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Pontificio Consejo para la Pastoral de los Emigrantes e Itinerantes

Encuentro Continental 

organizado por el CELAM-SEPMOV

Bogotá, Colombia (7-9 mayo 2003)

 

Notas de introducción

 

S.E. Mons. Stephen Fumio Hamao

Presidente del Pontificio Consejo 

para la Pastoral de los Emigrantes e Itinerantes

Queridos hermanos y hermanas en Cristo:

Es para mí un placer y un honor estar aquí con Ustedes en este Encuentro Continental sobre la Pastoral de la Movilidad Humana, que se propone analizar el impacto de la globalización en este fenómeno que produce también emigrantes y refugiados, y no sólo en el Continente americano. De tal modo, Ustedes, como Iglesia, en colaboración con otras organizaciones de la sociedad civil, y en el contexto de Estados muy diferentes pero de una sola América , esperan trabajar con el objeto de lograr una mejor calidad de la vida para los emigrantes y refugiados, también, y especialmente, desde una perspectiva religiosa.

Desde luego, como lo afirma la Exhortación postsinodal Ecclesia in America, una característica del mundo actual es la globalización que, aunque no es exclusivamente americana, es más perceptible y tiene mayores repercusiones en América[1].El fenómeno comenzó como una consecuencia económica de la liberalización del intercambio comercial y el movimiento de capitales, superando los límites de los Estados. Pero no se limitó a la parte exclusivamente económica. El progreso de la tecnología ha tenido como resultado una mejor calidad de los transportes y nuevos medios de comunicación social que han acortado las distancias y han permitido que se entremezclen los valores culturales, las costumbres y las tradiciones.También la cultura se ha globalizado, de algún modo. La radio y la televisión pasan a través de las fronteras sin pedir autorización a la policía... La globalización se refiere, pues, a la expansión de los vínculos globales y a la interdependencia global, a la organización global de la vida social, incluso al desarrollo de una conciencia global con vistas a la formación de una sociedad mundial, denominada comúnmente "aldea global".

De por sí, la globalización no es ni buena ni mala.El mismo Santo Padre lo ha dicho[2]. Es lo que la gente hace de ella.

Lamentablemente, en el actual contexto de libre flujo de capitales, bienes, servicios y cultura ─ incluso con las medidas de proteccionismo tomadas por algunos países ricos ─ el flujo de personas no es igualmente libre.Los Estados tienden a controlar sus propias fronteras y a permitir la entrada sólo a aquellos que consideran útiles para la nación, aunque, por suerte, algunas veces dejan pasar también por motivos humanitarios. Se presta poca atención, sin embargo, al hecho de que si una persona trata de buscar trabajo en un país que no es el propio, lo hace fundamentalmente porque no puede encontrar un empleo adecuado en el país de origen y no logra mantenerse o mantener a su familia; y si huye de su patria, porque la persecución o la violencia ponen en peligro su vida, no puede ser obligada a regresar. Las personas que se encuentran en esas situaciones, es decir, los emigrantes y refugiados, ¿no tienen acaso el mismo derecho al trabajo y a la seguridad que los ciudadanos de un posible país de acogida? ¿No están incluidos, ellos también, entre aquellos que están destinados a gozar del "bien común" universal?

En todo caso, el impacto de la globalización en la movilidad humana es tal, que es imposible pensar en detener el movimiento internacional de personas.En este contexto, es importante tener bien presente que el emigrante es una persona humana, con relaciones, derechos y deberes. En efecto "cuando lo aconsejen justos motivos" tiene derecho de "emigrar a otros países y fijar allí su domicilio"[3]. Sería importante, por tanto, que se estableciera una colaboración, a nivel internacional, entre los países de origen, de tránsito y de acogida, de manera que los emigrantes y sus familias estuvieran salvaguardados contra la violación de sus derechos mientras se encuentran en tránsito en los puertos y en los aeropuertos, en las fronteras y en los puntos de control.

Las rígidas leyes de la inmigración, establecidas por muchos países receptores, han servido por lo contrario de hecho para estimular la migración irregular.Cuando es difícil atravesar una frontera legalmente, y existe una necesidad impelente de hacerlo, las personas intentan de hecho la migración no autorizada. Cuando las personas están despojadas de sus derechos, como los emigrantes en situación irregular, es fácil explotarlas y maltratarlas, y, al mismo tiempo, gozar de beneficios económicos a costa de ellas. Proteger los derechos de los migrantes irregulares, por consiguiente, significaría dar un paso importante para detener, tanto la migración clandestina, como el maltrato y la explotación de los migrantes.

Las personas se desplazan generalmente cuando su situación y la de sus familias es tal, que no pueden seguir viviendo según las normas locales de seguridad, dignidad y bienestar[4]; por tanto, es necesario establecer alternativas justas para la migración, especialmente en los países donde la emigración es prácticamente "sistemática".

En su Encíclica Centesimus Annus[5], el Santo Padre afirma que "el amor por el hombre y, en primer lugar, por el pobre, en el que la Iglesia ve a Cristo, se concreta en la promoción de la justicia".Para que ésta se realice plenamente, habrá que "reconocer en el necesitado, que pide ayuda para su vida, no a alguien inoportuno o como si fuera una carga, sino la ocasión de un bien en sí, la posibilidad de una riqueza mayor". Concretamente, esto significa "ayudar a pueblos enteros ─ que están excluidos o marginados ─ a que entren en el círculo del desarrollo económico y humano. Esto será posible no sólo utilizando lo superfluo que nuestro mundo produce en abundancia, sino cambiando sobre todo los estilos de vida, los modelos de producción y de consumo...". En efecto, existe una "necesidad urgente de un cambio en las actitudes espirituales que definen las relaciones de cada hombre consigo mismo, con el prójimo, con las comunidades humanas, incluso las más lejanas y con la naturaleza; y ello en función de unos valores superiores, como el bien común"[6], considerado en relación con toda la familia humana.

No es justo que los ricos se vuelvan más ricos y los pobres aún más pobres, ya sea individualmente o a nivel de las naciones.Este es uno de los posibles efectos de la globalización - contra los cuales la Ecclesia in America nos pone en guardia - si no se "gobierna" debidamente[7]. "La economía globalizada - afirma el documento - debe ser analizada a la luz de los principios de la justicia social, respetando la opción preferencial por los pobres, que han de ser capacitados para protegerse en una economía globalizada, y ante las exigencias del bien común internacional"[8].

Pero como la globalización no es simplemente un acontecimiento económico, sería necesario analizar todos sus aspectos, de manera que nadie salga perdiendo en la medida de lo posible entre los protagonistas de un mundo globalizado.Nuevas normas y nuevas instituciones internacionales son necesarias. Se requiere una autoridad, a nivel mundial, que "gobierne" la globalización en todos sus componentes, con todas las estructuras que dicha ‘governance’ requiere. Esto no implica, sin embargo, un gobierno mundial[9]. El Santo Padre nos advierte con fuerza: "la globalización no debe ser un nuevo tipo de colonialismo" y "debe respetar la diversidad de las culturas que, en el ámbito de la armonía universal de los pueblos, son las claves de interpretación de la vida. En particular, no tiene que despojar a los pobres de lo que es más valioso para ellos, incluidas sus creencias y prácticas religiosas, puesto que las convicciones religiosas auténticas son la manifestación más clara de la libertad humana... En todas las diferentes formas culturales existen valores humanos universales, los cuales deben manifestarse y destacarse como la fuerza que guíe todo desarrollo y progreso"[10].

Los migrantes, en realidad, son con frecuencia víctimas de las formas actuales de discriminación e intolerancia, a menudo incluso por sus creencias religiosas.En algunos casos, no pueden ni siquiera manifestar su propia fe privadamente en casa. Es necesario pues apoyar el derecho de los migrantes y de sus familias de expresar el propio credo libremente en el país que los acoge y de recibir asistencia espiritual por parte de ministros cualificados de su propia tradición religiosa.

Las personas tienen necesidad las unas de las otras, son interdependientes, tanto a nivel individual como entre Naciones.La interdependencia exige una respuesta de solidaridad. Esta no ha de significar "un sentimiento superficial por los males de tantas personas cercanas y lejanas. Al contrario, es la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común; es decir, por el bien de todos y cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de todos”[11]. Los que disponen de una cantidad mayor de bienes y servicios tendrían que sentirse responsables de compartirlos con los que tienen menos que ellos. Estos, por su parte, no deberían permanecer con una actitud pasiva, o incluso destructiva, del tejido social, sino más bien hacer lo que pueden para el bien de todos. Los grupos intermedios no han de limitarse a cuidar de su intereses particulares; deben respetar los intereses de los demás[12]. A nivel internacional, solidaridad significa establecer un sistema internacional fundado en la igualdad de los pueblos y el necesario respeto por sus legítimas diferencias.

Como Iglesia, tenemos el deber de contribuir a la formación de una "verdadera cultura globalizada de la solidaridad"[13].Estamos llamados a "colaborar con los medios legítimos en la reducción de los efectos negativos de la globalización, como son el dominio de los más fuertes sobre los más débiles, especialmente en el campo económico, y la pérdida de los valores de las culturas locales en favor de una mal entendida homogeneización"[14].

Los Obispos del Continente Americano no han permanecido inactivos ante la globalización, han proyectado algunas estrategias pastorales para responder a ese reto.Así en un encuentro conjunto del CELAM, la Conferencia Episcopal Católica de Estados Unidos (USCCB) y la Conferencia Episcopal Católica del Canadá (CCB), en Québec, en febrero pasado, reiteraron su compromiso de estudiar la globalización y de instruir a los fieles sobre sus beneficios y sus consecuencias negativas. Insistieron en la figura de Cristo, Buen Samaritano, en contraste con el desarrollo despiadado en la globalización, y apelaron a los inversionistas y políticos para que se preste una mayor atención al bien común. Se comprometieron, igualmente, a fomentar la fe en un nivel más profundo en las distintas culturas de América, incluso haciendo respetar y dando valor a la piedad popular que nace de un auténtico encuentro con el Evangelio. Esto expresa el respeto por la cultura específica de cada pueblo, en contraste con la "homogeneización" de la cultura en la globalización.

Con el deseo de que las discusiones que seguirán durante este Congreso nos ayuden a todos los que ejercemos la pastoral, especialmente con los migrantes y refugiados, a aprovechar los efectos de la globalización para así ayudar a que las personas que están confiadas a nuestro cuidado compartan plenamente los distintos aspectos de la vida de la familia humana, según el designio de Dios para la unidad del género humano.


[ 1]cf. Ecclesia in America (EA), n. 20 
[ 2]cf. Juan Pablo II, Discurso a los miembros de la Pontificia Academia de Ciencias Sociales, Vaticano, 27 de abril, 2001, n. 2.
[3] Pacem in terris, n. 25.
  [4]cf. Patrick A. Taran, "Human Rights of Migrants: Challenges of the New Decade" (Derechos humanos de los migrantes, retos de la nueva década), International Migration, Vol. 38, n. 6, Special Issue 2/2000, p. 13.
[5] Centesimus Annus,n. 58.
[6] Sollicitudo rei socialis(SRS), n. 38.
[7]cf. EA 20.
[8]EA 55.
[9]cf. S.E.R. Mons. Agostino Marchetto, "Globalizzazione, Migrazioni e Povertà" in People on the Move, Vol.XXXIV, n. 90, Dec. 2002, p. 89.
[ 10]Juan Pablo II, Discurso a los Miembros de la Academia Pontificia de Ciencias Sociales, Vaticano, 27 de abril, 2001, nº 4.
[ 11]SRS 38.
[12]cf. SRS 39.
[13]EA 55.
[14] ibid.
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