PONTIFICIO CONSEJO PARA LA FAMILIA JUBILEO DE LAS FAMILIAS TEMAS DE REFLEXION Y DIALOGO COMO PREPARACION AL III ENCUENTRO MUNDIAL DEL SANTO PADRE CON LAS FAMILIAS «LOS HIJOS, PRIMAVERA DE LA FAMILIA Y DE LA SOCIEDAD» Roma, 14-15 de octubre del 2000
ÍNDICE
En la aurora de la salvación, el nacimiento de un niño es proclamado como gozosa noticia: "Os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor" (Lc 2,10-11). El nacimiento del Salvador produce ciertamente esta "gran alegría"; pero la Navidad pone también de manifiesto el sentido profundo de todo nacimiento humano, y la alegría mesiánica constituye así el fundamento y realización de la alegría por cada niño que nace (cf. Jn 16,21). Si es cierto que un niño es la alegría no solo de sus padres, sino también de la Iglesia y de toda la sociedad, es cierto igualmente que en nuestros días muchos niños, por desgracia, sufren o son amenazados en varias partes del mundo: padecen hambre y miseria, mueren a causa de las enfermedades y de la desnutrición, perecen víctimas de la guerra, son abandonados por sus padres y condenados a vivir sin hogar, privados de una familia propia, soportan muchas formas de violencia y de abuso por parte de los adultos.
El Pontificio Consejo para la Familia se complace en presentar algunos temas de reflexión y de diálogo en preparación al III Encuentro Mundial del Santo Padre con las Familias ÂÂ Jubileo de las Familias, que tenderá lugar en Roma, el 14 y 15 de octubre del 2000, en el contexto del Gran Jubileo. El III Encuentro Mundial es continuación del primero, efectuado en Roma durante el Año de la Familia (1994) y del segundo, que tuvo lugar en Río de Janeiro en el 1997. La celebración del año 2000 reviste un carácter del todo particular, situándose en pleno Jubileo, en el momento histórico de la apertura al Tercer Milenio de la Era Cristiana. El lema inspirador: "Los hijos, primavera de la familia y de la sociedad" fue escogido en ocasión del Ángelus del domingo 27 de diciembre de 1998, fiesta de la Sagrada Familia. La Familia di Nazaret, expresó Su Santidad, "irradia una luz de esperanza también sobre la realidad de la familia de hoy". En Nazaret "brotó la primavera de la vida humana del Hijo de Dios, en el instante en que fue concebido por obra del Espíritu Santo en el seno virginal de María. Entre las paredes acogedoras de la casa de Nazaret, se desarrolló en un ambiente de alegría la infancia de Jesús...". Este misterio enseña por tanto "a toda familia a engendrar y educar a sus hijos, cooperando de modo admirable en la obra del Creador y dando al mundo, con cada niño, una nueva sonrisa". Los fichas que siguen, en número de 12, tienen la intención de desarrollar algunos de los temas más significativos relacionados con los niños, considerados como hijos, en su relación con los padres y con la familia, en el ámbito de la sociedad entera. Las propuestas presentadas, en forma sintética y fácil, reproponen temas fundamentales de la enseñanza de la Iglesia y han sido extraídas de los documentos más recientes, especialmente del Concilio Vaticano II y del Pontificado de Juan Pablo II. Estos subsidios pueden ser utilizados como guías por los agentes de pastoral familiar, en un encuentro de reflexión y de diálogo, a realizarse preferentemente en las asambleas familiares, adaptando los temas a las diversas culturas y a los contextos sociales locales. Estas asambleas familiares consisten en reuniones de algunas familias, padres e hijos, durante las cuales, con la ayuda de un guía se reflexiona sobre los temas propuestos. La estructura de cada reunión es muy sencilla: después de un canto para comenzar y de la oración del Padre Nuestro, se lee un trozo de las Sagradas Escrituras. Se pasa entonces a la lectura del tema y seguidamente el sacerdote o el guía pueden hacer una breve reflexión que introduzca al diálogo de los participantes y a la adopción de un compromiso. La reunión termina con la recitación del Ave María y la oración tomada de la Evangelium Vitae y con un canto final. Los temas de reflexión y diálogo son adecuados para la preparación del Jubileo de las Familias, sea para aquellos que llegarán a Roma para el 14 y 15 de octubre del 2000, como para aquellas familias que celebrarán su Jubileo en las respectivas Diócesis.
Canto inicial "Tú mis riñones has formado, me has tejido en el vientre de mi madre; yo te doy gracias por tantas maravillas: prodigio soy, prodigios son tus obras. Mi alma conocías cabalmente, y mis huesos no se te ocultaban, cuando era yo formado en lo secreto, tejido en las honduras de la tierra. Mi embrión tus ojos lo veían; en tu libro están inscritos todos los días que han sido señalados, sin que aún exista uno solo de ellos" (Sal 139,13-15). Reflexión Don para los padres. ¿Es verdad que el nuevo ser humano es un don para los padres? ¿Un don para la sociedad? Aparentemente nada parece indicarlo. El nacimiento de un ser humano parece a veces un simple dato estadístico. Ciertamente, el nacimiento de un hijo significa para los padres ulteriores esfuerzos, nuevas cargas económicas, otros condicionamientos prácticos. Estos motivos pueden llevarlos a la tentación de no desear otro hijo. En algunos ambientes sociales y culturales la tentación resulta más fuerte. El hijo, ¿no es, pues, un don? ¿Viene sólo para recibir y no para dar? He aquí algunas cuestiones inquietantes, de las que el hombre actual no se libra fácilmente. El hijo viene a ocupar un espacio, mientras parece que en el mundo cada vez haya menos. Pero, ¿es realmente verdad que el hijo no aporta nada a la familia y a la sociedad? ¿No es quizás una "partícula" de aquel bien común sin el cual las comunidades humanas se disgregan y corren el riesgo de desaparecer? ¿Cómo negarlo? El niño hace de sí mismo un don a los hermanos, hermanas, padres, a toda la familia. Su vida se convierte en don para los mismos donantes de la vida, los cuales no dejarán de sentir la presencia del hijo, su participación en la vida de ellos, su aportación a su bien común y al de la comunidad familiar. Verdad, ésta, que es obvia en su simplicidad y profundidad, no obstante la complejidad, y también la eventual patología, de la estructura psicológica de ciertas personas. Duda y perplejidad. El progreso científico-técnico, que el hombre contemporáneo acrecienta continuamente en su dominio sobre la naturaleza, no desarrolla solamente la esperanza de crear una humanidad nueva y mejor, sino que también promueve una angustia cada vez más profunda ante el futuro. Algunos se preguntan si es un bien vivir o si sería mejor no haber nacido; se duda de si es lícito llamar a otros a la vida, los cuales quizás maldecirán su existencia en un mundo cruel, cuyos terrores no son ni siquiera previsibles. Otros piensan que son ellos los únicos destinatarios de las ventajas de la técnica y excluyen a los demás, a los cuales imponen medios anticonceptivos o métodos aún peores. Otros todavía, cautivos como son de la mentalidad consumista y con la única preocupación de un continuo aumento de bienes materiales, acaban por no comprender, y por consiguiente rechazar la riqueza espiritual de una nueva vida humana. Ha nacido así una mentalidad contra la vida (anti-life mentality), un cierto pánico derivado de los estudios de ecólogos y futurólogos sobre la demografía, que a veces exageran el peligro que representa el incremento demográfico para la calidad de la vida. Sí a la vida. Pero la Iglesia cree firmemente que la vida humana, aunque débil y enferma, es siempre un don espléndido del Dios de la bondad. Contra el pesimismo y el egoísmo, que ofuscan el mundo, la Iglesia está en favor de la vida: y en cada vida humana sabe descubrir el esplendor de aquel "Sí", de aquel "Amén" que es Cristo mismo (Cfr. 2Cor 1,19; Ap 3,14). Al "no" que invade y aflige al mundo, contrapone este "Sí" viviente, defendiendo de este modo al hombre y al mundo de cuantos acechan y rebajan la vida. La Iglesia manifiesta su voluntad de promover con todo medio y defender contra toda insidia la vida humana, en cualquier condición o fase de desarrollo en que se encuentre. Por esto condena, como ofensa grave a la dignidad humana y a la justicia, todas aquellas actividades de los gobiernos o de otras autoridades públicas, que tratan de limitar de cualquier modo la libertad de los esposos en la decisión sobre los hijos. Reflexiones del sacerdote o del animador Diálogo
Compromisos Ave María, Reina de la Familia, ruega por nosotros Oración de la Evangelium Vitae Canto Final
2. Los hijos: signo y fruto del amor conyugal Canto inicial "La herencia de Yahveh son los hijos, recompensa el fruto de las entrañas....Dichoso el hombre que ha llenado de ellas su aljaba; no quedará confuso cuando tenga pleito con sus enemigos en la puerta" (Sal 127,3.5). Reflexión La imagen divina en el hombre. Dios, con la creación del hombre y de la mujer a su imagen y semejanza, corona y lleva a la perfección la obra de sus manos; los llama a una especial participación en su amor y al mismo tiempo en su poder de Creador y Padre, mediante su cooperación libre y responsable en la transmisión del don de la vida humana. El cometido fundamental de la familia es el servicio a la vida, el realizar a lo largo de la historia la bendición original del Creador, transmitiendo en la generación la imagen divina de hombre a hombre (Cfr. Gén 5,1-3). La fecundidad es el fruto y el signo del amor conyugal, el testimonio vivo de la entrega plena y recíproca de los esposos: El cultivo auténtico del amor conyugal y toda la estructura de la vida familiar que de él deriva, sin dejar de lado los demás fines del matrimonio, tienden a capacitar a los esposos para cooperar con fortaleza de espíritu con el amor del Creador y del Salvador, quien por medio de ellos aumenta y enriquece diariamente su propia familia. La fecundidad del amor conyugal no se reduce a la sola procreación de los hijos, aunque sea entendida en su dimensión específicamente humana: se amplía y se enriquece con todos los frutos de vida moral, espiritual y sobrenatural que el padre y la madre están llamados a dar a los hijos y, por medio de ellos, a la Iglesia y al mundo. La doctrina de la Iglesia sobre la transmisión de la vida se encuentra hoy en una situación social y cultural que la hace a la vez más difícil de comprender y más urgente e insustituible para promover el verdadero bien del hombre y de la mujer. Lógica del don. Cuando el hombre y la mujer, en el matrimonio, se entregan y se reciben recíprocamente en la unidad de "una sola carne", la lógica de la entrega sincera entra en sus vidas. Sin aquélla, el matrimonio sería vacío, mientras que la comunión de las personas, edificada sobre esa lógica, se convierte en comunión de los padres. Cuando transmiten la vida al hijo, un nuevo "tú" humano se inserta en la órbita del "nosotros" de los esposos, una persona que ellos llamarán con un nombre nuevo: "nuestro hijo...; nuestra hija...". "He adquirido un varón con el favor del Señor" (Gén 4,1), dice Eva, la primera mujer de la historia. Un ser humano, esperado durante nueve meses y "manifestado" después a los padres, hermanos y hermanas. El proceso de la concepción y del desarrollo en el seno materno, el parto, el nacimiento, sirven para crear como un espacio adecuado para que la nueva criatura pueda manifestarse como "don". Así es, efectivamente, desde el principio. ¿Podría, quizás, calificarse de manera diversa este ser frágil e indefenso, dependiente en todo de sus padres y encomendado completamente a ellos? El recién nacido se entrega a los padres por el hecho mismo de nacer. Su vida es ya un don, el primer don del Creador a la criatura. El hijo no es un derecho de los padres. El hijo no es un derecho sino un don. El don más excelente del matrimonio es una persona humana. El hijo no puede ser considerado como un objeto de propiedad, a lo que conduciría el reconocimiento de un pretendido «derecho al hijo». A este respecto, sólo el hijo posee verdaderos derechos: el de ser el fruto del acto específico del amor conyugal de sus padres, y tiene también el derecho a ser respetado como persona desde el momento de su concepción. Por tanto además de rechazar la fecundación heteróloga, la Iglesia es contraria desde el punto de vista moral a la fecundación homóloga in vitro, es decir entre los mismos esposos; ésta es en sí misma ilícita y contraria a la dignidad de la procreación y de la unión conyugal. Reflexiones del sacerdote o del animador Diálogo
Compromisos Ave María, Reina de la Familia, ruega por nosotros Oración de la Evangelium Vitae Canto Final
3. La dignidad eminente del niño Canto inicial "Fue enviado por Dios el ángel Gabriel a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la virgen era Maria......El ángel le dijo: ÂÂVas a concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús...ÂÂ. Maria respondió al ángel: ¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón? El ángel le respondió: ÂÂEl Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra....ÂÂ. Dijo Maria: ÂÂHe aquí la esclava del Señor; hágase en mi según tu palabra. ÂÂY el ángel, dejándola, se fue" (Lc 1,26 y ss). Reflexión El misterio del hombre. El misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación. Es, en efecto, la única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí misma. El origen del hombre no se debe sólo a las leyes de la biología, sino directamente a la voluntad creadora de Dios: voluntad que llega hasta la genealogía de los hijos e hijas de las familias humanas. Dios ha amado al hombre desde el principio y lo sigue amando en cada concepción y nacimiento humano. Dios ama al hombre como un ser semejante a él, como persona. Este hombre, todo hombre, es creado por Dios por sí mismo. Esto es válido para todos, incluso para quienes nacen con enfermedades o limitaciones. En la constitución personal de cada uno está inscrita la voluntad de Dios, que ama al hombre. Los padres, ante un nuevo ser humano, tienen o deberían tener plena conciencia de que Dios ama a este hombre por sí mismo. Esta expresión sintética es muy profunda. Desde el momento de la concepción y, más tarde, del nacimiento, el nuevo ser está destinado a expresar plenamente su humanidad, a encontrarse plenamente como persona. Esto afecta absolutamente a todos, incluso a los enfermos crónicos y los minusválidos. Ser hombre es su vocación fundamental; ser hombre según el don recibido; según el talento que es la propia humanidad y, después, según los demás talentos. Sin embargo, en el designio de Dios la vocación de la persona humana va más allá de los límites del tiempo. Dios quiere que el hombre participe de su misma vida divina. Por eso dice Cristo: "Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia" (Jn 10,10). Valor sagrado de la vida. El hombre está llamado a una plenitud de vida que va más allá de las dimensiones de su existencia terrena, ya que consiste en la participación de la vida misma de Dios. Lo sublime de esta vocación sobrenatural manifiesta la grandeza y el valor de la vida humana incluso en su fase temporal. En efecto, la vida en el tiempo es condición básica, momento inicial y parte integrante de todo el proceso unitario de la vida humana. Un proceso que, inesperada e inmerecidamente, es iluminado por la promesa y renovado por el don de la vida divina, que alcanzará su plena realización en la eternidad (cf. 1Jn 3,1-2). Reflexiones del sacerdote o del animador Diálogo
Compromisos Ave María, Reina de la Familia, ruega por nosotros Oración de la Evangelium Vitae Canto Final
4. Paternidad-maternidad, participación en la creación Canto inicial "Dijo luego Yahveh Dios: ÂÂNo es bueno que el hombre esté solo. Voy a hacerle una ayuda adecuada...ÂÂ. De la costilla que Yahveh Dios había tomado del hombre formó una mujer y la llevó ante el hombre. Entonces éste exclamó: ÂÂEsta vez sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne; ésta será llamada mujer, porque del varón ha sido tomadaÂÂ" (Gen 2,18.22-23). Reflexión A imagen y semejanza. El matrimonio y el amor conyugal están ordenados por su propia naturaleza a la procreación y educación de los hijos. Ellos son el don excelentísimo del matrimonio y contribuyen en gran modo al bien de los mismos padres. El mismo Dios, que dijo: "No es bueno que el hombre esté solo" (Gen 2,18) y "que los creó desde el principio varón y hembra" (Mt 19,4), queriendo comunicarles una participación especial en su propia obra creadora, los bendijo diciendo: "creced y multiplicaos" (Gen 1,28). Así pues, los cónyuges saben que son cooperadores del amor de Dios creador y son como sus intérpretes. Tal colaboración no se refiere sólo al aspecto biológico; sino más bien a que en la paternidad y maternidad humanas Dios mismo está presente de un modo diverso de como lo está en cualquier otra generación "sobre la tierra". En efecto, solamente de Dios puede provenir aquella "imagen y semejanza", propia del ser humano, como sucedió en la creación. La generación es, por consiguiente, la continuación de la creación. Colaboradores de Dios. Se trata pues de una participación del hombre en la soberanía de Dios que manifiesta también la responsabilidad específica que le es confiada en relación con la vida propiamente humana. Es una responsabilidad que alcanza su vértice en el don de la vida mediante la procreación por parte del hombre y la mujer en el matrimonio. Hablando de una participación especial del hombre y de la mujer en la obra creadora de Dios, el Concilio Vaticano II destaca cómo la generación de un hijo es un acontecimiento profundamente humano y altamente religioso, en cuanto implica a los cónyuges que forman "una sola carne" (Gen 2, 24) y también a Dios mismo que se hace presente. Precisamente en esta función como colaboradores de Dios que transmiten su imagen a la nueva criatura, está la grandeza de los esposos dispuestos a cooperar con el amor del Creador y Salvador, que por medio de ellos aumenta y enriquece su propia familia cada día más. Así, el hombre y la mujer unidos en matrimonio son asociados a una obra divina: mediante el acto de la procreación, se acoge el don de Dios y se abre al futuro una nueva vida. Sin embargo, más allá de la misión específica de los padres, el deber de acoger y servir la vida incumbe a todos y ha de manifestarse principalmente con la vida que se encuentra en condiciones de mayor debilidad. Todo lo que se hace a uno de ellos se hace a Cristo mismo (cf. Mt 25,31-46). Reflexiones del sacerdote o del animador Diálogo
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5. Responsabilidad en transmitir la vida y proteger los niños Canto inicial "Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios lo creó, macho y hembra los creó. Y bendíjolos Dios, y díjoles Dios: ÂÂSed fecundos y multiplicaos, y henchid la tierraÂÂ..." (Gen 1,27-28a). Reflexión El deber de transmitir la vida y educarla constituye la misión propia de los esposos. Dios, el Señor de la vida, ha confiado a los hombres esta insigne misión de proteger la vida y salvaguardarla con extremo cuidado. La índole sexual del hombre y su facultad generativa superan admirablemente los otros ordenes de la naturaleza. Tal misión de transmitir la vida y educar a los hijos no se limita a este mundo sino que mira al destino eterno de los hombres. Ser padre y madre. La paternidad y maternidad responsables expresan un compromiso concreto que en el mundo actual presenta nuevas características. En particular, la paternidad y maternidad se refieren directamente al momento en que el hombre y la mujer, uniéndose "en una sola carne", pueden convertirse en padres. Este momento tiene un valor muy significativo, tanto por su relación interpersonal como por su servicio a la vida. Ambos pueden convertirse en procreadores ÂÂpadre y madreÂÂ comunicando la vida a un nuevo ser humano. Las dos dimensiones de la unión conyugal, la unitiva y la procreativa, no pueden separarse artificialmente sin alterar la verdad íntima del mismo acto conyugal. El Concilio Vaticano II, particularmente atento al problema del hombre y de su vocación, afirma que la unión conyugal significada en la expresión bíblica "una sola carne" sólo puede ser comprendida y explicada plenamente recurriendo a los valores de la persona y de la entrega. Cada hombre y cada mujer se realizan en plenitud mediante la entrega sincera de sí mismo; y, para los esposos, el momento de la unión conyugal constituye una experiencia particularísima de ello. Es entonces cuando el hombre y la mujer, en la "verdad" de su masculinidad y femineidad, se convierten en entrega recíproca. Toda la vida del matrimonio es entrega, pero esto se hace singularmente evidente cuando los esposos, ofreciéndose recíprocamente en el amor, realizan aquel encuentro que hace de los dos "una sola carne" (Gen 2,24). Momento de especial responsabilidad. Ellos viven entonces un momento de especial responsabilidad, incluso por la potencialidad procreativa vinculada con el acto conyugal. En aquel momento, los esposos pueden convertirse en padre y madre, iniciando el proceso de una nueva existencia humana que después se desarrollará en el seno de la mujer. Es ella la primera que se da cuenta de que es madre y el hombre toma conciencia, mediante el testimonio de ella, de ser padre. El hombre debe reconocer y aceptar el resultado de una decisión que también ha sido suya. ¿Cómo podría el hombre no hacerse cargo de ello? Es necesario que ambos, el hombre y la mujer, asuman juntos, ante sí mismos y ante los demás, la responsabilidad de la nueva vida suscitada por ellos. Sexualidad responsable. Ser cooperadores de Dios en transmitir la vida comporta responsabilidad en el ejercicio de la sexualidad. Por razones justificadas, los esposos pueden querer espaciar los nacimientos de sus hijos. En este caso, deben cerciorarse de que su deseo no nace del egoísmo, sino que es conforme a la justa generosidad de una paternidad responsable. El carácter moral de la conducta, cuando se trata de conciliar el amor conyugal con la transmisión responsable de la vida, no depende sólo de la sincera intención y la apreciación de los motivos, sino que debe determinarse a partir de criterios objetivos, tomados de la naturaleza de la persona y de sus actos; criterios que conserven íntegro el sentido de la donación mutua y de la procreación humana. La continencia periódica, los métodos de regulación de nacimientos fundados en la auto observación y el recurso a los períodos infecundos son conformes a los criterios objetivos de la moralidad . En este contexto la pareja experimenta que la comunión conyugal es enriquecida por aquellos valores de ternura y afectividad, que constituyen el alma profunda de la sexualidad humana, incluso en su dimensión física. Reflexiones del sacerdote o del animador Diálogo
Compromisos Ave María, Reina de la Familia, ruega por nosotros Oración de la Evangelium Vitae Canto Final
Canto inicial "Se les presentó el Ángel del Señor, y la gloria del Señor los envolvió en su luz; y se llenaron de temor. El ángel les dijo: ÂÂNo temáis, pues os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo SeñorÂÂ" (Lc 2,9-11).
Reflexión
Debilidad y grandeza de la vida del niño. La vida humana, antes y después del nacimiento, se encuentra en una situación muy precaria. La existencia de cada individuo, desde su origen, está en el designio divino: "Antes de haberte formado yo en el seno materno, te conocía, y antes que nacieses, te tenía consagrado" (Jr 1,5): la existencia de cada individuo, desde sus orígenes, está en el plan de Dios. ¿Cómo se puede pensar que uno solo de los momentos del maravilloso proceso de formación de la vida pueda ser sustraído de la sabia y amorosa acción del Creador y dejado a merced del arbitrio del hombre? La revelación del Nuevo Testamento confirma del valor de la vida desde sus comienzos. El valor de la persona desde su concepción es celebrado vivamente en el encuentro entre la Virgen María e Isabel, y entre los dos niños que llevan en su seno. Son precisamente ellos, los niños, quienes revelan la llegada de la era mesiánica: en su encuentro comienza a actuar la fuerza redentora de la presencia del Hijo de Dios entre los hombres. "Bien pronto ÂÂescribe san AmbrosioÂÂ se manifiestan los beneficios de la llegada de María y de la presencia del Señor... Isabel fue la primera en oír la voz, pero Juan fue el primero en experimentar la gracia, porque Isabel escuchó según las facultades de la naturaleza, pero Juan, en cambio, se alegró a causa del misterio". Derechos que lo protegen. Todo hombre abierto sinceramente a la verdad y al bien puede llegar a descubrir en la ley natural escrita en su corazón (cf. Rm 2,14-15) el valor sagrado de la vida humana desde su inicio hasta su término, y afirmar el derecho de cada ser humano a ver respetado totalmente este bien primario suyo. En el reconocimiento de este derecho se fundamenta la convivencia humana y la misma comunidad política. Hoy una gran multitud de seres humanos débiles e indefensos, como son, concretamente, los niños aún o nacidos, está siendo atropellada en su derecho fundamental a la vida. La vida del hombre proviene de Dios, es su don, su imagen e impronta, participación de su soplo vital. Por tanto, Dios es el único señor de esta vida: el hombre no puede disponer de ella. De la sacralidad de la vida deriva su carácter inviolable, inscrito desde el principio en el corazón del hombre, en su conciencia. La vida del hombre es el mayor bien humano que todos hemos de proteger. Por ello la Declaración Universal de los Derechos Humanos dice que "Todo individuo tiene derecho a la vida" (art. 3), y la Carta de los Derechos de la Familia de la Santa Sede (1983) confirma que la "vida humana debe ser respetada y protegida absolutamente desde el momento de la concepción" (art. 4). Por tanto los "niños, tanto antes como después del nacimiento, tienen derecho a una especial protección y asistencia" (art. 4, d). Así pues el fruto de la generación humana desde el primer momento de su existencia exige el respeto incondicionado; es decir ser respetado y tratado como persona y reconocerle los derechos de persona, principalmente el derecho inviolable de todo ser humano inocente a la vida. En la familia, comunidad de personas, debe reservarse una atención especialísima al niño, desarrollando una profunda estima por su dignidad personal, así como un gran respeto y un generoso servicio a sus derechos. Esto vale respecto a todo niño, pero adquiere una urgencia singular cuando el niño es pequeño y necesita de todo, está enfermo, delicado o es minusválido. Todo cuanto se ha dicho de la dignidad de la persona humana se debe aplicar al niño aún no nacido, porque no es el nacimiento que le da la dignidad, sino el hecho de ser un individuo de naturaleza racional, y esto lo es desde el mismo momento de su concepción. Es ya entonces un ser al que Dios ama por sí mismo. Pero además, en este caso del no nacido, junto a la misma dignidad se une la mayor fragilidad. Reflexiones del sacerdote o del animador Diálogo
Compromisos Ave María, Reina de la Familia, ruega por nosotros Oración de la Evangelium Vitae Canto Final
7. Los niños ante la "cultura de la muerte" Canto inicial "Entonces Herodes, al ver que había sido burlado por los magos, se enfureció terriblemente y envió a matar a todos los niños de Belén y de toda su comarca, de dos años para abajo, según el tiempo que había precisado por los magos. Entonces se cumplió el oráculo del profeta Jeremías: Un clamor se ha oído en Ramá, mucho llanto y lamento: es Raquel que llora a sus hijos, y no quiere consolarse, porque ya no existen" (Mt 2,16-18). Reflexión Atentados a la vida que nace. Un género especial de atentados contra la vida son los relativos a la vida naciente: presentan caracteres nuevos respecto al pasado y suscitan problemas de gravedad singular, por el hecho de que tienden a perder, en la conciencia colectiva, el carácter de "delito" y tienden a asumir paradójicamente el de "derecho", hasta el punto de pretender un verdadero y propio reconocimiento legal por parte del Estado y la sucesiva ejecución mediante la intervención gratuita de los mismos agentes sanitarios. Estos atentados golpean la vida humana en situaciones de máxima precariedad, cuando está más privada de toda capacidad de defensa. Aun más grave es el hecho de que tantos de estos delitos se produzcan precisamente dentro y por obra de la familia, que constitutivamente está llamada a ser el "santuario de la vida". Estamos frente a una verdadera y auténtica estructura de pecado, caracterizada en muchos casos como verdadera "cultura de muerte". Se puede hablar, en cierto sentido, de una guerra de los poderosos contra los débiles. Contracepción y contraceptivos abortivos. Se afirma con frecuencia que la anticoncepción, segura y asequible a todos, es el remedio más eficaz contra el aborto. Pero los contravalores inherentes a la "mentalidad anticonceptiva" son tales que hacen más fuerte esta tentación, ante la eventual concepción de una vida no deseada. De hecho, la cultura abortista está más desarrollada justo en los ambientes que promueven la anticoncepción. Ciertamente la anticoncepción y el aborto, desde el punto de vista moral, son males específicamente distintos. Pero en muchísimos casos están íntimamente relacionados, como los frutos de una misma planta; tienen las mismas raíces. Así, la vida que puede brotar del encuentro sexual se convierte en el enemigo que hay que evitar absolutamente a través de la anticoncepción y si es necesario con el aborto. La estrecha conexión que, como mentalidad, existe entre la práctica de la anticoncepción y la del aborto se manifiesta cada vez más en la preparación de productos químicos, dispositivos intrauterinos y "vacunas" que, distribuidos con la misma facilidad que los anticonceptivos, actúan en realidad como abortivos en las primerísimas fases de desarrollo de la vida del nuevo ser humano. La procreación artificial. Las diversas técnicas de "procreación artificial" o "fecundación artificial" dan pie a nuevos atentados contra la vida. Más allá del hecho de que son moralmente inaceptables, desde el momento en que separan la procreación del contexto unitivo propio del acto conyugal, estas técnicas registran un alto porcentaje de "fracaso". Además, se producen con frecuencia embriones en número superior al necesario para su implantación en el seno de la mujer, y estos así llamados "embriones supernumerarios" son posteriormente suprimidos o utilizados para investigaciones. Con estos procedimientos la vida y la muerte quedan sometidas a la decisión del hombre, que de este modo termina por constituirse en dador de la vida y de la muerte por encargo. Reflexiones del sacerdote o del animador Diálogo
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8. La gravedad del crimen del aborto Canto inicial "¡Dilúyanse como aguas que se pasan, púdranse como hierba que se pisa, como limaco que marcha deshaciéndose, como aborto de mujer que no contempla el sol! ¡Antes que espinas echen, como la zarza, verde o quemada, los arrebate el torbellino!" (Sal 58,8-10) Reflexión Delito ignominioso. Entre todos los delitos que el hombre puede cometer contra la vida, el aborto procurado presenta características que lo hacen particularmente grave e ignominioso. El Concilio Vaticano II lo define, junto con el infanticidio, como "crimen nefando". Hoy, sin embargo, la percepción de su gravedad se ha ido debilitando progresivamente en la conciencia de muchos. La aceptación del aborto en la mentalidad, en las costumbres y en la misma ley es señal evidente de una peligrosísima crisis del sentido moral, que es cada vez más incapaz de distinguir entre el bien y el mal, incluso cuando está en juego el derecho fundamental a la vida. Ante una situación tan grave, se requiere el valor de mirar de frente a la verdad y de llamar a las cosas por su nombre, sin ceder a compromisos de conveniencia o a la tentación de autoengaño. La gravedad moral del aborto procurado se manifiesta en toda su verdad si se percibe que se trata de un homicidio y, en particular, si se consideran las circunstancias específicas que lo cualifican. Quien es eliminado es un ser humano que comienza a vivir, es decir, lo más inocente en absoluto que se pueda imaginar: ¡jamás podrá ser considerado un agresor, y menos aún un injusto agresor! "Interrupción del embarazo". Resuena categórico el reproche del Profeta: "¡Ay, los que llaman al mal bien, y al bien mal!; que dan oscuridad por luz, y luz por oscuridad" (Is 5,20). Precisamente en el caso del aborto se percibe la difusión de una terminología ambigua, como "interrupción del embarazo", que tiende a ocultar su verdadera naturaleza y a atenuar su gravedad en la opinión pública. Quizás este mismo fenómeno lingüístico sea síntoma del malestar de las conciencias. Pero ninguna terminología puede cambiar la realidad de las cosas: el aborto procurado, como quiera que se realice, es la eliminación deliberada y directa de un ser humano en la fase inicial de su existencia, que va de la concepción al nacimiento. En muchas ocasiones la opción del aborto tiene para la madre un carácter dramático y doloroso, en cuanto que la decisión de deshacerse del fruto de la concepción no se toma por razones puramente egoístas o de conveniencia, pero ningún motivo aunque sea grave y dramático, puede justificar la eliminación deliberada de un ser humano inocente. El diagnóstico prenatal que respeta la vida y la integridad del embrión y del feto humano y se orienta hacia su custodia o hacia su curación es moralmente lícito. Pero se opondrá gravemente a la ley moral cuando contempla la posibilidad, en dependencia de los resultados, de provocar un aborto. Por consiguiente, cuantos solicitasen o interviniesen en tal diagnóstico con la decidida intención de proceder al aborto en el caso de que se confirmase la existencia de una malformación o anomalía, cometerían una acción gravemente ilícita. Responsabilidad de otros. En la decisión sobre la muerte del niño aún no nacido, además de la madre, intervienen con frecuencia otras personas. Ante todo, puede ser culpable el padre del niño, no sólo cuando induce expresamente a la mujer al aborto, sino cuando la deja sola ante los problemas del embarazo. Otras veces las presiones provienen de un contexto más amplio de familiares y amigos. También son responsables los médicos y el personal sanitario cuando ponen al servicio de la muerte la competencia adquirida para promover la vida, los legisladores que han promovido leyes que amparan el aborto y los administradores de las estructuras sanitarias utilizadas para practicarlos. Una responsabilidad no menos grave afecta a las instituciones internacionales, fundaciones y asociaciones que luchan sistemáticamente por la legalización y la difusión del aborto en el mundo. Reflexiones del sacerdote o del animador Diálogo
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9. Hijos, huérfanos de padres vivos Canto inicial "Por eso dejará el hombre a su padre y su madre y se unirá a su mujer, y los dos se harán una sola carne" (Mt 19,5). Reflexión Graves daños para los hijos. El divorcio adquiere también su carácter inmoral a causa del desorden que introduce en la célula familiar y en la sociedad. Este desorden entraña daños graves: para el cónyuge, que se ve abandonado; para los hijos, traumatizados por la separación de los padres, y a menudo viviendo en tensión a causa de sus padres; por su efecto contagioso, que hace de él una verdadera plaga social. Conviene, pues, que la sociedad humana, y en ella las familias, que a menudo viven en un contexto de lucha entre la civilización del amor y sus antítesis, busquen su fundamento estable en una justa visión del hombre y de lo que determina la plena «realización» de su humanidad. Ciertamente contrario a la civilización del amor es el llamado «amor libre», tanto o más peligroso porque es presentado frecuentemente como fruto de un sentimiento «verdadero», mientras de hecho destruye el amor. ¡Cuántas familias se han disgregado precisamente por el «amor libre»! En cualquier caso, seguir el «verdadero» impulso afectivo, en nombre de un amor «libre» de condicionamientos, en realidad significa hacer al hombre esclavo de aquellos instintos humanos, que santo Tomás llama «pasiones del alma». El «amor libre» explota las debilidades humanas dándoles un cierto «marco» de nobleza con la ayuda de la seducción y con el apoyo de la opinión pública. Se trata así de «tranquilizar» las conciencias, creando una «coartada moral». Sin embargo, no se toman en consideración todas sus consecuencias, especialmente cuando, además del cónyuge, sufren los hijos, privados del padre o de la madre y condenados a ser de hecho huérfanos de padres vivos. Enraizada en la donación personal y total de los cónyuges y exigida por el bien de los hijos, la indisolubilidad del matrimonio halla su verdad última en el designio que Dios ha manifestado en su Revelación: Él quiere y da la indisolubilidad del matrimonio como fruto, signo y exigencia del amor absolutamente fiel que Dios tiene al hombre y que el Señor Jesús vive hacia su Iglesia. Una familia para quien carece de ella. Las familias cristianas se abran con disponibilidad a la adopción y acogida de aquellos hijos que están privados de sus padres o han sido abandonados. Esos niños, encontrando el calor afectivo de una familia, podrán experimentar la cariñosa y solícita paternidad de Dios y crecer con serenidad y confianza en la vida. Los huérfanos y los hijos privados de la asistencia de sus padres o tutores deben gozar de una protección especial por parte de la sociedad. En lo referente a la tutela o adopción, el Estado debe procurar una legislación que facilite a las familias idóneas acoger a los niños que tengan necesidad de cuidado temporal o permanente y que al mismo tiempo respete los derechos naturales de los padres. Los esposos que viven la experiencia de la esterilidad física, deberán orientarse hacia esta perspectiva, rica para todos en valor y exigencias. Las familias cristianas, que reconocen a todos los hombres como hijos del Padre común de los cielos, irán al encuentro de los hijos de otras familias, sosteniéndoles y amándoles como miembros de la única familia de los hijos de Dios. Los padres cristianos podrán así ensanchar su amor más allá de los vínculos de la carne y de la sangre, estrechando los lazos que se basan en el espíritu y que se desarrollan en el servicio concreto a los hijos de otras familias, a menudo necesitados incluso de los más necesario. Reflexiones del sacerdote o del animador Diálogo
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10. El derecho de los niños a ser amados, acogidos y educados en familia Canto inicial "Hijos, obedeced a vuestros padres en el Señor; porque esto es justo. Honra a tu padre y a tu madre, tal es el primer mandamiento que lleva consigo una promesa: para que seas feliz y se prolongue tu vida sobre la tierra. Padres, no exasperéis a vuestros hijos, sino formadlos más bien mediante la instrucción y la corrección según el Señor" (Ef 6,1-4). Reflexión Escuela de humanidad. La familia es escuela del más rico humanismo. Para que pueda lograr la plenitud de su vida y misión, se requiere un clima de benévola comunicación y unión de propósitos entre los cónyuges y una cuidadosa cooperación como padres. Contribuye mucho la presencia del padre y es insustituible el cuidado y la atención en el hogar de la madre especialmente para los hijos menores. La tarea educativa de la familia tiene sus raíces en la participación en la obra creadora de Dios. Puesto que han dado la vida a los hijos, tienen la gravísima obligación de educar a la prole, y por tanto hay que reconocerlos como primeros y principales educadores de sus hijos. Este deber de la educación familiar es de tanta trascendencia que difícilmente puede suplirse. Es, pues, deber de los padres crear un ambiente de familia animado por el amor, por la piedad hacia Dios y hacia los hombres, que favorezcan la educación íntegra personal y social de los hijos. La familia es la primera escuela de las virtudes sociales y del más rico humanismo, que todas las sociedades necesitan. Primeros y principales educadores. El derecho-deber educativo de los padres se califica como esencial, relacionado como está con la transmisión de la vida humana; como original y primario, respecto al deber educativo de los demás, por la unicidad de la relación de amor que subsiste entre padres e hijos; como insustituible e inalienable y que, por consiguiente, no puede ser totalmente delegado o usurpado por otros. Pero el elemento más radical, que determina el deber educativo de los padres, es el amor paterno y materno que encuentra en la acción educativa su realización, al hacer pleno y perfecto el servicio a la vida. El amor de los padres se transforma de fuente en alma, y por consiguiente, en norma, que inspira y guía toda la acción educativa concreta, enriqueciéndola con los valores de dulzura, constancia, bondad, servicio, desinterés, espíritu de sacrificio, que son el fruto del más precioso del amor. Para los padres cristianos la misión educativa tiene una fuente nueva y específica en el sacramento del matrimonio que los consagra a la educación propiamente cristiana de los hijos, es decir los llama a participar de la misma autoridad y amor de Dios Padre y de Cristo Pastor, así como también del amor materno de la Iglesia para ayudar en el crecimiento humano y cristiano de los hijos. Los padres son, pues, los primeros y principales educadores de sus propios hijos, y en este campo tienen incluso una competencia fundamental: son educadores por ser padres. Comparten su misión educativa con otras personas e instituciones, como la Iglesia y el Estado. Sin embargo, esto debe hacerse siempre aplicando correctamente el principio de subsidiariedad. Esto implica la legitimidad e incluso el deber de una ayuda a los padres. En efecto, los padres no son capaces de satisfacer por sí solos las exigencias de todo el proceso educativo, especialmente lo que atañe a la instrucción y al amplio sector de la socialización. Cualquier otro colaborador en el proceso educativo debe actuar en nombre de los padres, con su consentimiento y, en cierto modo, incluso por encargo suyo. Valores esenciales. Los padres deben formar a los hijos con confianza y valentía en los valores esenciales de la vida humana. Deben ayudarles a crecer en una justa libertad ante los bienes materiales, adoptando un estilo de vida sencillo y austero, convencidos de que el hombre vale más por lo que es que por lo que tiene. Frente a los diversos individualismos y egoísmos, deben enriquecerse con el sentido de la verdadera justicia, el respeto de la dignidad personal de cada uno, y más aun el sentido del verdadero amor, la solicitud sincera y servicio desinteresado hacia los demás, especialmente a los más pobres y necesitados. Reflexiones del sacerdote o del animador Diálogo
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11.Educación sexual del niño: verdad y significado Canto inicial "Por lo demás, hermanos, todo cuanto hay de verdadero, de noble, de justo, de puro, de amable, de honorable, todo cuanto sea virtud y cosa digna de elogio, todo eso tenedlo en cuenta" (Fil 4,8). Reflexión La educación para el amor. La educación para el amor como don de sí constituye también para los padres la premisa indispensable para una educación sexual clara y delicada. El servicio educativo de los padres debe basarse sobre una cultura sexual que sea verdadera y plenamente personal superando una cultura que banaliza en gran parte la sexualidad humana, porque la interpreta y la vive de manera reductiva y empobrecida, relacionándola únicamente con el cuerpo y el placer egoísta. En efecto, la sexualidad es una riqueza de toda persona -cuerpo, sentimiento y espíritu- y manifiesta su significado íntimo al llevar la persona hacia el don de sí misma en el amor. Este derecho y deber fundamental de los padres, debe realizarse siempre bajo su dirección solícita, tanto en casa como en los centros educativos elegidos y controlados por ellos. La escuela observa la ley de la subsidiaridad, cuando coopera en la educación sexual, situándose en el espíritu mismo que anima a los padres. Es del todo irrenunciable la educación para la castidad como virtud que desarrolla la auténtica madurez de la persona y la hace capaz de respetar y promover el significado esponsal del cuerpo. Más aun, los padres cristianos reserven una atención y cuidado especial a la educación para la virginidad, como forma suprema del don de uno mismo. Esta educación debe llevar a los hijos a conocer y estimar los valores éticos y sus normas morales como garantía necesaria para un crecimiento personal y responsable en la sexualidad humana. Un sistema de información sexual separado de los principios morales, tan frecuentemente difundido, no es más que una introducción y estímulo a la experiencia del placer, y abre el camino al vicio desde los años de la inocencia. Dificultad del ambiente cultural. En nuestra época se manifiesta una profunda crisis de la verdad y en primer lugar, crisis de conceptos. Los términos "amor", "libertad", "entrega sincera" e incluso "persona", "derechos de la persona", ¿significan realmente lo que por su naturaleza contienen? Solamente si la verdad sobre la libertad y la comunión de las personas en el matrimonio y en la familia recupera su esplendor, empezará verdaderamente la edificación de la civilización del amor. El utilitarismo es una civilización basada en producir y disfrutar; una civilización de las "cosas" y no de las "personas". La mujer puede llegar a ser un objeto para el hombre, los hijos un obstáculo para los padres, la familia una institución que dificulta la libertad de sus miembros. Para convencerse de ello, basta examinar ciertos programas de educación sexual, introducidos en las escuelas, a menudo contra el parecer y las protestas de muchos padres; o bien las corrientes abortistas, que en vano tratan de esconderse detrás del llamado "derecho de elección" (pro choice). El llamado "sexo seguro", propagado por la civilización técnica, es en realidad, bajo el aspecto de las exigencias globales de la persona, radicalmente no-seguro, e incluso gravemente peligroso. La verdad, sólo la verdad, prepara para un amor "hermoso". Un amor reducido sólo a satisfacción de la concupiscencia (cfr. 1Jn 2,16) o a un recíproco uso del hombre y de la mujer, hace a las personas esclavas de sus debilidades. Ciertos "programas culturales" modernos favorecen esta esclavitud; "juegan" con las debilidades del hombre, haciéndolo más débil e indefenso. Preparar para la relación con los otros. No hay que descuidar, en el contexto de la educación, la cuestión esencial del discernimiento de la vocación y, en éste, la preparación para la vida matrimonial, en particular. En efecto, no hay que olvidar que la preparación para la futura vida de pareja es cometido sobre todo de la familia. Ciertamente la preparación remota comienza desde la infancia, en la juiciosa pedagogía familiar, orientada a conducir a los niños a descubrirse a sí mismos como seres dotados de una rica y compleja sicología y de una personalidad particular con sus fuerzas y debilidades. Es el periodo en que se imbuye la estima por todo auténtico valor humano, tanto en las relaciones interpersonales como en las sociales, con todo lo que significa para la formación del carácter, para el dominio y recto uso de las propias inclinaciones, para el modo de considerar y encontrar a las personas del otro sexo. Reflexiones del sacerdote o del animador Diálogo
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12. El derecho de los hijos a ser educados en la fe Canto inicial "Así que cumplieron todas las cosas según la Ley del Señor, volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño crecía y se fortalecía, llenándose de sabiduría; y la gracia de Dios estaba sobre él" (Lc 2,39-40). Reflexión Gratuidad y educación en la fe. El santo Bautismo es el fundamento de toda la vida cristiana, el pórtico de la vida en el espíritu («vitae spiritualis ianua») y la puerta que abre el acceso a los otros sacramentos. Por el Bautismo somos liberados del pecado y regenerados como hijos de Dios, llegamos a ser miembros de Cristo y somos incorporados a la Iglesia y hechos partícipes de su misión. La pura gratuidad de la gracia de la salvación se manifiesta particularmente en el bautismo de niños. Por tanto, la Iglesia y los padres privarían al niño de la gracia inestimable de ser hijo de Dios si no le administraran el Bautismo poco después de su nacimiento. Los padres cristianos deben reconocer que esta práctica corresponde también a su misión de alimentar la vida que Dios les ha confiado. Los padres a través de la educación cristiana ayudan a que los propios hijos se hagan más conscientes cada día del don recibido de la fe, mientras se inician gradualmente en el conocimiento del misterio de la salvación, se forman para vivir según el hombre nuevo en justicia y santidad de verdad y contribuyen al crecimiento del Cuerpo místico. La misión de la educación exige que los padres cristianos propongan a los hijos todos los contenidos que son necesarios para la maduración gradual de su personalidad desde un punto de vista cristiano y eclesial. La misión educativa comporta que la familia transmita e irradie el Evangelio, hasta el punto de que la misma vida de familia se hace itinerario de fe y, en cierto modo, iniciación cristiana y escuela de los seguidores de Cristo. En la familia todos los miembros evangelizan y son evangelizados. Evangelización en la familia. En virtud del ministerio de la educación los padres, mediante el testimonio de su vida, son los primeros mensajeros del Evangelio ante los hijos. Es más, rezando con los hijos, dedicándose con ellos a la lectura de la Palabra de Dios e introduciéndolos en la intimidad del Cuerpo de Cristo mediante la iniciación cristiana, llegan a ser más plenamente padres. Por tanto uno de los campos en los que la familia es insustituible es ciertamente el de la educación religiosa, gracias a la cual la familia crece como "iglesia doméstica". La educación religiosa y la catequesis de los hijos sitúan a la familia en el ámbito de la Iglesia como un verdadero sujeto de evangelización y de apostolado. Se trata de un derecho relacionado íntimamente con el principio de la libertad religiosa. Ayuda de otras instituciones. Las familias, y más concretamente los padres, tienen la libre facultad de escoger para sus hijos un determinado modelo de educación religiosa y moral, de acuerdo con las propias convicciones. Pero incluso cuando confían estos cometidos a instituciones eclesiásticas o a escuelas dirigidas por personal religioso, es necesario que su presencia educativa siga siendo constante y activa. A fin de que los padres cristianos puedan cumplir dignamente su ministerio educativo, el Estado y la Iglesia tienen la obligación de dar a las familias todas las ayudas posibles, a fin de que puedan ejercer adecuadamente sus funciones educativas. Se subraya la exigencia de una particular solidaridad entre las familias, que puede expresarse mediante diversas formas organizativas como las asociaciones de familias para las familias. Es importante que las familias traten de construir entre ellas lazos de solidaridad. Esto, sobre todo, les permite prestarse mutuamente un servicio educativo común: los padres son educados por medio de otros padres, los hijos por medio de otros hijos. Se crea así una peculiar tradición educativa, que encuentra su fuerza en el carácter de la familia "iglesia doméstica". Reflexiones del sacerdote o del animador Diálogo
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