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La Peregrinación

en el Gran Jubileo del Año 2000

Introducción
I. La peregrinación de Israel
II. La peregrinación de Cristo
III. La peregrinación de la Iglesia
IV. La peregrinación hacia el tercer Milenio
V. La peregrinación de la humanidad
VI. La peregrinación del cristiano hoy
Conclusión

 

INTRODUCCIÓN

1. «Ante ti somos emigrantes y extranjeros, igual que nuestros padres» (1). Las palabras del rey David en presencia del Señor trazan el perfil humano, no sólo del hombre bíblico, sino de toda persona. El «camino» es símbolo de la existencia que se expresa en una múltiple gama de acciones como la partida y el regreso, la entrada y la salida, la subida y la bajada, el camino y el descanso. Apenas hace su ingreso el hombre en la escena del mundo, camina buscando siempre nuevas metas, oteando el horizonte terreno y tendiendo hacia el infinito: navega ríos y mares, sube a las montañas sagradas, en cuya cima idealmente la tierra toca el cielo, recorre incluso el tiempo con hitos de fechas santas, siente el nacimiento como ingreso en el mundo y la muerte como salida para entrar en el seno de la tierra o para ser llevado a las regiones divinas.

2. La peregrinación, que se hace signo del estado de los discípulos de Cristo en este mundo (2), ha ocupado siempre un lugar importante en la vida del cristiano.
A lo largo de la historia, el cristiano se ha puesto en camino para celebrar su fe en los lugares que señalan la memoria del Señor o en aquellos que representan momentos importantes de la historia de la Iglesia. Ha visitado los santuarios que honran a la Madre de Dios y los que mantienen vivo el ejemplo de los santos. Su peregrinación ha sido proceso de conversión, ansia de intimidad con Dios y súplica confiada en sus necesidades materiales. En todos y cada uno de sus múltiples aspectos, la peregrinación ha sido un maravilloso don de gracia para la Iglesia.
En nuestra sociedad contemporánea, caracterizada por una intensa movilidad, la peregrinación está experimentando un nuevo impulso. Para dar una respuesta adecuada a esta realidad, la pastoral de la peregrinación debe contar con una clara fundamentación teológica que la legitime y con una práctica convincente y continua, en el marco de la pastoral general. Es preciso tener presente, ante todo, que la evangelización es la razón última en virtud de la cual la Iglesia propone y alienta la peregrinación, de forma que se convierta en una profunda y madura experiencia de fe (3).

3. Las reflexiones de este documento desean brindar una ayuda a todos los peregrinos y a los responsables pastorales de las peregrinaciones, para que, a la luz de la palabra de Dios y de la tradición secular de la Iglesia, todos puedan participar con más plenitud de las riquezas espirituales del ejercicio de la peregrinación.
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I. LA PEREGRINACIÓN DE ISRAEL

4. Desde el principio, según la enseñanza de la sagrada Escritura, y luego a lo largo de los milenios, se ha podido reconocer una peregrinación adámica: sus etapas son la salida de las manos del Creador, el ingreso en el mundo creado y el errar sucesivo sin meta, lejos del jardín de Edén (4). La peregrinación de Adán -desde la llamada a caminar con Dios hasta la desobediencia y la esperanza de salvación- revela la plena libertad de la que le dotó el Creador. Al mismo tiempo, da a conocer el compromiso de Dios de caminar junto a él y velar sobre sus pasos.
A primera vista, la peregrinación de Adán parece una desviación de la meta del lugar santo, el jardín del Edén. Pero también este recorrido puede transformarse en camino de conversión y de vuelta. Sobre Caín vagabundo vela la presencia amorosa de Dios, que lo sigue y lo protege (5). «Anota en tu libro mi vida errante -canta el Salmo 56, 9-, recoge mis lágrimas en tu odre, Dios mío». El padre, pródigo en amor, sigue el camino del abandono del hijo pródigo en el pecado. Por esta atracción divina todo recorrido equivocado puede transformarse, para cada hombre, en el itinerario del regreso y del abrazo (6). Así pues, existe una historia universal de peregrinación, que abarca una etapa oscura, «el camino de las tinieblas» (7), el sendero tortuoso (8). Pero también el regreso, conversión, al camino de la vida (9), de la justicia y la paz (10), de la verdad y la fidelidad (11), de la perfección y la integridad (12).

5. La peregrinación abrahámica, por el contrario, es el paradigma de la historia de salvación, a la que el creyente se adhiere. Por el lenguaje con que se le describe («sal de tu tierra»), por las etapas de su itinerario y por los acontecimientos vividos, es en sí mismo éxodo de salvación, anticipación ideal del éxodo del pueblo entero. Abraham, dejando su tierra, su patria y la casa paterna (13), se pone en camino, con fe y esperanza, hacia el horizonte que el Señor le ha indicado, como nos recuerda la carta a los Hebreos: «Por la fe respondió Abraham al llamamiento de salir para la tierra que iba a recibir en herencia, y salió sin saber a dónde iba. Por la fe emigró a la tierra prometida como un extranjero, habitando en tiendas lo mismo que Isaac y Jacob, herederos de la misma promesa. Esperaban la ciudad con cimientos, cuyo arquitecto y constructor es Dios. (...) Con fe murieron todos estos, sin recibir lo prometido, confesando ser extranjeros y peregrinos en la tierra» (14). No sin razón el mismo patriarca se define «forastero residente» (15) incluso en la tierra prometida, como lo serán después sus hijos, Ismael (16) y Jacob, extranjero en Padán Aram (17) y en Egipto (18).

6. Desde la tierra de los faraones partirá la gran peregrinación del éxodo. Sus etapas, como la salida, el camino en el desierto, la prueba, las tentaciones, el pecado o la entrada en la tierra prometida, se convierten en el modelo ejemplar de la misma historia de salvación (19), que no sólo incluye los dones de la libertad, de la Revelación en el Sinaí y de la comunión con Dios, significados en la Pascua («paso») y en los dones del maná, del agua, de las codornices, sino también la infidelidad, la idolatría y la tentación de regresar a la esclavitud.
El éxodo adquiere un valor permanente; es un «memorial» siempre vivo, que se reproduce en el retorno del exilio de Babilonia, cantado por el segundo Isaías como un nuevo éxodo (20), que Israel celebra en cada Pascua y que en el libro de la Sabiduría se transforma en representación escatológica (21). La meta última es, en realidad, la tierra prometida de la plena comunión con Dios en una creación renovada (22).
El Señor mismo se hace peregrino con su pueblo: «El Señor, tu Dios, te ha atendido en el viaje por ese inmenso desierto; durante los últimos cuarenta años el Señor, tu Dios, ha estado contigo y no te ha faltado nada» (23). «Él nos guardó en todo nuestro peregrinar» (24). Y recuerda con nostalgia «tu cariño de joven, tu amor de novia, cuando me seguías por el desierto, por tierra yerma» (25). Por ser peregrino en sus raíces, al pueblo bíblico se le ordena: «No oprimirás ni vejarás al emigrante, porque emigrantes fuisteis vosotros en Egipto» (26); más aún, «amaréis al emigrante, porque emigrantes fuisteis en Egipto» (27).

7. El que hace oración se presenta ante Dios como huésped y forastero (28). Los salmos, redactados a lo largo del arco milenario de la historia de Israel, atestiguan, precisamente en oración, la conciencia histórica y teológica del peregrinar de la comunidad y de cada individuo. A través de la peregrinación cultual a Sión, el hecho se ser extranjeros en la propia patria (29) se transforma en signo de esperanza. La «ascensión» que, con motivo de las tres grandes solemnidades: la Pascua, las Semanas y las Tiendas (30), Israel emprende hacia el monte Sión entre himnos de alegría (los «cantos de la subida» 31), se convierte en experiencia de estabilidad y confianza, en renovación de su compromiso de vivir en el temor de Dios (32) y en la justicia. Las tribus de Israel, asentadas sobre la roca del templo de Jerusalén, símbolo del Señor, la «roca» que no vacila (33), celebran el nombre del Señor (34); en el culto entran en comunión con él, hospedándose en la tienda de su santuario y morando en su santo monte, hallando una salvación indestructible (35) y una plenitud de vida y de paz (36). Por ello, «dichosos los que viven en tu casa, alabándote siempre. Dichosos los que encuentran en ti su fuerza, al preparar su peregrinación» (37). «En pie, subamos a Sión, a visitar al Señor, nuestro Dios» (38).

8. Ante el pueblo de Dios víctima de la desilusión, apesadumbrado por la infidelidad, los profetas hablan asimismo de una peregrinación mesiánica de redención, abierta también al horizonte escatológico en el que todos los pueblos de la tierra confluirán hacia Sión, lugar de la Palabra divina, de la paz y de la esperanza (39). Reviviendo la experiencia del éxodo, el pueblo de Dios debe dejar que el Espíritu aparte de él su corazón de piedra y le dé uno de carne (40), debe hacer realidad en el camino de su vida la justicia (41) y la fidelidad amorosa (42), y alzarse como luz para todos los pueblos (43), hasta el día en que el Señor Dios ofrecerá en la montaña santa «un festín para todos los pueblos» (44). De camino hacia el cumplimiento de la promesa mesiánica, ya ahora todos están llamados a la comunión en la gratuidad (45) y en la misericordia de Dios (46). (top)

II. LA PEREGRINACIÓN DE CRISTO

9. Jesucristo entra en la escena de la historia como «el camino, la verdad y la vida» (47) y desde el comienzo se inserta en el camino de la humanidad y de su pueblo «uniéndose en cierta manera a cada hombre» (48). Verdaderamente, él desciende de «junto a Dios» para hacerse «carne» (49) y recorrer los caminos del hombre. En la encarnación «es Dios quien viene en persona a hablar de sí al hombre y a mostrarle el camino por el cual esposible encontrarlo» (50).
Niño aún, Jesús es peregrino al templo de Sión para ser presentado al Señor (51); siendo muchacho, acude con María y José a «la casa de su Padre» (52). Su ministerio público, recorriendo los caminos de su patria, cobra lentamente la forma de una peregrinación hacia Jerusalén, que sobre todo san Lucas describe en el corazón de su evangelio como un gran viaje que tiene por meta no sólo la cruz, sino la gloria de la Pascua y de la Ascensión (53). Su Transfiguración revela a Moisés, a Elías y a los Apóstoles su inminente «éxodo» pascual: «hablaban de su éxodo, que iba a completar en Jerusalén» (54). También los demás evangelistas conocen este itinerario ejemplar, que debe seguir el discípulo: «El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame»; san Lucas precisa: «cada día» (55). Para san Marcos el itinerario hacia la cruz del Gólgota está constantemente marcado con verbos y palabras de movimiento, así como con el símbolo del «camino» (56).

10. El camino de Jesús, sin embargo, no acaba sobre el monte llamado Gólgota. La peregrinación terrena de Cristo se abre al infinito y al misterio de Dios, más allá de la muerte. Sobre el monte de la Ascensión se representa la etapa definitiva de su peregrinación. El Señor resucitado es elevado al cielo, mientras promete volver (57); camina hacia la casa del Padre a fin de prepararnos un sitio, para que donde esté él, estemos también nosotros con él (58). Así resume su misión: «Salí de junto al Padre y vine al mundo, ahora dejo el mundo y vuelvo al Padre. (...) Padre, quiero que, donde yo estoy, estén también conmigo los que me has dado, para que contemplen mi gloria» (59).
La comunidad cristiana, animada por el Espíritu de Pentecostés, sale a los caminos del mundo, adentrándose en las diversas naciones de la tierra (60), partiendo de Jerusalén hasta Roma, por las calzadas del imperio recorridas por los Apóstoles y los heraldos del Evangelio. Junto a ellos camina el Cristo que, como a los discípulos de Emaús, les explica las Escrituras y comparte con ellos el pan eucarístico (61). Siguiéndolos a ellos, se ponen en marcha los pueblos de la tierra que, recorriendo espiritualmente el itinerario de los Magos (62), hacen realidad las palabras de Cristo: «Vendrán muchos de oriente y occidente a sentarse a la mesa con Abraham, Isaac y Jacob en el reino de Dios» (63).

11. Ahora bien, la meta última de esta peregrinación por los caminos del mundo no está escrita en los mapas de la tierra. Se encuentra más allá de nuestro horizonte, como para Cristo, que caminó con los hombres para llevarlos a la plenitud de la comunión con Dios. Resulta significativo observar que el «camino» del Señor es la senda que él ya recorrió y que ahora recorre junto a nosotros. Los Hechos de los Apóstoles, en efecto, califican la vida cristiana como «el camino» (64) por excelencia. De esta forma, el cristiano, después de ir a enseñar a todas las naciones, acompañado de la presencia del Señor, que está con nosotros hasta el fin del mundo (65); después de «caminar según el Espíritu» (66) en la justicia y en el amor, se propone llegar a la Jerusalén celeste cantada por el Apocalipsis. Esta senda de vida se halla impregnada de tensión, de una ardiente esperanza mientras esperamos la venida del Señor (67). Por eso, nuestra peregrinación tiene una meta trascendente; somos conscientes de ser aquí abajo «forasteros y extraños» (68), pero destinados a ser allá arriba «conciudadanos de los santos y familia de Dios» (69).
Y, al igual que Cristo murió fuera de las puertas de la ciudad de Jerusalén, también nosotros «salimos a encontrarnos con él fuera del campamento, cargados con su oprobio, pues aquí no tenemos ciudad permanente, sino que andamos en busca de la futura» (70). Allá Dios morará con nosotros, allá «ya no habrá muerte ni luto ni llanto ni dolor, pues lo de antes ha pasado» (71). (top)

III. LA PEREGRINACIÓN DE LA IGLESIA

12. En comunión con su Señor, también la Iglesia, pueblo mesiánico, se halla en camino hacia la ciudad futura y permanente (72), transciende los tiempos y las fronteras, orientada enteramente hacia aquel Reino cuya presencia ya es operante en todas las regiones del mundo. Éstas han recibido la semilla de la palabra de Cristo (73) y han sido regadas también por la sangre de los mártires, testigos del Evangelio. Como hicieron san Pablo y los Apóstoles, las calzadas consulares e imperiales, las pistas de las caravanas, las rutas marítimas, las ciudades y los puertos del Mediterráneo fueron recorridos por los misioneros de Cristo que, en Oriente y en Occidente, tuvieron que enfrentarse bien pronto con las diversas culturas y tradiciones religiosas, expresándose ya no sólo en hebreo y arameo, sino también en griego y en latín, y, más tarde, en las diversas lenguas, algunas ya anunciadas en la escena de Pentecostés (74): el árabe, el siríaco, el etiópico, el persa, el armenio, el gótico, el eslavo, el hindi y el chino.
Las etapas de esta peregrinación de los mensajeros de la palabra divina se ramificaron de Asia menor a Italia, de África a España y las Galias, y, a continuación, de Germania a Britania, de los países eslavos a la India y China. Prosiguieron en los tiempos modernos hacia nuevos países y nuevos pueblos en América, África, Oceanía, tejiendo así «el camino de Cristo a través de los siglos» (75).

13. Durante los siglos IV y V, comienzan en la Iglesia las diversas experiencias de vida monástica. La «emigración ascética» y el «éxodo espiritual» representan dos de los motivos fundamentales que la impulsaron. En esta perspectiva, algunas figuras bíblicas asumen en la literatura patrística y monástica un papel paradigmático. La referencia a Abraham se conjuga con el tema de la xeniteia (la experiencia del extranjero: la conciencia de quien se sabe huésped, emigrante), que constituye, por lo demás, el tercer peldaño de la Escalera espiritual de san Juan Clímaco. La figura de Moisés, que guió el éxodo de la esclavitud de Egipto hacia la Tierra prometida, pasa a ser un tema característico de la literatura cristiana antigua, sobre todo gracias a la Vida de Moisés de san Gregorio de Nisa. Elías, en fin, que sube al Carmelo y al Horeb, encarna los temas de la huida al desierto y del encuentro con Dios. Ambrosio, por ejemplo, se siente fascinado por el profeta Elías y considera que en él se realizó el ideal ascético de la fuga saeculi.
La concepción de la vida cristiana como peregrinación, la búsqueda de la intimidad divina precisamente a través del alejamiento del tumulto de las cosas y de los acontecimientos, la veneración de los santos lugares, mueven a san Jerónimo y a sus discípulas Paula y Eustoquia a abandonar Roma y marchar a la tierra de Cristo. Allí, junto a la gruta de la Natividad en Belén fundan un monasterio. Es un eslabón más en la serie de tantos eremitorios, lauras y cenobios de Tierra Santa, difundidos también en otras regiones, particularmente en la Tebaida de Egipto, en Siria y en Capadocia. En este sentido, la peregrinación al desierto o al lugar santo se convierte en símbolo de otra peregrinación: la interior. San Agustín recordaba: «Entra en ti mismo: la verdad habita en el corazón del hombre». Pero, no te quedes en ti mismo; «ve más allá de ti mismo» (76), pues tú no eres Dios: Él está más al fondo y es más grande que tú. La peregrinación del alma, evocada ya en la tradición platónica, adquiere ahora una dimensión nueva, que el mismo Padre de la Iglesia define y concreta así en su tensión hacia el infinito de Dios: «Se busca a Dios para encontrarlo con mayor dulzura, se le encuentra para buscarlo con mayor ardor» (77).
El pensamiento de que «el lugar santo es el alma pura» (78) se convertirá en una llamada constante para que la práctica de la peregrinación a los santos lugares sea signo del progreso en la santidad personal. Los Padres de la Iglesia llegan incluso a relativizar la peregrinación «física», con la intención de superar todo exceso y malentendido. San Gregorio de Nisa, de modo particular, proporciona el principio fundamental para una correcta valoración de la peregrinación. A pesa de haber visitado devotamente Tierra Santa, afirma que el verdadero camino que debe emprenderse es el que conduce al fiel de la realidad física a la espiritual, de la vida en el cuerpo a la vida en el Señor, y no el viaje de Capadocia a Palestina (79). San Jerónimo insiste en el mismo principio. En la Carta 58 recuerda que ni san Antonio ni los monjes visitaron Jerusalén y, sin embargo, las puertas del Paraíso se abrieron igualmente para ellos de par en par. Y afirma que para los cristianos es motivo de alabanza el haber vivido santamente, y no el haber estado en la ciudad santa (80).
En este itinerario interior de luz en luz (81), en la senda del llamamiento de Cristo a ser «perfectos como es perfecto nuestro Padre celestial» (82), se dibuja un perfil de la peregrinación particularmente apreciado por la tradición espiritual bizantina, y que constituye el aspecto «extático» que se desarrollará sobre la base de la doctrina mística de Dionisio el Areopagita, de Máximo el Confesor y de Juan Damasceno.
La divinización del hombre es la gran meta del largo viaje del espíritu que lleva al creyente hasta el corazón mismo de Dios, realizando así las palabras del Apóstol: «Con Cristo quedé crucificado y ya no vivo yo, vive en mí Cristo» (83), y para quien «vivir es Cristo» (84).

14. En el siglo IV, cuando cesaron las persecuciones del imperio romano, los lugares de martirio fueron abiertos a la veneración pública y se inició la tupida red de peregrinaciones, con testimonios documentados, como son los diarios de viaje de los mismos peregrinos, en especial de los que se dirigieron a Tierra Santa, entre los que destaca el testimonio de Eteria, a inicios del siglo V.
La peregrinación concreta, que recorre los caminos del mundo, se ramificó aún más. Mientras la conquista árabe de Jerusalén, en el año 638, hizo más difícil ir a visitar los recuerdos cristianos de Tierra Santa, en Occidente se abrieron nuevos itinerarios. Roma, lugar del martirio de Pedro y de Pablo, y sede de la comunión eclesial en torno al sucesor de Pedro, se convirtió en una meta fundamental. Surgieron las múltiples «vías romeras» ad Petri sedem, entre las que destaca la Vía Francigena, que atraviesa toda Europa rumbo a la nueva ciudad santa. Pero también el sepulcro de Santiago en Compostela se transforma en meta importante de peregrinaciones. Como lo van siendo, por lo demás, los santuarios marianos de la Santa Casa en Loreto, de Jasna Gora en Czestochowa, los grandes monasterios medievales, fortalezas del espíritu y de la cultura, los lugares que encarnan la memoria de grandes santos, como Tours, Canterbury o Padua. Uniendo todos estos puntos, se va tejiendo en Europa un red que «promovió el mutuo entendimiento entre pueblos y naciones tan diversas» (85).
Aunque con algunos excesos, este extenso fenómeno que interesó a grandes masas populares, animadas de convicciones simples y arraigadas, alimentó la espiritualidad, acrecentó la fe, estimuló la caridad y animó la misión de la Iglesia. Los palmeros, los romeros, los peregrinos, con sus hábitos específicos, constituyeron casi un «ordo» bien definido que recordaba al mundo la naturaleza peregrinante de la comunidad cristiana, dirigida hacia el encuentro con Dios y hacia la comunión con él.
La aparición del movimiento cruzado, en los siglos XI-XIII, confirió a la peregrinación una configuración peculiar. El antiguo ideal religioso de peregrinar a los santos lugares de la sagrada Escritura, se entrecruza con los valores y las ideas de aquella época histórica, es decir, con la formación de la clase caballeresca, con las tensiones sociales y políticas, con el despertar de las empresas comerciales o culturales orientadas hacia Oriente, con la presencia del islam en Tierra Santa.
Los conflictos de poder o de intereses prevalecieron sobre el ideal espiritual y misionero, dotando con perfiles diversos a las diferentes cruzadas, mientras entre las Iglesias de Oriente y de Occidente surgía el muro de la división. La misma práctica de la peregrinación quedó afectada por estas circunstancias y reveló algunas ambigüedades, que fueron muy bien subrayadas por san Bernardo de Claraval. Él había sido el ardiente predicador de la segunda cruzada, pero no dudaba en celebrar también la Jerusalén espiritual, presente en el monasterio cristiano, como meta ideal de la peregrinación: «Claraval es esta Jerusalén unida a la Jerusalén celestial por su piedad profunda y radical, por su conformidad de vida y por cierta afinidad espiritual» (86). Un himno medieval, presente aún hoy en la liturgia, exaltaba con claridad la Jerusalén celestial que se edifica en la tierra a través de la consagración de una iglesia: «?Jerusalén, ciudad dichosa!, ?Jerusalén, visión de paz! Sobre los cielos te levantas, alta ciudad de piedras vivas» (87).

15. En aquel mismo contexto surgió san Francisco, que con sus hermanos tendrá una presencia secular en Tierra Santa, en la custodia de los lugares sagrados de la cristiandad -en una convivencia no siempre fácil con las otras comunidades eclesiales de Oriente- y en la acogida de los peregrinos. En torno al año 1300 se constituía una Societas peregrinantium pro Christo, que consideraba la peregrinación como una obra también de carácter misionero. Precisamente entonces, en el año 1300, en Roma se proclamó el jubileo, que debería hacer de la ciudad eterna una Jerusalén hacia la que se dirigieran infinidad de peregrinos, como de hecho sucederá a lo largo de la serie sucesiva de Años santos. La unidad cultural y religiosa del Occidente europeo se vio alimentada también por estas experiencias espirituales. Y sin embargo, lentamente se iba caminando hacia nuevos modelos, más complejos, que afectaron incluso a la naturaleza de la peregrinación.

16. La revolución copernicana cambió la condición del hombre peregrino en un mundo inmóvil, haciéndolo partícipe de un universo en camino perenne. El descubrimiento del nuevo mundo sentó las premisas de la superación de una visión eurocéntrica, con la aparición de culturas diferentes y con los extraordinarios movimientos de gentes y de grupos. La cristiandad de Occidente perdió su unidad, centrada en Roma, y las divisiones confesionales hicieron más difíciles las peregrinaciones, criticadas incluso «como ocasión de pecado y de desprecio de los mandamientos de Dios (...). En efecto, acontece que se va de peregrinación a Roma, gastándose cincuenta o cien florines o más, y se deja a la mujer y a los hijos, y tal vez a algún otro pariente, en casa en la más absoluta miseria» (88). En el derrumbe de la imagen clásica del universo, el peregrino se sentía cada vez menos caminante en la casa común del mundo, entonces parcelada en Estados e Iglesias nacionales. De este modo, surgieron metas más reducidas y alternativas, como las de los montes sagrados y de los santuarios marianos locales.

17. A pesar de cierta visión estática, que impregnó la comunidad cristiana de los siglos XVIII y XIX, la peregrinación continuó presente en la vida de la comunidad cristiana. En algunas partes, como en América Latina y Filipinas, fue el apoyo de la fe del pueblo creyente a lo largo de generaciones; en otras, se abrió a una nueva espiritualidad, con nuevos centros de fe surgidos a raíz de apariciones marianas y de devociones populares. De Guadalupe a Lourdes, de Aparecida a Fátima, del Santo Niño de Cebú a San José de Montreal, se multiplicó el testimonio de la vitalidad de la peregrinación y del movimiento de conversión que provoca. Mientras tanto, la renovada consciencia de ser el pueblo de Dios en camino estaba a punto de ser reconocida por el concilio Vaticano II como la imagen más expresiva de la Iglesia reunida. (top)

IV. LA PEREGRINACIÓN HACIA EL TERCER MILENIO

18. El concilio Vaticano II fue «un acontecimiento providencial» destinado a constituir también él una «preparación inmediata al jubileo del segundo milenio» (89). Esa asamblea eclesial se celebró -desde su convocatoria, al confluir hacia Roma los pastores de las Iglesias locales, hasta su conclusión con un jubileo extraordinario a celebrar en cada diócesis- en el marco simbólico de una grande peregrinación conjunta de toda la comunidad eclesial. Este aspecto se hizo explícito en algunos gestos emblemáticos, como los de los dos Papas peregrinos, Juan XXIII a Loreto, en los comienzos del Concilio (1962), y Pablo VI a Tierra Santa, en medio de las sesiones conciliares (1964). A estos dos signos de densa espiritualidad se añadieron sucesivamente las peregrinaciones papales por los caminos del mundo para anunciar el Evangelio, su verdad y su justicia, a partir de las de Pablo VI a las Naciones Unidas y a Bombay.

19. El mismo lenguaje conciliar presentaba a la Iglesia en su experiencia de camino espiritual y misionero, compañera de viaje de la humanidad entera. Se proponía, en efecto, buscar «los caminos más eficaces para renovarnos a nosotros mismos, para ser testigos cada vez más fieles del Evangelio de Cristo» (90). La Iglesia de Dios «peregrinante» se convierte, de este modo, en el aspecto principal desde los inicios de la celebración conciliar (91). La Iglesia era «un signo elevado en medio de los pueblos (Is 5, 26) para ofrecer a todos la orientación de su camino hacia la verdad y la vida» (92). El encuentro con los pueblos, que con Pablo VI en la ONU tuvo su manifestación simbólica, fue definido como el «epílogo de una fatigosa peregrinación» (93). El Concilio mismo apareció como una «ascensión espiritual», cuando los padres conciliares saludaron al mundo de la cultura como «peregrinos en marcha hacia la luz» (94).

20. La mencionada peregrinación de Pablo VI a Tierra Santa fue presentada por el mismo Pontífice a la luz de la espiritualidad de la peregrinatio en sus elementos esenciales. Con la visita a los santos lugares quería honrar los misterios centrales de la salvación: la Encarnación y la Redención; quería ser signo de oración, de penitencia y de renovación; se proponía el objetivo triple de ofrecer a Cristo su Iglesia, promover la unidad de los cristianos, implorar de la misericordia divina el don de la paz entre los hombres (95).
El Concilio mismo, en sus constituciones, presentó toda la Iglesia como «presente en el mundo y, sin embargo, peregrina» (96). Su naturaleza peregrinante, subrayada en repetidas ocasiones (97), revela un aspecto trinitario: tiene su fuente en la misión de Cristo «enviado del Padre» (98); por eso, también nosotros «de él procedemos, por él vivimos y hacia él nos dirigimos» (99), mientras el Espíritu Santo es el guía de nuestro camino, que sigue las huellas de Cristo (100). La Eucaristía y la Pascua, que constituyen el corazón de la liturgia (101), remiten, por su naturaleza, al éxodo de Israel y al banquete de peregrinación y de alianza que lo inaugura (102) y lo concluye (103).

21. La Iglesia peregrina se hace espontáneamente misionera (104). El mandato de Cristo resucitado: «Id y enseñad» (105), pone su énfasis en el «ir», modalidad imprescindible de la evangelización abierta al mundo. Viático y tesoro en este itinerario son la Palabra de Dios (106) y la Eucaristía (107).
Al trazar una síntesis apasionada del camino de la humanidad, con sus conquistas y sus errores (108), el Concilio presenta la Iglesia como compañera de viaje de la familia humana, indicando una meta trascendente más allá de la historia terrena (109). Así, surge un fecundo contrapunto entre peregrinación y compromiso en la historia (110), y el mundo también está llamado a dar su contribución a la Iglesia, a través de un diálogo vivo e intenso (111).

22. Del Concilio en adelante, la Iglesia ha vivido su experiencia peregrinante no sólo en su renovación, en su anuncio misionero, en su compromiso por la paz, sino también a través de múltiples testimonios del Magisterio eclesial, en particular con ocasión de los años jubilares de 1975, 1983 y 2000 (112). El Santo Padre Juan Pablo II se ha hecho peregrino por el mundo: él es el primer evangelizador de estas dos últimas décadas. Con su itinerancia apostólica y con su magisterio ha orientado e invitado a toda la Iglesia a prepararse al tercer milenio, ya inminente. Los viajes pastorales del Papa son «etapas de una peregrinación a las Iglesias locales (...), peregrinación de paz y solidaridad» (113).

23. Meta fundamental del presente peregrinar histórico de la Iglesia es el jubileo del año 2000, hacia el que el creyente se encamina bajo el cielo de la Trinidad. Un itinerario que, más que espacial, debe ser interior y vital, con la recuperación de los grandes valores del año jubilar bíblico (114). Cuando resonaba el cuerno que en Israel señalaba esa fecha, los esclavos recuperaban la libertad, las deudas eran condonadas, para que todos pudieran recuperar dignidad personal y solidaridad social, la tierra ofrecía espontáneamente sus dones a todos, recordando que en su origen está el Creador, quien «con el fruto de su acción fecunda sacia la tierra» (115). De este modo, debe surgir una comunidad más fraternal, semejante a la de Jerusalén: «Todos los creyentes vivían unidos y tenían todo en común; vendían sus posesiones y sus bienes y repartían el precio entre todos, según la necesidad de cada uno» (116). «No debería haber ningún pobre junto a ti (...). Si hay junto a ti algún pobre entre tus hermanos (...), no endurecerás tu corazón ni cerrarás tu mano a tu hermano pobre» (117). (top)

V. LA PEREGRINACIÓN DE LA HUMANIDAD

24. La peregrinación, que se extiende desde Abrahán a través de todos los siglos, es el signo de un peregrinaje más vasto y universal de la humanidad. En efecto, en su historia secular, el hombre aparece como homo viator, viandante que tiene sed de nuevos horizontes y hambre de paz y de justicia, busca la verdad, anhela el amor y está abierto al absoluto y al infinito. La investigación científica, el desarrollo económico y social, el continuo aflorar de tensiones, las migraciones que recorren nuestro planeta, el mismo misterio del mal y tantos otros enigmas que pueblan la existencia, interpelan constantemente a la humanidad, remitiéndola a las rutas trazadas por las religiones y las culturas.
También en nuestros días la humanidad parece encaminada, por una parte, hacia metas positivas de muy variada naturaleza: la integración mundial en sistemas globales junto con una sensibilidad por el pluralismo y con un respeto por las diferentes identidades históricas y nacionales, el progreso científico y técnico, el diálogo interreligioso, las comunicaciones que se difunden en el areópago de todo el mundo a través de medios cada vez más eficaces e inmediatos. Por otra parte, sin embargo, en cada uno de estos caminos salen al paso, con formas y modalidades nuevas, obstáculos antiguos y constantes: los ídolos de la explotación económica, de la prevaricación política, de la arrogancia científica y del fanatismo religioso.
La luz del Evangelio guía a los cristianos para descubrir en estas manifestaciones de la civilización contemporánea los nuevos areópagos en los que pueden anunciar la salvación, y para reconocer los signos del ansia que conduce los corazones hacia la casa del Padre.
No resulta extraño que en este torbellino de cambios continuos la humanidad experimente también el cansancio y alimente el deseo de un lugar, como podría ser un santuario, donde reposar, un espacio de libertad que le permita el diálogo consigo mismo, con los demás y con Dios. La peregrinación del cristiano acompaña esta búsqueda de la humanidad y le ofrece la seguridad de la meta, la presencia del Señor «porque ha visitado y redimido a su pueblo» (118).

25. Hay algunas «peregrinaciones universales» que revisten un significado particular. Piénsese, ante todo, en los grandes movimientos de grupos, de masas, incluso de pueblos enteros, que afrontan enormes sacrificios y riesgos para huir del hambre, de las guerras, de las catástrofes naturales, buscando para sí mismos y para sus seres queridos mayor seguridad y bienestar. Nadie puede limitarse a ser espectador ante esos flujos gigantescos que atraviesan la humanidad casi en corrientes y se extienden por toda la faz de la tierra. Nadie debe sentirse ajeno a las injusticias que con frecuencia se hallan en sus orígenes, a los dramas personales y colectivos, como tampoco a las esperanzas que ahí brotan por un futuro diferente y por una perspectiva de diálogo y de pacífica convivencia multirracial. Al cristiano, en particular, le toca convertirse en buen samaritano por el camino de Jerusalén a Jericó, dispuesto a socorrer al hermano y acompañarlo a la posada de la caridad fraterna y de la convivencia solidaria. A esta «espiritualidad del camino» puede conducirnos el conocimiento, la escucha y el compartir la experiencia de aquel específico «pueblo de la carretera» que son los nómadas, los gitanos, «hijos del viento».

26. Peregrinos del mundo son también aquellos que buscan metas diversas bien por turismo, por exploración científica o por comercio. Se trata de fenómenos complejos que, por sus enormes proporciones, en no pocas ocasiones son fuente de consecuencias nocivas. No se puede ignorar que a menudo son causa de injusticia, de explotación de personas, de erosión de las culturas o de devastación de la naturaleza. Con todo, conservan en su naturaleza valores de búsqueda, de progreso y de promoción de la mutua comprensión entre los pueblos, que merecen ser cultivados.
Es indispensable conseguir que quienes participan en estos ámbitos de la actividad humana puedan mantener su espiritualidad y sus anhelos interiores. Es, asimismo, necesario que los agentes turísticos y comerciales no se muevan exclusivamente por intereses económicos, sino que sean conscientes de su función humana y social.

27. Vinculada a la anterior y característica de nuestros días, se da una forma peculiar de peregrinación de la mente humana, la informática o virtual, que viaja por las autopistas de la telecomunicación. Estos recorridos, aun teniendo en cuenta todos los riesgos y las deformaciones o desviaciones que conllevan, pueden ser senderos de anuncios de fe y de amor, de mensajes positivos, de contactos fecundos y eficaces. Por eso, es importarte introducirse por esos caminos, impidiendo que la verdadera comunicación se disperse y se disuelva en el «ruido de fondo» de una miríada babélica de informaciones.

28. Grandes «peregrinos laicos» son también aquellos que emprenden itinerarios culturales y deportivos. Las grandes manifestaciones artísticas, sobre todo musicales, que cuentan con la concurrencia en especial de jóvenes; el fluir de visitantes a los museos, que con frecuencia pueden transformarse en oasis de contemplación; las Olimpíadas y demás manifestaciones deportivas, son fenómenos que no se pueden ignorar, por los valores espirituales que encarnan y que deben ser tutelados más allá de las tensiones, de las masificaciones y de los condicionamientos extrínsecos de índole comercial.

29. Hay otras experiencias de peregrinación de inspiración cristiana mucho más clara. No sólo sacerdotes, sino familias enteras y muchos jóvenes se desplazan o aceptan ser enviados a tierras lejanas para colaborar con misioneros y misioneras, bien con su trabajo profesional, bien con su testimonio o con el anuncio explícito del Evangelio. Es una forma de ser peregrinos que aumenta cada días más, como don del Espíritu. Para ello se utilizan los períodos de descanso o de vacaciones, o se entregan años enteros de la propia vida.
Imagen emblemática de estos movimientos espaciales, pero sobre todo espirituales, de nuestro tiempo son las grandes asambleas ecuménicas, en las que la oración por el don de la unidad reúne a los cristianos en un camino común. Igualmente relevantes son los encuentros interreligiosos, a los que acuden hombres y mujeres de todas las creencias como peregrinos hacia una meta común de esperanza y de amor, como sucedió en la oración mundial de las religiones por la paz convocada en Asís en 1986.

30. Así, una auténtica red de recorridos se extiende sobre nuestro planeta. Unos son religiosos, en el sentido más estricto del término, y tienen como meta ciudades y santuarios, monasterios y lugares históricos; en otros casos, la búsqueda de valores espirituales se manifiesta en el desplazamiento hacia lugares naturales de belleza singular, islas o desiertos, cumbres o profundidades de los abismos marinos. Esta compleja geografía del deambular de la humanidad abriga en sí el germen de un anhelo radical hacia un horizonte trascendente de verdad, de justicia y de paz, da fe de una inquietud que alcanza en el infinito de Dios el puerto donde el hombre puede rehacerse de sus angustias (119).
El camino de la humanidad, aun con sus tensiones y contradicciones, participa, por tanto, de la peregrinación ineludible hacia el reino de Dios que la Iglesia está comprometida a anunciar y a recorrer con valentía, con lealtad y con perseverancia, llamada por su Señor a ser sal, levadura, lámpara y ciudad sobre el monte. Sólo así se abrirán senderos en los que «la misericordia y la fidelidad se encontrarán, la justicia y la paz se besarán» (120).
En este itinerario la Iglesia se hace peregrina con todos los hombres y con todas las mujeres que buscan con corazón sincero la verdad, la justicia, la paz, e incluso con aquellos que vagan en otras direcciones, pues -como recuerda san Pablo, citando a Isaías-, Dios dice: «Me encontraron los que no me buscaban, me revelé a los que no preguntaban por mí» (121).

31. Hacia esta meta del Reino pueden orientarse todos los pueblos y todos los hombres, expresando también su adhesión con el gesto explícito y emblemático de la peregrinación a las diversas «ciudades santas» de la tierra, es decir, a aquellos lugares del espíritu donde más poderosamente resuena el mensaje de la trascendencia y de la fraternidad. Entre estas ciudades no deben faltar tampoco aquellos lugares profanados por el pecado del hombre, que después, casi por un instinto de reparación, han sido consagrados como meta de peregrinación: pensamos, por ejemplo, en Auschwitz, lugar emblemático del suplicio del pueblo judío en Europa, la Shoá, o en Hiroshima y Nagasaki, tierras devastadas por el horror de la guerra atómica.
Sin embargo, como ya se mencionó, hay dos ciudades que, no sólo para los cristianos sino para todos, adquieren un valor de signo: Roma, símbolo de la misión universal de la Iglesia, y Jerusalén, lugar sagrado y venerado por todos los que siguen la senda de las religiones abrahámicas, ciudad de la que «saldrá la ley y la palabra del Señor» (122). Ésta nos indica el objetivo último de la peregrinación de la humanidad entera, es decir, «la ciudad santa que baja del cielo, de junto a Dios» (123). Hacia ella avanzamos con esperanza, cantando: «Somos un pueblo que camina y, juntos caminando, podremos alcanzar una ciudad que no se acaba, sin pena ni tristeza, ciudad de eternidad» (124).
La Iglesia, precisamente porque aprecia la pobreza del monje peregrino budista, la senda contemplativa del Tao, el itinerario sacro del hinduismo a Benarés, el «pilar» de la peregrinación del musulmán a las fuentes de su fe y cualquier otro itinerario hacia el Absoluto y hacia los hermanos, se une a todos los que de forma apasionada y sincera se dedican al servicio de los débiles, de los prófugos, de los oprimidos, emprendiendo con ellos una «peregrinación de fraternidad».
Éste es el sentido del jubileo de misericordia que se perfila en el horizonte del tercer milenio, meta para la creación de una sociedad humana más justa, en la que las deudas públicas de las naciones en vías de desarrollo sean condonadas y se alcance una distribución más equitativa de los bienes de la tierra, según el espíritu de la prescripción bíblica (125). (top)

VI. LA PEREGRINACIÓN DEL CRISTIANO HOY

32. Todos los cristianos son invitados a tomar parte en esta gran peregrinación que Cristo, la Iglesia y la humanidad han recorrido y deben continuar recorriendo en la historia. El santuario hacia el cual se dirige debe convertirse en «la tienda del encuentro», como la Biblia denomina al tabernáculo de la alianza (126). Es allí, en efecto, donde tiene lugar un encuentro fundamental que revela dimensiones diversas y se ofrece bajo aspectos diferentes. Basándonos en ellos podemos diseñar una pastoral de la peregrinación.
Para el cristiano, la peregrinación, vivida como celebración de su fe, es una manifestación cultual que debe cumplir con fidelidad a la tradición, con profundo sentido religioso y como vivencia de su existencia pascual (127).
La dinámica propia de la peregrinación señala claramente unas etapas que el peregrino recorre como paradigma de toda su vida de fe: la partida pone de manifiesto su decisión de avanzar hacia la meta y alcanzar los objetivos espirituales de su vocación bautismal; el camino lo lleva a la solidaridad con sus hermanos y a la preparación necesaria para el encuentro con su Señor; la visita al santuario lo invita a la escucha de la palabra de Dios y a la celebración sacramental; el retorno, en fin, le recuerda su misión en el mundo, como testigo de la salvación y constructor de la paz. Es importante que estas etapas de la peregrinación, emprendida en grupos o de forma individual, estén jalonadas por actos cultuales, que muestren su verdadera dimensión, utilizando para ello los textos sugeridos por los libros litúrgicos.
Los aspectos que debe incluir necesariamente toda peregrinación deberán ser incorporados con el justo respeto a las tradiciones de cada pueblo y de acuerdo con las condiciones de los peregrinos. Corresponderá a la Conferencia episcopal de cada país trazar las líneas pastorales más adecuadas a las diversas situaciones y establecer las estructuras pastorales necesarias para realizarlas. Los santuarios deberán ocupar un papel destacado en la pastoral diocesana de la peregrinación. Sin embargo, las parroquias, así como otros grupos eclesiales, deberán estar incluidas en estas estructuras pastorales, puesto que son protagonistas y puntos de partida del mayor número de peregrinaciones.
La acción pastoral debe conseguir que, a través de las características propias de cada peregrinación, el creyente lleve a cabo un itinerario esencial de la fe (128). Con una oportuna catequesis y un atento acompañamiento por parte de los agentes pastorales, la presentación de los aspectos fundamentales de la peregrinación cristiana abrirá nuevas perspectivas a la práctica de la peregrinación en la vida de la Iglesia.

33. La meta hacia la que se dirige el itinerario que el peregrino recorre es, ante todo, la tienda del encuentro con Dios. Ya Isaías refería estas palabras de Dios: «Mi casa es casa de oración, y así la llamarán todos los pueblos» (129). «Al término del camino, en que su corazón ardiente aspira a contemplar el rostro de Dios» (130), en el santuario que realiza la promesa divina: «siempre estarán en este lugar mi corazón y mis ojos» (131), el peregrino encuentra el misterio de Dios, descubriendo su rostro de amor y de misericordia. Esta experiencia se realiza de modo particular en la celebración eucarística del misterio pascual, en la que Cristo es «el culmen de la revelación del inescrutable misterio de Dios» (132); allí se contempla a Dios, siempre dispuesto a la gracia en María, la Madre de Dios (133) y se le glorifica admirable en todos sus santos (134).
En la peregrinación el hombre reconoce que «desde su nacimiento está invitado al diálogo con Dios» (135), y debe ayudarle a descubrir que, para «permanecer en la intimidad de Dios», el camino que se le ha dado es Cristo, el Verbo hecho carne. El camino del peregrino cristiano ha de manifestar este «punto esencial por el que el cristianismo se diferencia de las otras religiones» (136). La peregrinación en toda su integridad debe manifestar «que, para el hombre, el Creador no es una potencia anónima y lejana: es el Padre» (137), y todos somos hijos suyos, hermanos en Cristo, el Señor. El esfuerzo pastoral debe orientarse a que esta verdad fundamental de la fe cristiana (138), no sufra menoscabo por parte de las culturas y costumbres tradicionales, ni por parte de las nuevas modas y movimientos espirituales. La acción pastoral, sin embargo, buscará una constante inculturación del mensaje evangélico en la cultura de cada pueblo.
Por último, la eficacia de los santuarios se medirá siempre según la capacidad que tengan de responder a la creciente necesidad que el hombre siente, en el ritmo frenético de la vida moderna, de un «contacto silencioso y recogido con Dios y consigo mismo» (139). El recorrido mismo y la meta de la peregrinación conducirán a la maduración de la fe y a la intensidad de la comunión con Dios en la oración, para que se cumpla idealmente cuanto anunciaba el profeta Malaquías: «De levante a poniente es grande mi fama en las naciones, y en todo lugar me ofrecen sacrificios y ofrendas puras; porque mi fama es grande en las naciones, dice el Señor de los ejércitos» (140).

34. La peregrinación conduce a la tienda del encuentro con la palabra de Dios. La experiencia fundamental del peregrino debe ser la de la escucha, porque «de Jerusalén saldrá la palabra de Dios» (141). El santo viaje tiene, por tanto, como objetivo primario la evangelización, que con frecuencia resulta natural en los mismos lugares sagrados (142). La proclamación, la lectura y la meditación del evangelio deben acompañar los pasos del peregrino y su estancia en el santuario, a fin de que se haga realidad lo que afirmaba el Salmista: «Lámpara es tu palabra para mis pasos, luz en mi sendero» (143).
Los momentos de peregrinación, por las circunstancias que los motivan, por los lugares a que se dirigen y por su cercanía a las necesidades y a las alegrías cotidianas, son un campo ya abonado para que la palabra de Dios arraigue en los corazones (144); de este modo la Palabra será de veras fortaleza de la fe, sustento del alma, fuente pura y perenne de vida espiritual (145).
Toda la acción pastoral al servicio de la peregrinación debe cifrar su esfuerzo en este acercamiento del peregrino a la palabra de Dios. En primer lugar, es preciso preparar un proceso catequético cercano a las circunstancias de su vida de fe, que exprese su realidad cultural y por medios de comunicación realmente asequibles y eficaces. Esta presentación catequética, por otra parte, debe tomar pie de los acontecimientos que se celebran en los lugares visitados y de su índole propia, pero no deberá olvidar ni la necesaria jerarquía en la exposición de las verdades de la fe (146), ni su inclusión en el itinerario litúrgico en que toda la Iglesia participa (147).

35. La peregrinación conduce, además, a la tienda del encuentro con la Iglesia, «asamblea de quienes la palabra de Dios convoca para formar el pueblo de Dios y que, alimentados por el Cuerpo de Cristo, ellos mismos forman el Cuerpo de Cristo» (148). La experiencia de vida en común con los hermanos peregrinos se convierte en ocasión para redescubrir el pueblo de Dios en marcha hacia la Jerusalén de la paz, en la alabanza y en el canto, en la fe única y en la unidad del amor de un solo Cuerpo, el de Cristo. El peregrino debe sentirse miembro de la única familia de Dios, rodeado de sus muchos hermanos en la fe, bajo la guía del «Pastor supremo del rebaño» (149) que nos conduce «por el sendero justo, haciendo honor a su nombre» (150), y bajo la guía visible de los pastores a los que él ha encargado la misión de conducir a su pueblo.
La peregrinación es signo de la vida de la Iglesia, cuando es emprendida por una comunidad parroquial, un grupo eclesial, una asamblea diocesana o grupos de ámbito más extenso (151). Es entonces cuando se puede tomar mayor conciencia de que cada de los participantes forma parte de la Iglesia, según su propia vocación y su propio ministerio.
La presencia de un animador espiritual es particularmente importante. Su misión entra de lleno en el ministerio sacerdotal, por el que los presbíteros «reúnen la familia de Dios como fraternidad animada en la unidad y la conducen al Padre por medio de Cristo en el Espíritu Santo» (152). Para el ejercicio de su ministerio, deben contar con una específica preparación catequética, a fin de transmitir con fidelidad y claridad la palabra de Dios, y con una preparación psicológica adecuada, para poder acoger y comprender las diferencias de todos los peregrinos. Les será asimismo de gran utilidad el conocimiento de la historia y del arte, a fin de poder introducir al peregrino en la riqueza catequética que surge de las obras artísticas, que en los santuarios constituyen testimonios perennes de fe eclesial (153).
En este ministerio, por otra parte, los presbíteros no pueden olvidar en modo alguno el lugar específico que corresponde a los laicos en el contexto vivo de la Iglesia-comunión (154). Su participación activa en la vida litúrgica (155) y catequética, su responsabilidad específica en la formación de comunidades eclesiales (156) y su capacidad para hacer presente a la Iglesia en medio de las más variadas necesidades humanas (157), los capacitan para colaborar -después de una adecuada preparación específica- en la animación religiosa de la peregrinación, asistiendo a sus hermanos a lo largo de su camino común.
La atención pastoral de las peregrinaciones exige que se dé un acompañamiento semejante a quienes emprenden una peregrinación en grupos reducidos o individualmente. En tales casos, los responsables de la acogida en el santuario dispondrán los medios necesarios para que el peregrino entienda que su camino forma parte de la peregrinación de fe de toda la Iglesia.
El encuentro del peregrino con la Iglesia y su experiencia de ser parte del Cuerpo de Cristo, deberán pasar por una renovación de su compromiso bautismal. La peregrinación reproduce de alguna manera el camino de fe que un día lo llevó a la fuente bautismal (158) y que ahora se expresa de una manera renovada en la participación sacramental.

36. El santuario, sin embargo, es también la tienda del encuentro en la reconciliación. Allí, en efecto, se sacude la conciencia del peregrino; allí confiesa sus pecados, allí es perdonado y perdona, allí se transforma en criatura nueva a través del sacramento de la reconciliación y experimenta la gracia y la misericordia divinas. Por eso, la peregrinación reproduce la experiencia del hijo pródigo en el pecado, que conoce la dureza de la prueba y de la penitencia, afrontando los sacrificios del viaje, con el ayuno y con el sacrificio. Y experimenta igualmente el gozo del abrazo del Padre pródigo en misericordia, que lo devuelve de la muerte a la vida: «Este hijo mío había muerto y ha vuelto a vivir, estaba perdido y ha sido hallado» (159). Los santuarios, por tanto, deberán ser lugares en que el sacramento de la reconciliación se celebre con intensidad, con participación, con una liturgia bien dirigida, con disponibilidad de ministros y de tiempo, con oraciones y cantos, a fin de que la conversión personal obtenga el sello divino y sea vivida eclesialmente.
La peregrinación, que conduce al santuario, debe ser un camino de conversión sostenido por la firme esperanza en la infinita profundidad y fuerza del perdón ofrecido por Dios; camino de conversión que «traza la componente más profunda de la peregrinación de todo hombre por la tierra in statu viatoris» (160).

37. La meta de la peregrinación debe ser la tienda del encuentro eucarístico con Cristo. Si la Biblia es el libro del peregrino por excelencia, la Eucaristía es el pan que lo sostiene en el camino, como lo fue para Elías en la subida al monte Horeb (161). La reconciliación con Dios y con los hermanos desemboca en la celebración eucarística. Ésta acompaña ya las varias etapas de la peregrinación, que debe reproducir el itinerario pascual del éxodo, pero sobre todo el de Cristo, que celebra su Pascua en Jerusalén, al término de su largo viaje hacia la cruz y la gloria. Por esto, de acuerdo con las prescripciones litúrgicas generales y las emanadas por las respectivas Conferencias episcopales, «en los santuarios se han de ofrecer a los fieles con mayor abundancia los medios de salvación, anunciando con diligencia la palabra de Dios, incrementando oportunamente la vida litúrgica, principalmente con la celebración de la Eucaristía y de la penitencia, así como cultivando las correctas manifestaciones de la piedad popular» (162).
Se ha de acoger con particular atención pastoral a aquellos peregrinos que, por las condiciones ordinarias de su vida, acuden al santuario para celebrar acontecimientos especiales de escucha de la Palabra de Dios y de celebración eucarística. Que en la alegría de aquel acontecimiento descubran la llamada a comportarse en su vida cotidiana como mensajeros y constructores del reino de Dios, de su justicia y de su paz.

38. Así, se comprende que la peregrinación conduce a la tienda del encuentro con la caridad. Una caridad que es, ante todo, la de Dios que nos ha amado primero, enviando su Hijo al mundo. Este amor no se manifiesta sólo en el don de Cristo como víctima de expiación por nuestros pecados (163), sino también en los signos milagrosos que sanan y consuelan, como hizo el mismo Cristo durante su peregrinación terrena y como se repite en la historia de los santuarios.
«Si Dios nos ha amado tanto, también nosotros debemos amarnos unos a otros» (164). La caridad debe actuarse ya durante el camino del peregrino, ayudando a los más necesitados, compartiendo su pan, su tiempo y sus esperanzas, conscientes de que con ello se va ganando nuevos compañeros de viaje. Una expresión encomiable de esta caridad es la costumbre, introducida en muchos lugares, según la cual las ofrendas que presentan los fieles como expresión de su devoción consisten en bienes que puedan ser distribuidos entre los más pobres. La acción pastoral debe animar estos gestos a través de una catequesis siempre respetuosa de la idiosincrasia de los peregrinos y con iniciativas que pongan de manifiesto el destino de las ofrendas. En este sentido, cabe destacar las acciones emprendidas por algunos santuarios con vistas al sostenimiento de instituciones caritativas o proyectos de ayuda a comunidades de países en vías de desarrollo.
Un particular gesto de caridad debe consistir en el cuidado de los enfermos en peregrinación, recordando las palabras del Señor: «Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (165). La asistencia a los peregrinos enfermos es la expresión más significativa del amor que debe alimentar el corazón del cristiano en camino hacia el santuario. En especial, los peregrinos enfermos deben ser acogidos con la más cordial hospitalidad. Para ello será necesario que las estructuras de acogida, los servicios que se ofrecen, las comunicaciones y los transportes estén dispuestos, equipados y gestionados con dignidad, atención y amor.
Por su parte los enfermos deben dejarse impregnar por el amor de Cristo, de forma que puedan vivir su enfermedad como un camino de gracia y de entrega de sí mismos. Su peregrinación a los lugares en que la gracia de Dios se ha manifestado a través de «signos» particulares les ayudará a ser evangelizadores de sus compañeros en el dolor. De esta forma, de ser «objetos de compasión», pasan a ser sujetos de compromiso y de acción, verdaderos «peregrinos del Señor» por todos los caminos del mundo.

39. La peregrinación lleva, además, a la tienda del encuentro con la humanidad. Todas las religiones del mundo, como ya se apuntó, poseen sus itinerarios sagrados y sus ciudades santas. En cualquier lugar de la tierra Dios mismo sale al encuentro del hombre peregrino y proclama una invitación universal a participar plenamente en el gozo de Abraham (166). En particular, las tres grandes religiones monoteístas están llamadas a recuperar «la tienda del encuentro» en la fe, para testimoniar y construir la paz y la justicia mesiánicas entre las gentes para la redención de la historia.
Merece una atención especial por parte de la pastoral de la peregrinación el hecho de que no pocos santuarios cristianos sean meta de peregrinación para creyentes de otras religiones, bien por una tradición secular, bien a causa de la emigración reciente. Esta situación exige de la solicitud pastoral de la Iglesia una respuesta a través de la acogida, el diálogo, la ayuda y una genuina fraternidad (167). La acogida dispensada a los peregrinos les ayudará, con toda seguridad, a descubrir el sentido profundo de la peregrinación. El santuario debe ser para ellos el lugar de aquel respeto que, ante todo, debemos manifestar con la pureza de nuestra fe en Cristo, único Salvador del hombre (168).
Se debe indicar, además, que junto a las grandes asambleas ecuménicas y a los encuentros interreligiosos, el cristiano debe estar junto a todos aquellos que buscan a Dios con corazón sincero, recorriendo los caminos del espíritu, al menos a tientas «por más que no está lejos de ninguno de nosotros» (169). Su misma peregrinación, a menudo en país extranjero, lo conduce al conocimiento de usos, costumbres y culturas diferentes. Su viaje debe transformarse en una ocasión de comunión solidaria con los valores de otros pueblos, hermanos en la humanidad que a todos nos une y en el origen del único Creador de todos.
La peregrinación es, también, un momento de convivencia con personas de edad y de formación diversas. Hay que hacer juntos el viaje para poder después avanzar juntos en la vida eclesial y social. Los jóvenes con sus marchas y las Jornadas mundiales de la juventud; los ancianos y los enfermos, tal vez junto a los jóvenes, hacia santuarios más tradicionales. Los peregrinos juntos, en su múltiple diversidad, hacen realidad lo que el Salmista auguraba: «Reyes y pueblos del orbe, príncipes y jefes del mundo, jóvenes y también doncellas, los viejos junto con los niños, alaben el nombre del Señor, el único nombre sublime. Su majestad sobre el cielo y la tierra» (170).

40. La peregrinación también tiene como meta la tienda del encuentro personal con Dios y consigo mismo. El hombre, disperso en la multiplicidad de sus afanes y de la realidad de la vida cotidiana, tiene necesidad de reencontrarse a sí mismo a través de la reflexión, la meditación, la oración, el examen de conciencia y el silencio. En la tienda santa del santuario debe interrogarse sobre cuanto «queda de la noche» de su espíritu, como dice Isaías en su canto del centinela: «Vendrá la mañana y también la noche. Si queréis preguntas, preguntad, venid otra vez» (171). Los grandes interrogantes sobre el sentido de la existencia, sobre la vida, sobre la muerte, sobre el destino último del hombre, deben resonar en el corazón del peregrino, de forma que el viaje no sea un simple movimiento del cuerpo, sino también un itinerario del alma. En el silencio interior Dios se revela precisamente con la voz de «una brisa tenue» (172) que transforma el corazón y la existencia. Sólo así, cuando vuelva a casa, no caerá de nuevo en la distracción y en la superficialidad, sino que conservará una chispa de la luz recibida en el alma y sentirá la necesidad de repetir en el futuro esta experiencia de plenitud personal, «decidiendo de nuevo en su corazón la peregrinación» (173).
El peregrino recorrerá su itinerario sumándose a la oración litúrgica de la Iglesia y con los ejercicios de devoción más sencillos, con la oración personal y con momentos de silencio, con la contemplación que surge del corazón de los más pobres, «que tienen puestos sus ojos en las manos de su Señor» (174).

41. Mientras se va en peregrinación, se tiene también la oportunidad de entrar en la tienda del encuentro cósmico con Dios. A menudo los santuarios se hallan en medio de panoramas extraordinarios, constituyen expresiones artísticas admirables, encarnan antiguas memorias históricas, son expresión de culturas refinadas y populares. Se debe procurar que la peregrinación no excluya esta dimensión del espíritu. Más aún, hay que comprender que en la mayor disponibilidad a apreciar la naturaleza se manifiesta una valiosa dimensión espiritual del hombre moderno. Que esta contemplación sea tema de momentos de reflexión y de oración, a fin de que el peregrino alabe al Señor por los cielos, que narran su gloria (175), y se sienta llamado a administrar el mundo en la piedad y en la justicia (176).
Se debe advertir, igualmente, que, en ciertos aspectos, toda peregrinación incluye una vertiente de turismo religioso que debe ser atendido no sólo con vistas al enriquecimiento cultural de la persona, sino también con vistas a su plenitud espiritual. La contemplación de la belleza es fuente de espiritualidad. Por ello, «en los santuarios o en lugares adyacentes, consérvense visiblemente y custódiense con seguridad los exvotos de arte popular y de piedad» (177). Estos tesoros deben ser mostrados al peregrino, por medio de guías o de otros medios, a fin de que, a través de la belleza artística y de la espontaneidad de los seculares testimonios de fe, canten «con arte» (178) a Dios su gozo y su esperanza, y hallen en la contemplación de las cosas admirables la serenidad, y «por la magnitud y belleza de las criaturas, descubran por analogía al que les dio el ser» (179).
La acción pastoral deberá tener en cuenta también a todos aquellos que recorren los caminos de peregrinación por motivos culturales o de descanso. La presentación de los diversos lugares y monumentos se ha de realizar de modo que aparezca explícita su relación con el camino de los peregrinos, con la meta espiritual a que conducen y con la experiencia de fe que los originó y que sigue animándolos. Procúrese que esta información llegue a los organizadores de tales viajes, para que sean emprendidos en el mayor respeto y contribuyan de veras al enriquecimiento cultural de los viajeros y a su progreso espiritual.

42. Por último, la peregrinación es, con gran frecuencia, la senda para entrar en la tienda del encuentro con María, la Madre del Señor. María, en la que se une la peregrinación del Verbo hacia la humanidad con la peregrinación de fe de la humanidad (180), es «la que avanza en la peregrinación de la fe» (181), convirtiéndose en «estrella de la evangelización» (182) para el camino de toda la Iglesia. Los grandes santuarios marianos (como Lourdes, Fátima o Loreto; Czestochowa, Altötting o Mariazell; Guadalupe, Aparecida o Luján), y los pequeños santuarios, que la devoción popular ha erigido en número incontable en miles y miles de localidades, pueden ser lugares privilegiados para el encuentro con su Hijo, que ella nos entrega. Su seno fue el primer santuario, la tienda del encuentro entre divinidad y humanidad; sobre ella bajó el Espíritu Santo y «la fuerza del Altísimo la cubrió con su sombra» (183).
El cristiano se pone en marcha con María por los caminos del amor, visitando a Isabel, que encarna a las hermanas y los hermanos del mundo con quienes hemos de establecer lazos de fe y de alabanza (184). El Magnificat se convierte en el canto por excelencia, no sólo de la peregrinatio Mariae, sino también de nuestra peregrinación en la esperanza (185). El cristiano se pone en marcha con María por los caminos del mundo para subir al Calvario y estar junto a ella como el discípulo predilecto, para que Cristo se la entregue como Madre (186). El cristiano se pone en marcha con María por los caminos de la fe para llegar al final al cenáculo, donde junto a ella recibirá de su Hijo el don del Espíritu Santo (187). 
La liturgia y la piedad cristiana ofrecen al peregrino abundantes ejemplos para que recurra a María como compañera de su peregrinación. Hay que hacer referencia a ellos, teniendo ante todo presente que los ejercicios de piedad concernientes a la Virgen María deben expresar claramente la dimensión trinitaria y cristológica de modo intrínseco y esencial (188). Con una genuina devoción mariana (189), los peregrinos enriquecerán su profunda devoción a la Madre de Dios con nuevas formas y manifestaciones que expresen sus sentimientos más íntimos. (top)

CONCLUSIÓN

43. La peregrinación es símbolo de la experiencia del homo viator, que apenas salir del seno materno, se enfrenta al camino del tiempo y del espacio de su existencia; la experiencia fundamental de Israel, en marcha hacia la tierra prometida de la salvación y de la libertad plena; la experiencia de Cristo, que de la tierra de Jerusalén sube al cielo, abriendo el camino hacia el Padre; la experiencia de la Iglesia, que avanza en la historia hacia la Jerusalén celeste; la experiencia de toda la humanidad, que tiende hacia la esperanza y la plenitud. Todo peregrino podría confesar: «Por la gracia de Dios soy hombre y cristiano; por mis hechos, un gran pecador; por mi condición, un peregrino sin techo, muy pobre, que va errando de lugar en lugar. Mis bienes, un hatillo al hombro con un poco de pan seco y una sagrada Biblia que llevo bajo la camisa. No tengo nada más» (190).
La palabra de Dios y la Eucaristía nos acompañan en esta peregrinación hacia la Jerusalén celeste, de la que los santuarios son signo vivo y visible. Cuando la hayamos alcanzado, se abrirán las puertas del Reino, abandonaremos nuestro sayal de viaje y el bordón de peregrinos, y entraremos en nuestra casa definitiva «para estar siempre con el Señor» (191). Él estará en medio de nosotros «como quien sirve» (192), y cenará con nosotros y nosotros con él (193). (top)

El Sumo Pontífice Juan Pablo II, con fecha 11 de abril de 1998, ha aprobado la publicación del presente documento.

Ciudad del Vaticano, 25 de abril de 1998.

Cardenal Giovanni CHELI, Presidente 
Arzobispo Francesco GIOIA, Secretario 

 

 NOTAS

1 1 Cro 29, 15
2 Cf. Lumen gentium, 49.
3 Cf. Ufficio nazionale della Conferenza episcopale italiana per la pastorale del tempo libero, turismo e sport, Pastorale del pellegrinaggio, 1996, p. 44.
4 Cf. Gn 4, 15.
5 Cf. ib. 4, 15.
6 Cf. Lc 15, 11-32.
7 Cf. Pr 2, 13; 4, 19.
8 Cf. ib. 2, 15; 10, 9; 21, 8.
9 Cf. ib. 2, 19; 5, 6; 6, 23; 15, 24.
10 Cf. ib. 8, 20; 12, 28; Ba 3, 13; Is 59, 8.
11 Cf. Sal 119, 30; Tb 1, 3.
12 Cf. Sal 101, 2.
13 Cf. Gn 12, 1-4.
14  Cf. Hb 11, 8-9.13.
15 Gn 23, 4.
16 Cf. ib. 21, 9-21; 26, 12-18.
17 Cf. ib. 28, 2.
18 Cf. ib. 47 y 50.
19 Cf 1 Co 10, 1-13.
20 Cf. Is 43, 16-21.
21 Cf Sb cc. 11-19.
22 Cf. ib. 19.
23 Dt 2, 7.
24 Jos 24, 17.
25 Jr 2, 2.
26 Ex 22, 20.
27 Dt 24, 17; cf Dt 10, 18.
28 Cf. Sal 39, 13; 119, 19.
29 Cf. Lv 25, 23.
30 Ex 34, 4.
31 Sal 120-134.
32 Cf. Sal 128, 1.
33 Cf. Dt 32, 18; Sal 18, 3; 46, 2-8.
34 Sal 122, 4.
35 Sal 15, 1.5.
36 Cf. Sal 43, 3-4.
37 Sal 84, 5-6.
38 Jr 31, 6; cf. Is 2, 5.
39 Cf. Is 2, 2-4; 56, 6-8; 66, 18-23; Mi 4, 1-4; Za 8, 20-23.
40 Cf. Jr 31, 31-34.
41 Cf. Is 1, 17.
42 Cf. Os 2, 16-18.
43 Cf. Is 60, 3-6.
44 Ib. 25, 6.
45 Cf. ib. 55, 1-2.
46 Cf. Ez 34, 11-16.
47 Jn 14, 6.
48 Redemptor hominis, 18.
49 Jn 1, 2.14.
50 Tertio millennio adveniente, 6.
51 Cf. Lc 2, 22-24.
52 ib. 2, 49.
53 Cf. ib. 9, 51; 24, 51.
54 ib. 9, 31.
55 Mt 16, 24; cf. Mt 10, 38 y Lc 9, 23.
56 Cf. Mc 8, 27.34; 9, 33-34; 10, 17.21.28.32-33.46.52.
57 Cf. Hch 1, 11.
58 Cf. Jn 14, 2-3.
59 Jn 16, 28; 17, 24
60 Hch 2, 9-11.
61 Cf. Lc 24, 13-35.
62 Cf. Mt 2, 1-12.
63 Mt 8, 11.
64 Cf. Hch 2, 28; 9, 2; 16, 17;18, 25-26; 19, 9.23; 22, 4; 24, 14.32.
65 Cf. Mt 28, 19-20.
66 Ga 5, 16.
67 Cf. Ap 22, 17.20.
68 Ef 2, 19; 1 P 2, 11.
69 Cf. Ef 2, 19.
70 Hb 13, 13-14.
71 Ap 21, 4.
72 Cf Lumen gentium, 9.
73 Cf. Hch 8, 4.
74 Cf. Hch 2, 7-11.
75 Tertio millennio adveniente, 25.
76 Cf. san Agustín, De vera religione 39, 72: CCL 32, 234; PL 34, 154.
77 San Agustín, De Trinitate 15, 2, 2: CCL 50, 461; PL 42, 1.058.
78 Orígenes, In Leviticum XIII, 5: SCh 287, 220; PG 12, 551.
79 Cf. san Gregorio de Nisa, Carta 2, 18: SCh 363, 122; PG 46, 1.013.
80 Cf. san Jerónimo, Carta 58, 2-3: CSEL 54, 529-532; PL 22, 580-581.
81 Cf. Sal 36, 10.
82 Cf. Mt 5, 48.
83 Ga 2, 20.
84 Flp 1, 21.
85 Juan Pablo II, Discurso durante la visita a Viena (10 de septiembre de 1983): AAS 76 (1984) p. 140.
86 San Bernardo, Carta al obispo de Lincoln: Carta 64, 2: PL 182, 169 ss
87 «Urbs Ierusalem beata, dicta pacis visio, quae construitur in coelis, vivis ex lapidibus». Brev. Rom., Comm. de Dedic. Eccl., Himnus ad Vesp.
88 M. Lutero, A la nobleza de la nación alemana, (1520), WA 6, 437.
89 Tertio millennio adveniente, 18.
90 Concilio ecuménico Vaticano II, Mensaje al mundo (20 de octubre de 1962): AAS 54 (1962) 822.
91 Cf Juan XXIII, Discurso en la apertura del concilio Vaticano II (11 de octubre de 1962): AAS 54 (1962) 790; Pablo VI, Discurso en la apertura de la segunda sesión del concilio Vaticano II (29 de septiembre de 1963) AAS 55 (1963) 842.
92 Pablo VI, Discurso en la clausura de la tercera sesión del concilio Vaticano II (21 de noviembre de 1964): AAS 56 (1964) 1.013.
93 Pablo VI, Discurso a la Asamblea de las Naciones Unidas (4 de octubre de 1995): AAS 57 (1965) 878.
94 Concilio ecuménico Vaticano II, Mensaje al mundo (8 de diciembre de 1965): AAS 58 (1966) 11.
95 Cf. Pablo VI, Discurso en la clausura de la segunda sesión del concilio Vaticano II (4 de diciembre de 1963): AAS 56 (1964) 39.
96 Sacrosanctum Concilium, 2.
97 Cf Lumen gentium, 7-9.
98 Ib., 3; cf. n.
99 Ib., 3.
100 Cf. Ad gentes, 5.
101 Cf. Sacrosanctum Concilium, 7 y 10
102 Cf. Ex 12, 1-14.
103 Cf. Jos 5, 10-12.
104 Cf Ad gentes, 2; Lumen gentium, 17.
105 Mt 28, 19.
106 Cf. Dei Verbum, 7.
107 Cf. Gaudium et spes, 38.
108 Cf. ib., 1-7.
109 Cf. ib., 3 y 11.
110 Cf. ib., 43.
111 Cf. ib., 44.
112 Exhortación apostólica Nobis in animum de Pablo VI (25 de marzo de 1974), sobre la creciente necesidad de la Iglesia en Tierra Santa, pp. 177-188; carta apostólica Apostolorum limina de Pablo VI (25 de mayo de 1974), para la convocación del Año santo 1975; exhortación apostólica Gaudete in Domino de Pablo VI (9 de mayor de 1975), sobre la alegría cristiana del Año santo; carta apostólica Aperite portas Redemptori de Juan Pablo II (6 de enero de 1983), para la convocación del jubileo de 1983; carta apostólica Redemptionis anno de Juan Pablo II (20 de abril de 1984), sobre Jerusalén, patrimonio sagrado de todos los creyentes, al concluir el jubileo de 1983; carta apostólica Tertio millennio adveniente de Juan Pablo II (10 de noviembre de 1994).
113 Juan Pablo II, Audiencia general 9 de abril de 1997, sobre la visita pastoral a Sarajevo.
114 Cf. Lv 25.
115 Sal 104, 13.
116 Hch 2, 44-45.
117 Dt 15, 4.7.
118 Lc 1, 68.
119 Cf. san Agustín, Confesiones I, 1: CCL 27, 1; PL 32, 661; XIII, 38, 53: CCL 27, 272 s; PL 32, 868.
120 Sal 85, 11.
121 Rm 10, 20; cf Is 65, 1.
122 Is 2, 3.
123 Ap 21, 2.
124 Canto latino-americano.
125 Cf. Lv 25.
126 Cf. Ex 27, 21; 29, 4.10-11.30.32.42.44.
127 Cf. Congregación para el culto divino y la disciplina de los sacramentos, Orientaciones y propuestas para la celebración del Año mariano (3 abril de 1987): Notitiae 23 (1987) pp. 342-396.
128 Cf. Juan Pablo II, Discurso a un grupo de obispos de América del Norte en visita ad limina (21 septiembre de 1993): AAS 86 (1994) 495.
129 Is 56, 7.
130 Juan Pablo II, Discurso a los participantes en el I Congreso mundial de pastoral de santuarios y peregrinaciones (28 de febrero de 1992). L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 13 de marzo de 1992, p. 15.
131 1 R 9, 3.
132 Dives in misericordia, 8.
133 Cf. ib., 9.
134 Cf. Lumen Gentium, 50.
135 Gaudium et spes, 19.
136 Tertio millennio adveniente, 6.
137 Evangelii nuntiandi, 26
138 Cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 240.
139 Juan Pablo II, Carta con ocasión del VII centenario del santuario de la Santa Casa de Loreto (15 de agosto de 1993): L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 24 de septiembre de 1993, p. 6.
140 Ml 1, 11.
141 Is 2, 3.
142 Cf. Catechesi tradendae, 47.
143 Sal 119, 105.
144 Cf. Juan Pablo II, Discurso a los directores diocesanos franceses de peregrinaciones (17 de octubre de 1980): L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 5 de abril de 1981, p. 15.
145 Cf. Dei Verbum, 21
146 Cf. Evangelii nuntiandi, 25.
147 Cf. Sacrosanctum Concilium, 102; Collectio Missarum de beata Maria Virgine, Introductio, n. 6.
148 Catecismo de la Iglesia católica, n. 777.
149 Hb 13, 20.
150 Sal 23, 3.
151 Cf. Juan Pablo II, Discurso a los obispos franceses con ocasión de la visita ad limina (4 de abril de 1992): AAS 85 (1993) 368; cf. L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 24 de abril de 1992, p. 10. 
152 Presbyterorum ordinis, 6.
153 Cf. Pastores dabo vobis, 71-72.
154 Cf. Christifideles laici, 18.
155 Cf. ib., 23.
156 Cf. ib., 34.
157 Cf. ib., 7.
158 Cf. Juan Pablo II, Homilía en la basílica de Aparecida, Brasil (4 de julio de 1980): L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 20 de julio de 1980, p. 3.
159 Lc 15, 24.
160 Dives in misericordia, 13.
161 Cf. 1 R 19, 4-8.
162 Código de derecho canónico, can. 1.234 ? 1.
163 Cf. 1 Jn 4, 10.
164 1 Jn 4, 11.
165 Mt 25, 40.
166 Cf. Gaudete in Domino, c. V.
167 Cf. Redemptoris missio, 37.
168 Cf. 1 Tm 2, 5.
169 Hch 17, 27.
170 Sal 148, 11-13.
171 Is 21, 11-12.
172 1 R 19, 12.
173 Sal 84, 6.
174 Cf. Sal 123, 2.
175 Cf. Sal 19, 2.
176 Cf. Sb 9, 3.
177 Código de derecho canónico, c. 1.234 ? 2.
178 Sal 47, 8.
179 Sb 13, 5; cf. Rm 1, 19-20.
180 Cf. Marialis cultus, 37.
181 Redemptoris Mater, 25.
182 Evangelii nuntiandi, 82.
183 Lc 1, 35.
184 Cf. Lc 1, 39-56.
185 Cf. Redemptoris Mater, 37.
186 Cf. Jn 19, 26-27.
187 Cf. Hch 1, 14; 2, 1-4.
188 Cf. Marialis cultus, 25.
189 Cf. Lumen gentium, 67.
190 Anónimo, El peregrino ruso, c. I.
191 1 Ts 4, 17.
192 Lc 22, 27.
193 Cf. Ap 3, 20.

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