado al hombre. El hombre tiene una responsabilidad personal ante Dios, ante este Dios que es persona y que ama personalmente como si cada uno fuera la única persona en el mundo. De esta conciencia nacen la civilización cristiana y la grandeza de los pueblos de Europa.

3. Cristianismo, moralidad, cultura.

La cultura es el estilo de vida que cristaliza en el conjunto de todos los actos del hombre, desde los más simples hasta los más sublimes. Es intrínseca a la cultura la exigencia de significado y de sentido, porque en ella se refleja la búsqueda de trascendencia del mismo hombre. En medio del horizonte humano de búsqueda, Dios toca el corazón del hombre, si éste lo sabe acoger con sinceridad y humildad. Es una revolución interior total, de la mente y del alma, de la voluntad y del corazón. Aquí radica precisamente la fuente de la creatividad cultural del cristianismo. En la Iglesia está presente la más poderosa fuerza de transformación del hombre y de las sociedades humanas. Sus medios evangélicos, fundados en las virtudes teologales, son humildes y pequeños, pero vencen al mundo.

El cristiano, por la gracia, es un hombre nuevo. Moral y fe se condicionan mutuamente. En la misma aceptación creyente está incluida la renovación moral; y sin una coherencia moral, se cae en las crisis de fe. Seguir a Jesús, ese Jesús que nos ha tocado el corazón, no es pesado; sus exigencias pueden superar a la naturaleza humana, pero nunca el poder de la gracia. De la renovación interior nace una cultura nueva, que es verdaderamente humana, pero que todo lo discierne por el Espíritu.

La cuestión fundamental que hoy se plantea, entre el crepúsculo de un milenio y el despuntar de otro, es la de la calidad de la fe y del comportamiento ético de los cristianos. Hay que redescubrir la novedad de la fe por el conocimiento existencial de Cristo, con un compromiso coherente, propio del testigo, que con fibra espiritual robusta está dispuesto a llegar hasta el martirio.

4. La persona humana, como el "valor" específicamente cristiano.

La dignidad de la persona humana es el sello de una cultura cristiana. La persona humana se despierta y madura en las relaciones de amistad: en el matrimonio, la familia, la nación. Estas relaciones constituyen alianzas originarias. El hombre es anterior a ellas, pero sólo en ellas llega a ser él mismo de modo pleno.

El hombre se realiza en el diálogo. Gracias a sus diferencias —por ejemplo la diferenciación sexual— se une a los demás. La esencia del diálogo humano está en el amor y el trabajo. El hombre se dona, y donándose se revela al otro. En este revelarse, el hombre descubre su propia identidad, que le indica la casa de donde proviene.

De la casa paterna se pasa a la edificación de la patria. Toda alianza originaria da inicio al trabajo y al amor. Este trabajo y este amor se realizan en un diálogo de promesas y esperanzas. El egoísmo produce aberraciones del amor verdadero: el matrimonialismo, el familiarismo, el nacionalismo. Estos encierran al hombre en sí mismo, en una búsqueda autodestructiva de su propia identidad.

En relación con las alianzas originarias, está el estado. El estado es una expresión de la cultura, y continúa el matrimonio, la familia, la nación. Pero puede también caer en un totalitarismo que obstaculice el progreso del hombre.

5. Estado, cristianismo y cultura en el momento actual.

El estado democrático se presenta hoy como incuestionable. Su fundamento radica en los derechos fundamentales de la persona, que justifican el estado de derecho estructurado como sistema democrático representativo. Sin embargo, el positivismo jurídico quita todo fundamento metafísico a los derechos de la persona, con lo cual resulta problemática la misma legitimación del estado.

Fenómenos tan característicos como el aborto o la eutanasia, suponen un agnosticismo deliberado respecto a la personalidad de verdaderos seres humanos, como lo son el embrión o el anciano. Se dice que no es posible saber si son o no personas, pero porque en el fondo no interesa saberlo. Sin embargo, la Declaración de Derechos Humanos que alcanzó el consenso de los estados después de la Segunda Guerra Mundial, reconoce que la dignidad de la persona humana sólo puede ser fundamentada en un ámbito que trascienda al derecho. Si el derecho trata de imponerse por sí mismo, independientemente de todo marco metafísico, religioso o moral, queda abierta la puerta a todas las aberraciones imaginables, y el estado tal y como lo conocemos corre el peligro de desmoronarse.

Ante esta situación de crisis, la Iglesia responde, en primer lugar, con una formulación renovada del principio de subsidariedad. Reconoce así la subjetividad de la sociedad, frente a un estado que tiende a una intromisión creciente en la vida social, y que se hace presente en todos los sectores de la vida de modo totalizante. Es éste uno de los problemas más graves con que se enfrenta Europa, el de una cultura política que hace abstracción de lo religioso, de lo popular y de lo histórico, llevando hacia el ateísmo a pueblos enteros.

Pero lo más significativo de la actitud de la Iglesia es el profundo respeto a la persona que queda consagrado en la Declaración sobre la libertad religiosa del Concilio Vaticano II Dignitatis humanae. Se trata de un progreso histórico, fundamentado en la libertad del acto de fe que la Iglesia siempre ha afirmado. El respeto de la Iglesia a la persona humana es sagrado. De ahí nace lo que la Iglesia reconoce como su misión más importante en su relación con el estado: custodiar y garantizar el carácter trascendente de la persona humana.

6. «Una relación no ideológica con la verdad»: verdad y tolerancia en la Ilustración, en la postmodernidad y en el cristianismo.

El término «tolerancia» se puede entender de dos formas. La primera es la que prevaleció durante la Ilustración, que está fuertemente marcada por el recuerdo de las guerras de religión. Se piensa que Europa tiene necesidad de una cierta unidad religiosa, que vendría de la religión natural; es decir, la que se fundamenta en la sola razón. La razón es el árbitro supremo; todo lo que sobrepase la razón humana —el orden sobrenatural, la Revelación— son opiniones particulares, y la actitud con respecto a ellas debe ser la tolerancia, pues carecen de toda importancia para la vida social. El haberles dado un valor absoluto fue precisamente lo que engendró el fanatismo.

La Ilustración mantenía una cierta idea de trascendencia del hombre y de un orden natural objetivo. Pero en cambio la religión natural, o religión de la razón, acabó siendo rechazada. Sólo permaneció la tolerancia, con la consecuencia de que toda afirmación se acaba considerando como relativa. El único absoluto es la misma tolerancia. En este contexto se plantea la cuestión de la verdad; y, en particular, de la verdad del hombre, normativa para el orden social. Es en este punto que se produce la crisis: la verdad se convierte en el resultado de un consenso. De este modo, se tambalean los valores básicos que sostienen a la democracia.

¿Cuándo se puede hablar de ideología? Cuando se da una utilización de la verdad en servicio de los fines del poder político, como instrumentum regni.

La Dignitatis humanae nos da los elementos principales que sirven de respuesta a la crisis. Son los siguientes:

a) La trascendencia de la persona en relación al orden político.

b) La limitación de las competencias del Estado.

c) El deber de la persona de buscar la verdad, que es un auténtico deber, pero ante Dios. Por su parte, el estado tiene el deber correlativo de respetar la libertad religiosa; es decir, la búsqueda de la verdad propia de cada persona. La fe no se puede imponer por la fuerza. Éste sería el segundo sentido del término «tolerancia», de carácter positivo.

d) Los medios para llevar a la verdad deben ser conformes a la verdad misma. El uso de la violencia y de la fuerza coercitiva no producen sino escándalo: ésta es la lección de la historia. «La verdad no se impone sino por la fuerza de la misma verdad, que penetra, con suavidad y firmeza a la vez, en las almas» (Concilio Ecuménico Vaticano II, Declaración sobre la libertad religiosa Dignitatis humanae, nº 1).

7. La cultura de la nación en perspectiva cristiana: la fe ante los nacionalismos contemporáneos.

La cuestión nacional está de nuevo de actualidad. El fenómeno se ha manifestado sobre todo después de la caída del comunismo, aunque el problema del nacionalismo se manifiesta también en la parte occiedental de Europa de manera menos dramática. ¿Cuál es la actitud de la Santa Sede frente al fenómeno? La Santa Sede no ha favorecido ni inspirado en modo alguno estos nacionalismos, pero ha respetado la voluntad de los pueblos y su derecho a la autodeterminación, reconociendo por ejemplo la independencia de ciertos países que habían proclamado su soberanía política.

En este sentido, se ha producido recientemente un hecho notable, que tendrá importantes consecuencias en el futuro: el discurso del Papa Juan Pablo II en la Sede de las Naciones Unidas el cinco de octubre de este año. Hablando de «la Declaración universal de los derechos del hombre, adoptada en 1948», constata el Papa que «todavía no hay un análogo acuerdo internacional que afronte de modo adecuado los derechos de las naciones» (nº 6: L'Osservatore Romano. Edición semanal en lengua española, 27 [1995] 564). Y añade: «nadie [...] puede pensar legítimamente que una nación no sea digna de existir» (Ibidem, nº 8). Establecidas estas premisas, el Papa subraya los deberes de las naciones con respecto a los demás pueblos y respecto al resto de la humanidad: «el primero de todos es, ciertamente, el deber de vivir con una actitud de paz, de respeto y de solidaridad con las otras naciones (Ibidem, nº 8)». Hay que señalar que el Papa distingue netamente entre nacionalismo y patriotismo. «Un verdadero patriotismo —dice— nunca trata de promover el bien de la propia nación en perjuicio de otras» (Ibidem, nº 11).

El amor a la patria debe ser siempre un amor exigente, crítico y perspicaz. Un amor ciego caería en la idolatría pagana. El cristiano ama a su país con un amor que no puede ser indiferente a los valores; no acepta su país tal y como es, sino que tiene la voluntad de transformarlo y de elevarlo. El cristiano ama a su patria con los valores humanos y cristianos de los que es portadora la mejor tradición nacional; luchando contra la mentira y la injusticia, abre los horizontes terrenos, a las perspectivas del espíritu, y a la comunión con Dios, que es el único que da un sentido a la historia de las naciones.

8. Conclusión.

Se ha escrito, con razón, que en la hora contemporánea «sobre Occidente pesa la losa del olvido de Dios» (Abelardo Lobato, O.P., «El "sentido moral" en situación de peligro en la cultura contemporánea», en Vertebración 7 [1994] nº 30, p. 8). No obstante, hoy como siempre,

«el desafío más central y más profundo, tanto para cada hombre en particular, como para la humanidad en general, es el desafío del Absoluto, la cuestión de la realidad y de la presencia de un Dios trascendente y personal, [un Dios] que sea el punto de referencia central en el corazón de toda cultura humana. Este desafío "por excelencia" se vive en todos los grandes ámbitos culturales por los que se caracteriza nuestro mundo, que se entrecruzan entre sí de diversas maneras y se influyen unos a otros: la cultura moderna, las culturas tradicionales y las culturas relacionadas con las grandes religiones no cristianas» (Paul Cardinal Poupard, «L'Église au défi des Cultures», en Culturas y Fe III-3 [1995] 16-17).

Como cristianos, nos planteamos este desafío desde una esperanza profunda, porque tenemos experiencia en nosotros mismos del influjo vivificador y santificador de la gracia, conocemos ya en nuestra persona la acción perfectiva y unificante de Cristo, y sabemos ya de la virtualidad callada de la sal evangélica, que tenemos ya el deleite de paladear. Tenemos una ardua tarea por delante. Pero, tal y como concluía el Santo Padre en su discurso a las Naciones Unidas, no tenemos que tener miedo. Es ésta la misma consigna con la que el Papa abría su Pontificado hace diecisiete años: «¡No temáis! ¡Abrid, más todavía, abrid de par en par las puertas a Cristo! [...] ¡No tengáis miedo!» (Homilía [22 de octubre de 1978]: Juan Pablo II: Enseñanzas al Pueblo de Dios, 1978, vol. I, pp. 82-83). Es el mismo mensaje en el que el Papa ha vuelto a insistir ante la asamblea de las naciones, y yo querría concluir mi exposición citando aquí sus palabras:

«Para que el milenio que está ya a las puertas pueda ser testigo de un nuevo auge del espíritu humano, favorecido por una auténtica cultura de la libertad, la humanidad debe aprender a vencer el miedo. Debemos aprender a no tener miedo, recuperando un espíritu de esperanza y confianza. La esperanza no es un vano optimismo, dictado por la confianza ingenua de que el futuro es necesariamente mejor que el pasado. Esperanza y confianza son la premisa de una actuación responsable y tienen su apoyo en el íntimo santuario de la conciencia, donde "el hombre está solo con Dios" (Const. past. Gaudium et spes, 16), y por eso mismo intuye que no está solo entre los enigmas de la existencia, porque está acompañado por el amor del Creador. [...]

«La respuesta al miedo que ofusca la existencia humana al final del siglo es el esfuerzo común por construir la civilización del amor, fundada en los valores universales de la paz, de la solidaridad, de la justicia y de la libertad. [...] No debemos tener miedo del futuro. No debemos tener miedo del hombre. [...] ¡Podemos y debemos hacerlo!» (Discurso ante la Asamblea general de las Naciones Unidas, nos 16 y 18, loc. cit., p. 565).

(English)

Cardinal Paul Poupard concluded the symposium with a synthesis of its principal contributions. Christian faith bears fruit in culture through the transformation which happens when Christ touches man's heart - this makes him a new man and gives him a new vision of the whole of reality: God, the world and humanity. The distinctive mark of a Christian culture is in its respect for the dignity of the human person. It is vital for our culture to recover the great lesson of the Second World War, which has slipped into oblivion today: the constitutional State will collapse unless the basis of the dignity of the human person transcends the juridical and political realm.

(Français)

Le Cardinal Paul Poupard conclut le symposium en résumant ses apports. La fécondité culturelle de la foi chrétienne naît de l'action transformante du Christ au coeur de l'homme, qui fait de lui un homme nouveau et lui donne une vue renouvelée de la réalité: Dieu, le monde, l'homme. Le trait distinctif d'une culture chrétienne réside dans le respect de la dignité de la personne humaine. Notre culture doit absolument retrouver les grandes leçons de la deuxième guerre mondiale qui tombent en oubli: la dignité de la personne humaine peut uniquement se fonder dans une optique qui dépasse l'ordre juridique et politique; autrement, l'état de droit est ruiné.


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