The Holy See
back up
Search
riga

 Pontifical Council for the Pastoral Care of Migrants and Itinerant People

People on the Move - N° 88-89, April - December 2002

La Santa Sede y el fenómeno 
de la movilidad humana*

Rev. P. Angelo NEGRINI, C.S.
Ufficiale del Pontificio Consejo

[Italian summary, English summary]

Introducción

La movilidad humana ha ocupado en numerosas ocasiones el centro del interés y de las preocupaciones del Magisterio. Han sido intervenciones de diversa naturaleza que ponen en evidencia la capacidad de lectura de la Santa Sede frentes a esta realidad social cambiante y su afán en establecer principios, en el ámbito pastoral, en vistas a una plena aceptación del extranjero y de su legado cultural y religioso, en un camino que lleva a un pluralismo auténtico y a una comunión en la diversidad.

Los documentos de la Santa Sede hablan por sí mismos, aunque en tonos diferentes (a veces preceptivo, otras exhortativo, espiritual o magisterial), tanto los textos más antiguos, que ya advertían de las razones del malestar social y de la constricción a la emigración, mientras indicaban las medidas pastorales más adecuadas, como en los escritos más modernos, atentos a la continua transformación de los fenómenos de la movilidad y a las exigencias espirituales del hombre contemporáneo.

No pretendo hoy describir una historia completa de las intervenciones de la Iglesia sobre la emigración. Para hacerlo sería menester de un arduo trabajo de búsqueda en archivo y de reconstrucción histórica en los dicasterios romanos y en las diversas Iglesias locales, con el fin de estudiar el alcance y la eficacia de cada documento, y de hacer luz sobre el camino recorrido juntos, los distanciamientos ya superados o aún persistentes, los mensajes proféticos, las figuras señeras, etc. Pretendo más bien referirme a estos documentos para describir cómo las instancias de las comunidades eclesiales han sido pensadas, formuladas o evocadas en los textos oficiales, con qué atención y con cuáles propuestas concretas, pastorales o culturales. A través de estos documentos se pueden leer las necesidades de las comunidades emigrantes, las múltiples iniciativas que promovieron, sus insistentes peticiones de asistencia religiosa, de tutela, de respeto y de legítima autonomía, a la vez que pueden conocerse las intervenciones concretas de la Santa Sede en estos temas.

Una lectura, que hiciera justicia a la complejidad temporal y a los contextos socioculturales reflejados en los documentos, sería una labor ardua y necesariamente incompleta, principalmente a causa de la variedad de perspectivas de lectura y de síntesis, con que tales documentos deben ser considerados. Además, en el arco de un siglo las estructuras de la Iglesia en el campo de la emigración han cambiado profundamente, como ha cambiado, sobre todo, la forma misma con que la Iglesia se enfrenta al fenómeno: de una inicial postura alarmista por los muchos peligros o de desconfianza ante este producto (en sentido tecnológico y cultural) de la modernidad, se ha pasado a un estudio de las potencialidades, espirituales y culturales, unidas a la emigración según el plan divino de la historia, sin dejar de reconocer con realismo los costes humanos de la experiencia migratoria y sus múltiples incidencias sociales, demográficas y económicas.

En vez de una apretada síntesis histórica, cuajada de fechas y de citas, serán posiblemente más útiles algunas consideraciones generales, que pretenden identificar algunas constantes en el interior del proceso de la Iglesia, con las que se haga más patente el sentido evolutivo de las diversas intervenciones y del camino recorrido en referencia al fenómeno moderno de la movilidad humana.

1. Lectura histórica de los documentos

El fenómeno migratorio, en tanto que movimiento de masas de trabajadores de un país a otro a consecuencia del proceso de industrialización, cogió un poco por sorpresa a la Iglesia, anclada en estructuras de tipo territorial. Fueron precisos algunos decenios antes que la Iglesia alcanzase una perspectiva orgánica y adecuada a las nuevas realidades sociales en transformación y en movimiento.

Una mirada a las etapas más sobresalientes de la toma de posición de los Pontífices en materia de emigración nos puede ayudar a comprender el camino recorrido por la Iglesia.

En los siglos precedentes, durante la época de la colonización política el clero acostumbraba a acompañar los grupos de colonizadores a los territorios apenas ocupados o de nueva población; en cambio, las migraciones laborales del siglo XIX, que se dirigían a lugares relativamente civilizados y con ofertas de trabajo ventajosas, ponían toda una serie de problemas nuevos, especialmente vinculados a la temporalidad de residencia de los emigrantes y su precariedad respecto de la sociedad de acogida.

Los primeros grupos nacionales a ponerse en marcha fueron los de Europa centro-septentrional, religiosamente más organizados y provistos de clero propio.

Algunos decenios después, la aparición de las migraciones latinas y eslavas, más pobres y menos cualificadas, con frecuencia afectadas por movimientos antirreligiosos, iba a agravar también los problemas de su asistencia religiosa.

A mediados del XIX las intervenciones de la Iglesia comenzaron a ser más sistemáticas. En un principio fueron frecuentes los encargos a congregaciones religiosas misioneras de evangelizar, junto a la población indígena, también los emigrantes europeos.

A los Sumos Pontífices llegaban insistentes súplicas de fieles emigrados, que se encontraban abandonados, alejados de los sacramentos y que pedían sacerdotes de su propia nacionalidad. Pío IX, en 1875, confirió un encargo especial a los primeros salesianos de Don Bosco que partían hacia Argentina, para que asistieran a los italianos que allí constituían ya una colonia activa y consistente.

Por aquellos años fue aprobado el Patronato San Rafael, fundado en Alemania en 1871 por el diputado católico P.P. Cahensl para la asistencia a los emigrantes alemanes, y que muy pronto se extendería a otros países. León XIII no tardó en invitar las organizaciones católicas italianas a imitar el ejemplo y fundar sociedades filantrópicas para la tutela de los emigrantes.

Los años más fecundos en discusión y en iniciativas a favor de los emigrantes, fueron los del decenio 1880-1890.

Inicialmente el debate abierto en la Iglesia americana para el establecimiento de estructuras propias, giró en torno a la asistencia a los numerosos grupos nacionales de inmigrantes. Para establecer el orden del día del concilio de la Iglesia estadounidense, en 1883 una delegación de obispos americanos de desplazó a Roma. El tema de la asistencia religiosa a los inmigrantes y la institución de parroquias nacionales fue uno de los puntos principales. El tercer Concilio de Baltimore, del 1884, estableció diversas normas y proporcionó la plataforma de acción a favor de los emigrantes, si bien no consiguió superar todas las resistencias que había.

Mientras tanto, la presión de la Santa Sede encontraba respuesta en la sensibilidad de algunos pastores. Las cartas fundamentales de León XIII, dirigidas a los obispos americanos (Libenter agnovimus del 1887 y Quam aerumnosa del 1888), surgieron a raíz de la fundación de una congregación misionera para la asistencia de los emigrantes italianos en las Américas, por obra de Mons. G.B. Scalabrini, obispo de Piacenza. En sus intuiciones recogía las peticiones de la Santa Sede y la exigencia de dar continuidad a un ministerio difícil, generalmente rechazado por parte del clero local. A Mons. Scalabrini se debe también la fundación de un patronato S. Rafael, a partir del modelo de la homónima asociación seglar alemana. Intervino asimismo en el debate político a raíz de un proyecto de ley sobre la emigración, reivindicando la libertad de “no hacer” emigrar, oponiéndose así a todas las formas de especulación perpetradas en perjuicio de los emigrantes. Apoyó una línea de actuación de estrecha colaboración entre sus misioneros y los pastores de las Iglesias de acogida, así como de cooperación entre todas las fuerzas religiosas y seglares dispuestas a intervenir a favor de la emigración.

El periodo de comienzos del siglo fue determinante para el planteamiento de la pastoral de los emigrantes, no sólo por los planteamientos formulados en los documentos de la Iglesia central, sino también en lo que se refiere a las relaciones entre los inmigrantes y las diversas Iglesias locales. Las dificultades en este campo eran numerosas, como atestiguan las frecuentes disputas entre los varios grupos étnicos, las apostasías y los cismas de algunas colectividades.

En realidad, los inmigrantes formaban muchas veces una especie de cuerpo extraño a la sociedad de acogida, una comunidad aparentemente temporal y marginal, incluso en el ámbito de la Iglesia. Las consecuencias de la masiva inmigración de católicos fueron diferentes en los diversos continentes: una religiosidad popular y formas más cohesivas se dieron en América Latina, mientras en los Estados Unidos se registró una notable expansión de estructuras, pero con frecuentes experiencias conflictivas.

En la Iglesia europea, por su parte, no faltaron iniciativas tendentes a conseguir una colaboración más estrecha, como prueba la aparición de la “Liga europea para la asistencia a los emigrantes transoceánicos” en 1890.

En Europa, por iniciativa de Mons. Bonomelli, obispo de Cremona, se fundó en 1900 la “Obra de asistencia a los trabajadores italianos emigrados a Europa”, que en el curso de pocos años consiguió llevar a cabo una serie de notables iniciativas religiosas y sociales. La Obra Bonomelli se caracterizaba por una estrecha colaboración entre el clero y el laicado católico, que, sin embargo, no siempre escapó a la tentación de interferir en la acción religiosa de los sacerdotes. La herencia de la Obra Bonomelli, aun después de su supresión en 1927, resultó fecunda para toda la Iglesia europea.

El periodo del pontificado de Pío X se destaca por la puesta en marcha de numerosas iniciativas prácticas, como la creación de organismos dedicados a la asistencia religiosa y social de los emigrantes en varios países. La fuerza centralizadora y organizativa de Pío X fue notable: en 1908 se recomendaba la fundación de comisiones diocesanas o parroquiales a favor de los emigrados con el fin de ofrecer apoyo e información a los que partían. El acto más importante fue, sin duda, la constitución en 1912, en el ámbito de una reestructuración de la Curia Romana, de una sección para la emigración bajo la competencia de la Congregación Consistorial. La creación de este departamento iba a dar nuevo impulso a toda la Iglesia, como demostraron los documentos y realizaciones sucesivas.

En 1914 se definió la disciplina del clero destinado a la emigración (Ethnographica studia). Se apelaba a la responsabilidad de la Iglesia destino en la asistencia a los inmigrados y se sugería la preparación específica del clero indígena, desde el punto de vista lingüístico, cultural y pastoral. El decreto Magni semper de 1918, posterior al Código de Derecho Canónico, establecía el procedimiento de autorización del clero para la asistencia a los emigrantes, bajo la vigilancia de la Congregación consistorial.

También en 1914, al percibir la necesidad de implicar de forma más decidida a las Iglesias de origen, se ponían las bases para la erección del “Pontificio Colegio para la emigración italiana” que, a causa del estallido de la guerra mundial, de hecho no fue abierto hasta 1920. La eficacia operativa y pastoral del Obispo para la emigración italiana, que estaba al frente del Pontificio Colegio, se vio muy mermada por el bloqueo de los flujos migratorios hacia los países tradicionales de atracción durante los años veinte.

El segundo periodo posbélico ofreció una realidad más dramática todavía, no sólo por la destrucción causada por el cruento conflicto mundial, sino por el agudizarse del doloroso fenómeno de los refugiados, especialmente de los países del Este, muchos de ellos de rito oriental. Esta nueva categoría de emigrantes forzosos, privados de sus bienes materiales y de la libertad, sin posibilidad alguna de regresar, superaba casi los tradicionales flujos migratorios por motivo económico. Por parte de la Iglesia, con el reinicio de los flujos migratorios a nivel mundial después del periodo de recesión de las dos décadas precedentes, se multiplicaron las iniciativas en todos los países europeos y americanos. En todos sitios se reestructuraban y se ampliaban los organismos católicos que se ocupaban de la emigración.

Se advertía la urgencia de un documento base que recogiera la herencia de orientaciones y de disposiciones prácticas experimentadas en los decenios precedentes. Este documento orgánico, de una oficialidad poco común para los documentos de la materia, es la Constitución Apostólica Exsul familia, publicada por Pío XII en agosto de 1950. El documento traza una panorámica histórica de las intervenciones de la Iglesia en el campo de la asistencia a los emigrantes y coordina las normas eclesiásticas sobre el tema. Se definen mejor las tareas de algunas figuras, como la del Delegado para las obras de emigración y del Director de los misioneros de los emigrantes. En el plano del contenido, la Exsul familia confirmaba muchas de las tradicionales afirmaciones de la Iglesia, como el derecho natural a emigrar, el destino universal de los bienes de la tierra, la orientación hacia una mejor distribución de las riquezas del mundo; se juzgaba severamente todo restriccionismo migratorio, ocasionado por miedos y prejuicios. Los instrumentos que el documento pontificio considera particularmente relevantes para la asistencia a los emigrantes son las parroquias nacionales y personales a cargo de sacerdotes de la misma lengua y nacionalidad de los emigrantes.

En los años 1960-1970 se dan algunos elementos nuevos de gran importancia: el proceso de integración europeo, no exento de fracasos, como es el éxodo endémico de algunas zonas con su empobrecimiento consiguiente; la estabilización del flujo migratorio intra europeo con la aparición y la difusión de la inmigración proveniente de los países del Tercer Mundo; el surgimiento de algunas metas migratorias en países de rápida expansión como son los productores de petróleo; la explosión del fenómeno masivo de los refugiados en las regiones de tensión internacional. Todo esto compone el cuadro complejo y en parte inédito de la emigración internacional en el periodo más reciente, al que la Iglesia ha intentado dar respuesta.

En el interior de la Iglesia, los años sesenta son la gran época del Concilio, con su renovación de las estructuras eclesiales y de su compromiso evangelizador en el mundo contemporáneo. La realización del Concilio y los documentos sociales de Pablo VI, pusieron los fundamentos de un aggiornamento también para la pastoral migratoria, junto a los grandes temas de la Iglesia, del desarrollo y de la paz. Mientras en el ámbito nacional se ponían en marcha las diversas Conferencias Episcopales y los organismos especializados para la emigración, se hacía oportuna una reformulación de la materia en el ámbito general, lo que se llevó a cabo en la instrucción Pastoralis migratorum cura de 1969.

El documento insiste en los derechos fundamentales de la persona humana. El emigrante debe ser respetado en cuanto tal, con todas sus potencialidades religiosas, culturales, sociales y expresivas que lleva consigo. La misma definición de emigrante es ampliada y referida a todo aquel que vive fuera de su propia patria o comunidad. El concepto de integración en la sociedad de acogida se ve sometido a revisión, rechazando el proceso de asimilación pasiva o acrítica. En cuanto a la asistencia a los emigrados no se señalan límites precisos de tiempo, ante la persistencia de rasgos étnicos en las segundas y terceras generaciones de emigrantes. En resumen, la emigración es considerada como un fenómeno complejo de derechos y deberes, entre los que destaca el derecho a emigrar como derecho de la persona humana, al que corresponde el deber de contribuir lealmente al desarrollo del país de asentamiento.

El conjunto de intervenciones a favor de los emigrantes se ha visto potenciado por la creación de estructuras específicas. No podía faltar un organismo central, como el que fue creado en marzo de 1970 por Pablo VI: “Pontificia Comisión para la Pastoral de las emigraciones y del turismo”, como nuevo dicasterio para la movilidad, con importantes tareas de coordinación y de estímulo en relación con las Conferencias Episcopales. La atención prestada en algunos sínodos de las Iglesias locales testimonia igualmente la creciente sensibilidad por la inserción de estos hermanos en la vida comunitaria y eclesial.

El Pontífice actual, Juan Pablo II, en sus frecuentes referencias a los problemas humanos, religiosos y sociales de la emigración, ha dado al tema una singular impronta personal, caracterizada por el humanismo de su primera encíclica Redemptor hominis: los derechos fundamentales de la persona humana son el camino privilegiado a través del cual se expresa el anuncio del evangelio. El mismo patrimonio cultural de cada grupo asume un especial nexo con el mensaje cristiano que transmite. La defensa de la herencia cultural de un pueblo se transforma, de algún modo, en defensa de la esencia constitutiva del pueblo, de su evolución y de su identidad histórica, estableciendo una estrecha unión entre fe y civilización cristiana.

La defensa de los derechos de la persona es señalada y mantenida sobre todo en el caso de los refugiados, que constituyen “de todas las tragedias humanas de nuestro tiempo, tal vez la más grande” (21.3.1981); los refugiados exigen una especial atención y solidariedad por parte de la comunidad internacional y de los países ricos, pues se encuentran en una situación no de emergencia, “sino de verdadera exclusión forzosa, que les hiere en sus sentimientos más profundos y que con frecuencia equivale a una muerte civil” (16.1.1982).

El mismo problema de los trabajadores ilegales y clandestinos está adquiriendo una prioridad también por parte de las iniciativas de la Iglesia, a la búsqueda de medios adecuados, tanto de carácter asistencial como jurídico-normativo, para eliminar el estatuto de clandestinidad y las consecuencias negativas que de él se derivan. La Iglesia desea contribuir al desarrollo y a la amplitud de miras de las orientaciones gubernamentales en el campo de la emigración, haciéndose portavoz de las personas más desfavorecidas y marginadas. Al mismo tiempo, la Iglesia, al interior de la comunidad eclesial, valora la emigración como coeficiente importante para el enriquecimiento mutuo, para reforzar los vínculos de comunión y crecimiento intraeclesial, y para la construcción de la gran familia de los pueblos.

2. Lectura analítica de los documentos

Las constantes que, en mi opinión, caracterizan las intervenciones del magisterio de la Iglesia sobre el fenómeno migratorio, son las siguientes:

a) Eclesialidad y misión en la emigración

Los fieles católicos emigrantes son vistos como propagadores de la fe, en un principio tal vez más de forma implícita: la preocupación prevalente es la de “conservar” su fe. Pero se trató siempre de una conservación dinámica; en realidad su fe preservada tenía una función propagadora y, en el caso particular de territorios y naciones donde el catolicismo era ausente o minoritario, los emigrantes representaban la oportunidad de una mayor presencia y penetración de la Iglesia. Como está ampliamente documentado en las investigaciones históricas, el avance del catolicismo en los nuevos continentes durante el siglo pasado se debió en buena parte a las emigraciones de comunidades católicas.

En tales casos, el impulso misionero no implicaba sólo a los miembros del clero enviado a los territorios recién establecidos, sino a las masas católicas que se convertían en agente misionero en su conjunto. Los trabajadores emigrados, que la miseria había empujado a buscar su subsistencia en otros lugares, al instalarse en los nuevos territorios, transplantaban ahí sus usos y costumbres, sus tradiciones religiosas y civiles.

De este hecho sociológico elemental derivaban consecuencias importantes en el plano eclesial y social. Con sus características de grupo, los emigrantes constituían una muy válida componente antropológica de la Iglesia local. Así, la componente misionera se fundía con el hecho antropológico de su fisonomía religiosa y cultural; la emigración aparecía como una vía privilegiada de la difusión del catolicismo, como un canal más adecuado, puesto que se basaba en las personas, en la fe de la gente. La recuperación de este aspecto misionero colectivo de las emigraciones resultaba particularmente interesente en una época en que se corría el riesgo de asumir, también en la expansión misionera de Occidente, determinados intereses comerciales o políticos, a través de la creación de esferas de influencia o de la supremacía de la técnica. Pío XII trazó acertadamente las líneas de esta providencial actividad misionera: “El fenómeno de la moderna emigración sigue sus propias leyes; pero es propio de la Sabiduría divina servirse de los hechos humanos, incluso de los dolorosos, para realizar sus designios de salvación en beneficio de la humanidad entera. De este modo, humildes colonias de trabajadores cristianos pueden transformarse en viveros de cristianismo allí donde jamás había penetrado y donde acaso se había perdido su traza” (23.7.1957).

Como se advierte ya claramente en los primeros documentos pontificios, la preocupación por mantener las características religiosas y culturales de los católicos emigrantes obedecía a una importante lectura de la realidad social de la emigración, a la vez que se consideraba a cada uno de los fieles como vector del carácter misionero de la Iglesia y de la universalización del mensaje cristiano. Este programa ha madurado considerablemente con el reconocimiento explícito del Vaticano II a favor del apostolado de los laicos.

b) Valor de las culturas en la acción evangelizadora

Si es verdad que el mensaje cristiano se encarna en una determinada cultura, esto se hace mucho más cierto en los grupos de emigrantes: obligados a erradicarse de su ambiente de origen, no pueden vivir sin una cultura, porque a través de ella se expresan y se comunican. Por ello, la cultura del emigrante no debe ser sólo respetada – porque desempeña un papel decisivo en la formación de las conciencias y en la expresión de la idiosincrasia y de la historia de cada pueblo –, sino que tiene que ser recuperada y valorizada, porque a través suyo se propone el mensaje evangélico.

Los documentos pontificios expresan claramente la oposición de la Iglesia a una asimilación de los emigrantes, que habría diluido y dispersado su patrimonio religioso y cultural, impidiendo así un proceso de enriquecimiento para la Iglesia local. Se insiste repetidamente, por el contrario, en la preparación religiosa de los emigrantes, porque sin ella resultan imposibles un intercambio dinámico y un proceso de transformación de los mismos emigrantes que acaba siempre por introducir elementos de novedad en la cultura receptora.

Y al contrario, fenómenos de desprecio u oposición a los grupos inmigrantes, de una parte, o la cerrazón de éstos hacia la comunidad local, de defensa a ultranza de sus peculiaridades, por otra, provocan consecuencias negativas; impiden, en efecto, el mantenimiento de la identidad cultural de cada grupo y un intercambio constructivo con el ambiente de acogida.

La Iglesia se ha inclinado por una línea de mantenimiento dinámico, no cerrado y enrocado, de las características y tradiciones religiosas de los grupos emigrantes, porque la cultura desempeña un papel fundamental en la encarnación del mensaje cristiano en una determinada sociedad y en su anuncio histórico. Enunciada en los primeros documentos y luego formulada más claramente en los posteriores, la Iglesia ha expresado una clara disposición a favor del ministerio de sacerdotes de la misma lengua o nacionalidad de los emigrantes. Esta actitud parte del presupuesto de que la Iglesia, que no está atada a ninguna cultura de forma exclusiva, ni siquiera a la localmente dominante, tiene la necesidad de expresarse en cualquier cultura, que se convierte de este modo no sólo en objeto, sino también en sujeto de evangelización.

De esta situación ha surgido la convicción de la Iglesia del paso de una fase prolongada de monocultura a otra caracterizada por el pluralismo cultural o de formas de multiculturalismo. La intuición conciliar de la unicidad de la fe en la pluralidad de las culturas fue posteriormente desarrollada en la Evangilii nuntiandi de Pablo VI: no al allanamiento de las diferencias para garantizar la unidad; sí a una valoración de la diversidad cultural, lingüística, étnica. El pluralismo litúrgico, pastoral y aun teológico se ha hecho necesario en la valorización de las expresiones simbólicas de la cultura y de la religiosidad popular. Es en este campo donde los fieles emigrantes han aportado a la Iglesia una contribución positiva y elaboraciones originales.

c) Tutela y valorización de las minorías, también en el interior de la Iglesia

Uno de los aspectos sorprendentes de los documentos de la Santa Sede reside precisamente en la abundancia de textos relativos a las Iglesias de rito oriental, greco-ruteno, armeno, caldeo, bizantino. Se diría que casi excesivos, en relación a la consistencia numérica de los grupos emigrantes. Algunos documentos básicos se dedican a los aspectos rituales y organizativos para la salvaguardia de la autonomía religiosa y cultual. En realidad, la Santa Sede había quedado como única garante de sus derechos y tradiciones en contra de una tendencia de asimilación o de supresión, que en algunos momentos resultó muy fácil por parte de las Iglesias locales de acogida. Las reclamaciones y las quejas de los emigrantes de rito oriental – que tantas veces habían ya sufrido en su patria represalias y expulsiones – llegaban a Roma en gran número.

Los motivos eclesiológicos de esta atención se hallan en cuanto hemos dicho a propósito de las culturas en el proceso de evangelización. Pero es importante señalar también la fecundidad del principio establecido en la Constitución de León XIII Orientalium dignitas de 1894, cuando se amenazaba con la excomunión al sacerdote de rito latino que intentase alejar los fieles de rito oriental de su rito propio. La norma era extremamente importante, pues no sólo condenaba cualquier forma de proselitismo entre los emigrantes, sino que revelaba la validez de una igualdad entre las comunidades católicas y de la consiguiente no-concurrencia entre ellas, añadiendo, además, un reconocimiento de la tutela de las características culturales de quien se hallaba en condiciones de minoría y desventaja.

Esta postura de la Iglesia va unidad al compromiso a favor de la tutela de las minorías y de los oprimidos, de los refugiados políticos, con estatuto de tales o no, de los desheredados privados de todo y abandonados a sí mismos, que han llenado tantas páginas dolorosas de la historia del segundo periodo posbélico, como consecuencia del mismo conflicto mundial y de tantos otros locales. La geografía actual de deportados y prófugos suscita la tradicional sensibilidad y solidariedad entre las Iglesias hermanas hacia una intervención rápida, pero sobre todo estimula a la Iglesia para intervenir en defensa de las minorías políticas, religiosas, étnico-lingüísticas o de cualquier otro que padece persecución.

d) Diálogo en el interior de las Iglesias locales y ante las realidades socioculturales del mundo moderno

Se trata de un efecto evidente, aunque no exclusivo, de las migraciones por motivos laborales. En efecto, éstas han provocado el encuentro y el intercambio entre las Iglesias, no sólo en el ámbito de las personas, sino de las culturas y tradiciones, de prácticas religiosas y de formas rituales de expresión. El intercambio ha sido más cualificado en el caso del clero, permitiendo una solidariedad efectiva entre las Iglesias en el momento de establecer comunidades eclesiales nuevas, cuando se precisaba de clero adecuado y disponible.

El enfrentamiento, a veces polémico, entre grupos étnicos y la Iglesia local, especialmente en las Américas, desembocó en formas de separatismo y de cisma, a causa de las incomprensiones recíprocas y de la hostilidad. Para impedir semejantes situaciones, que corrían el peligro de multiplicarse, era necesario reconstruir un clima de confianza y de diálogo sereno, que con el tiempo ha llevado a formas de síntesis más ricas y a elaboraciones originales, como demuestran numerosas realidades eclesiales en las Américas. Si se ha conseguido un cierto pluralismo, de formas y de instituciones, en el interior de la Iglesia, se debe en gran parte a las migraciones de pueblos diversos y al intercambio de los valores de que ellos son portadores.

El diálogo entre las Iglesias no sólo ha llevado a una comprensión interna mayor, sino que ha permitido atenuar los nacionalismos culturales, que en el siglo pasado movían a muchas Iglesias locales a adoptar los criterios dominantes, cuando se trataba de juzgar la realidad social, las emigraciones incluidas.

La Emigración de trabajadores ha facilitado igualmente el diálogo con el mundo moderno, otro importante aspecto del camino de la Iglesia contemporánea. Los desplazamientos de población, en el periodo de máxima expansión económica producida por la industrialización, han proporcionado a la Iglesia un planteamiento constructivo ante la experiencia de la modernidad, aunque no exento de dificultades e incomprensiones, como atestigua el debate de la Iglesia a propósito del americanismo y del modernismo. La Iglesia ha mostrado apertura y sensibilidad ante las nuevas realidades sociales y culturales producidas por los procesos de transformación de la sociedad moderna. A pesar de su tradicional vínculo con el mundo agrario, a sus valores y a sus símbolos, la Iglesia ha sabido plantearse positivamente el fenómeno del urbanismo industrial, superando retrasos e incomprensiones iniciales. La realidad de la vida urbana, en particular en las megalópolis americanas, ha favorecido la formación de un ambiente en que los grupos étnicos han podido mantener y desarrollar sus tradiciones religiosas y sus características culturales.

La Iglesia ha tomado nota y, en cierta medida, favorecido el paso de una situación caracterizada por la monocultura a otra de diálogo intercultural e interreligioso; de la uniformidad, tantas veces pasiva e impuesta, a la diversidad creativa y unificadora.

e) Centralidad de la persona y defensa de los derechos humanos

La apelación a los derechos inviolables de la persona es una enseñanza antigua y repetida con insistencia en los documentos de la Santa Sede, particularmente en los más importantes, como son la Exsul familia y las encíclicas sociales. Según esta enseñanza, ninguna persona puede ser obligada a permanecer contra su voluntad en una nación o sociedad por razones que recorten su libertad en el campo religioso o la libertad de pensamiento en todas sus formas y manifestaciones. A la libertad de emigrar se debe unir el derecho de asilo concedido por las naciones democráticas modernas, que se inspiran en la carta de los derechos humanos, a todos los que se ven privados o impedidos en el ejercicio efectivo de la libertad.

La libertad de emigrar, en cuanto derecho sujetivo de la persona, se convierte en un signo para analizar y comprender la sociedad, y diagnosticar los absolutismos y los colectivismos, viejos y nuevos, así como las variadas formas de estado – latría, que resurgen un poco por todas partes y que conculcan entre otras, pero entre las primeras, la libertad de emigrar. El totalitarismo, afirmaba Pío XII, “reduce el hombre a una mera pieza en el juego político... con una mal disimulada crueldad expulsa millones de personas, centenares de miles de familias, en la miseria más absoluta, de sus casas y de sus tierras, y los desarraiga y los arranca de una civilización y de una cultura en cuya formación habían trabajado generaciones enteras (24.12.1945).

La doctrina centrada sobre el hombre y sobre la amplitud de sus derechos alcanzó la madurez con Pablo VI, cuando, frente a los incumplimientos y a los retrasos que afectan a las comunidades inmigrantes, siempre al margen del bienestar colectivo y de los procesos de decisión incluso en las sociedades occidentales, él reclamó un “estatuto del emigrante”, que los estados deberían introducir para una tutela más eficaz y más adecuada del emigrante y de su familia. En las enseñanzas del actual Papa, Juan Pablo II, el acento sobre la tutela de los derechos de la persona y de la familia, como sucedía ya en Juan XXIII y en Pablo VI, se ha visto reforzado y ampliado a los derechos de los pueblos.

f) Creación de instituciones específicas para los emigrantes

La emigración ha impulsado a la Iglesia a la creación de instituciones adaptadas al fenómeno moderno de la movilidad laboral, que venía a perturbar unas estructuras eclesiales tradicionales basadas en la territorialidad parroquial. La innovación más importante fue la creación de la “parroquia nacional”. Para hacer frente a las exigencias de la práctica religiosa de compactas comunidades étnicas instaladas en territorios de nueva población, donde las estructuras de la Iglesia resultaban inadecuadas, se hizo oportuno la creación de las parroquias llamadas “nacionales”, es decir, con jurisdicción sobre los fieles de una misma lengua o nación. De esta forma, no sólo se aseguraba la administración de los sacramentos a unos fieles que se veían impedidos por dificultades lingüísticas, sino que se hacía posible una catequesis más adaptada a adultos y niños, creando una comunidad de fieles viva y operante.

La fórmula de la parroquia nacional fue particularmente original en el plano canónico y muy útil a nivel práctico. Aunque se corría el riesgo de superposición de algunas funciones, la parroquia nacional sirvió para sacar a relucir las nuevas realidades sociales y las nuevas necesidades de la misma Iglesia de acogida. La parroquia nacional fue particularmente reglamentada y utilizada en la Iglesia norteamericana, mostrando su capacidad de resistencia en el tiempo y su capacidad de adaptación a la diferentes situaciones. Presente desde los mismos inicios de la emigración masiva, tanto en las disposiciones de la Santa Sede como de las Iglesias locales, fue definida de forma más solemne en documentos como la Exsul familia de Pío XII.

Otro esquema pastoral adaptado a la movilidad de los grupos étnicos ha sido la Missio cum cura animarum, que acentúa el aspecto personal en la asistencia a los emigrantes. En este sentido, resultaron particularmente importantes las iniciativas de coordinación de la asistencia a los emigrantes a nivel central, como fueron la de Propaganda Fide para los fieles de rito latino en las Américas, de la Secretaría de Estado para Europa y por parte de la Congregación de la Iglesia oriental para los fieles de rito oriental.

Una mayor exigencia de coordinación central y única de la pastoral de los emigrantes se hizo más urgente después de la gran reforma de la Curia romana emprendida por Pío X. En la estructura del dicasterio de la Consistorial, competente en las relaciones con los obispos, fue instituida en 1912 una sección especial dedicada a las migraciones de todas las nacionalidades, recogiendo las sugerencias de muchos obispos, entre ellas las formuladas por Mons. G.B. Scalabrini en 1905. En aquellos años, sin embargo, la mayor preocupación se dirigía a los flujos de italianos que alcanzaban el nivel más alto en el ámbito mundial, originando graves problemas en las Iglesias de origen y de acogida.

No fueron menos importantes las instituciones en el ámbito nacional y diocesano, en particular donde se crearon Vicarios episcopales para los emigrantes. Después de la segunda guerra mundial, la Exsul familia instituyó una red coordinada de organismos nacionales y diocesanos, tanto en las Iglesias de partida como en las de llegada, a fin de garantizar el buen éxito de la pastoral para los emigrantes. En época más reciente, después del Concilio, a través de la Pastoralis migratorum cura de 1969, fueron creados otros organismos a nivel de Conferencias Episcopales nacionales, oficinas centrales y delegaciones diocesanas, tanto en los lugares de origen como de llegada.

En marzo de 1970 Pablo VI creó la “Pontificia Comisión para la Pastoral de las Emigraciones y del Turismo”, que Juan Pablo II, con la constitución apostólica Pastor bonus (28 junio 1986), transformó en “Pontificio Consejo de la Pastoral de los Emigrantes e Itinerantes”, con la específica misión de coordinar y alentar las Conferencias Episcopales. El Pontificio Consejo promueve importantes iniciativas en vistas a la sensibilización de los diferentes sectores que componen la pastoral de la movilidad: además de las emigraciones, se cuida del turismo, del apostolado del mar, de los nómadas, de los estudiantes extranjeros, de los aeropuertos, de la carretera, etcétera.

Por lo demás, hay que decir que actualmente la Iglesia hace una lectura más articulada del fenómeno migratorio: de la emigración pauperista y casi forzosa, de finales del siglo XIX e inicios del XX, bajo la amenaza de la miseria, el fenómeno migratorio ha adquirido características profesionales diversas y, en algunos casos, cualificaciones profesionales elevadas, como es la emigración de técnicos, de profesionales y estudiantes, etc. De igual modo se ha desarrollado en estos decenios un fenómeno nuevo, impensable hace un siglo, como es el del turismo social, con exigencias y características específicas, y al que Pablo VI dedicó profundas reflexiones espirituales.

Por lo que a las Iglesias orientales se refiere, las instituciones específicas han jugado un papel particular y han tenido continuidad hasta la fecha, como demuestra la creación de exarcados en zonas tradicionales de asentamiento de emigrantes de rito oriental. Este hecho no representa únicamente el reconocimiento formal de la autonomía del rito, e implícitamente de la función antropológico-cultural, sino que ha supuesto la creación de estructuras propias, con parroquias y sacerdotes, así como la posibilidad de tener seminarios para la formación del clero.

g) El papel del laicado católico

Se trata de un aspecto importante y siempre más relevante en la emigración. El fenómeno migratorio es, en efecto, un problema social complejo y difícil, cuya tutela social y asistencia requería la intervención de las asociaciones laicales de asistencia. Desde los primeros tiempos se notó en toda Europa (primero en Alemania en 1871, después en Bélgica e Italia) la benéfica influencia de los patronatos San Rafael, que se dedicaban especialmente a la tutela de los emigrantes tanto a la partida (generalmente en condiciones de pobreza extrema y víctimas de especuladores), como durante el viaje y la llegada, proporcionando informaciones serias y fiables. Se invitaba al laicado católico a actuar para hacer frente al proselitismo antirreligioso o sectario que acechaba a los emigrantes.

Es preciso subrayar que las iniciativas del laicado católico se dieron en un cierto pluralismo institucional y organizativo que reflejaba las diversas, a veces opuestas, tendencias de las corrientes político-religiosas de los católicos; en Italia, por ejemplo, se enfrentaban transigentes e intransigentes, demócratas, liberales y conservadores. La más importante de todas las organizaciones asistenciales, cuyo grupo dirigente eran laicos, mientras los que actuaban en el extranjero eran sacerdotes, fue la “Obra de asistencia a los trabajadores emigrados en Europa”, fundada por el obispo de Cremona, Mons.Geremia Bonomelli en 1900.La Santa Sede percibió desde el principio la importancia de los patronatos católicos, en particular al iniciar el siglo. En 1908 Pío X recomendó su creación a nivel diocesano y parroquial bajo en el control y la guía del clero.

Otro hecho a mencionar es el que se refiere a los catequistas laicos. En el extranjero, ahí donde no se contaba con sacerdotes del propio país y, en especial, en zonas rurales, el catequista laico llevó a cabo una acción fundamental de evangelización y de salvaguardia religiosa. De todas formas, sólo en época más reciente, como consecuencia de la renovación conciliar, el papel del laico en la emigración ha sido decisivamente redimensionado, convirtiéndose en un sector privilegiado para llevar a cabo una acción práctica y una reflexión teológica sobre los problemas pastorales del mundo del trabajo, del que los emigrantes son a menudo la parte más vulnerable y necesitada.

h) Emigración de los pueblos como contribución a la pacificación universal

Las emigraciones por motivos laborales difunden, sin lugar a dudas, un mensaje ecuménico. Basadas en una ampliación del concepto de patria y en el intercambio cultural entre sociedades de vivencias diversas, han contribuido y contribuyen poderosamente a la distensión y a la comunicación entre los pueblos.

La Iglesia, de modo particular, recurre constantemente a sus recursos supranacionales y no deja de inculcar, precisamente en la asistencia a los emigrantes de diversas nacionalidades y culturas, el mensaje de que la Iglesia es comunión de hermanos; no una federación de Iglesias autónomas y autosuficientes, sino una comunidad sin barreras culturales, lingüísticas o sociales, que representa un modelo de comunidad para toda la humanidad.

Pío XII observaba en 1957: “A muchos católicos, sacerdotes y laicos, concede hoy la Providencia la oportunidad de renovar en sus parroquias esta antigua y perenne gloria del nombre cristiano y de manifestar al mundo que les rodea, dividido en tantas contiendas nacionalistas, cuán profundo es en la Iglesia el sentido de la universalidad. A ningún miembro del Cuerpo místico pide la Iglesia un pasaporte antes de decidirse a incorporarlo en la vida de la comunidad y hacerlo partícipe de sus bienes espirituales y de su propio afecto” (23.7.1957).

Las emigraciones contribuyen a la pacificación universal en un sentido específico: el de permitir una comunicación, un diálogo entre las diferentes culturas. Esta multi-culturalidad es en sí misma acción pacificadora, pues alcanza a las raíces del diálogo entre los hombres. La búsqueda y el reconocimiento de los valores comunes, presentes en las varias etnias y confesiones, conducen al diálogo y generan una acción pacificadora contra los continuos mensajes de muerte y de destrucción, recorriendo los caminos de una multi-culturalidad que refleja la hermandad universal.

Según las sabias palabras de Pablo VI, pronunciadas en 1970, “quien ayuda a descubrir en cada persona, más allá de sus rasgos somáticos, étnicos o raciales, la existencia de un ser igual en todo a uno mismo, transforma la tierra de un epicentro de divisiones, de antagonismos, de insidias y de venganzas, en un campo de trabajo orgánico de colaboración civilizada. Porque allí donde la hermandad entre los hombres viene negada radicalmente, radicalmente es destruida la paz. Y la paz es, por su parte, el espejo de la humanidad verdadera, auténtica, moderna, vencedora de toda anacronista fuerza autolesionadora”.

Si la Iglesia, como “servidora de la humanidad “ (Pablo VI), sigue comprometida hoy en su servicio a favor de todos los hombres, debe ser portadora del mensaje de la paz humana y trabajar por ella, como continuación de la obra salvadora de Cristo, como figura y efecto de la paz de Cristo, perfección del conjunto de relaciones entre todos los seres humanos. A esta obra de la Iglesia, las emigraciones por motivos laborales han prestado una gran contribución para la construcción de un mundo fraterno y pacífico.

Conclusión

La movilidad humana constituye uno de los indicadores más precisos de la transformación en curso en nuestras sociedades, sean éstas sociedades del bienestar o sociedades en vías de desarrollo económico o político. La movilidad es un reto para las instituciones religiosas y civiles, así como para cada individuo, y requiere modelos adecuados en el campo pastoral y social.

Para la iglesia la atención pastoral específica a la movilidad se convierte en una prueba ulterior de su catolicidad y de su misionariedad, y para las personas consagradas que a ella se dedican es una prueba de la radicalidad de su opción de vida atenta a los cambios sociales.

Ciertamente, es necesario “aprender a vivir nuestro compromiso profético, conscientes de que nos aguarda un examen que no da lugar a engaños: dime cómo acoges al extranjero y te diré si eres cristiano auténtico” (Cardenal Etchegaray). 

Nota:
* Texto presentado en una conferencia del XXXIV Encuentro de Teología, organizadopor la Pontificia Universidad de Salamanca, sobre el tema “Hacia una Europa multicultural: el reto de la emigración” (Santiago de Compostela, 4-7 septiembre 2001). 

La Santa Sede e il fenomeno della mobilità umana.

Riassunto

L’articolo riporta la relazione che l’Autore ha svolto in occasione del XXXIV Incontro di Teologia, organizzato dalla Pontificia Università di Salamanca sul tema “Verso un’Europa multiculturale: la sfida delle migrazioni” (Santiago de Compostela, 4-7 settembre 2001).

Secondo l’Autore, una lettura dei documenti della Chiesa sul fenomeno migratorio, che sia adeguata alla complessità storica e dei contesti sociocultuali riflessi dai documenti stessi, sarebbe un lavoro arduo e necessariamente incompleto, a causa soprattutto della varietà di prospettiva di lettura e di sintesi, secondo cui questi documenti andrebbero considerati. Si aggiunga il fatto che sono mutate profondamente, nell’arco di un secolo, le strutture della Chiesa nel campo dell’emigrazione, ed è cambiato soprattutto il modo stesso della Chiesa di porsi di fronte al fenomeno: da un iniziale atteggiamento “allarmistico” per i numerosi pericoli o di sospetto verso questo “prodotto” (in senso tecnologico e culturale) della modernità, si è passati ad uno studio delle potenzialità, spirituali e culturali, connesse alle migrazioni, secondo il piano divino della storia, senza misconoscere realisticamente il costo umano dell’esperienza migratoria e le sue molteplici incidenze sociali, demografiche ed economiche.

In luogo di una puntuale sintesi storica, nutrita di dati e citazioni, l’Autore preferisce tracciare alcune considerazioni generali nel tentativo di evidenziare alcune costanti all’interno del processo della Chiesa, che dimostrino il senso, giustamente evolutivo dei vari interventi e del cammino compiuto nei confronti del fenomeno moderno della mobilità umana.

Dopo una breve sintesi storica dei documenti, da Papa Leone XIII a Giovanni Paolo II, con un particolare rilievo della Exsul Familia e della Pastoralis Migratorum Cura, il relatore passa ad una più specifica e analitica lettura dei documenti stessi, mettendo in risalto le linee fondamentali che li caratterizzano, in particolare: la dimensione ecclesiale e missionaria delle Migrazioni, il valore delle culture nell’opera di evangelizzazione, la tutela e valorizzazione delle minoranze anche all’interno della Chiesa, il dialogo tra le chiese particolari, il confronto tra le realtà socioculturali del mondo moderno, la centralità della persona e la difesa dei diritti dell’uomo. La creazione di istituzioni specifiche per i migranti, la valorizzazione del laicato cattolico in emarginazione e il notevole contributo che il fenomeno migratorio assicura alla pacificazione universale, sono i temi conclusivi toccati dall’Autore.

Chi aiuta a scoprire in ogni uomo, conclude il relatore con pensiero di Paolo VI, - al di là dei caratteri somatici, etnici e razziali – l’esistenza di un essere uguale al proprio, trasforma la terra da un epicentro di divisioni, di antagonismi, d’insidie e di vendette, in un campo di lavoro organico di solidarietà e di civile collaborazione. Perché dove la fratellanza fra gli uomini è in radice misconosciuta, è in radice rovinata anche la pace.


The Holy See and the phenomenon of human mobility

Summary

The article is the talk that the Author gave on the occasion of the XXXIV Theological Meeting organized by the Pontifical University of Salamanca, on the theme “Towards a multicultural Europe: the challenge of migration” (Santiago de Compostela, 4-7 September 2001).

The author maintains that a reading of the documents of the Church on the migration phenomenon, that is apt to the historical complexity and the socio-cultural context reflected by the documents themselves, would necessarily be incomplete. This is primarily due to the variety of perspectives according to which these documents could be read and synthesized. Moreover, within the span of a century, the structures of the Church in the field of migration have undergone a profound change. Also, the attitude itself of the Church, regarding this phenomenon, has changed. From an initial “alarmed” attitude towards the many dangers of or suspicion towards this “product” (in the technological and cultural sense) of modernity, it has gone on to study the spiritual and cultural potentialities of migration, according to the divine plan of history, without denying the human costs of the migration experience and its many social, demographic and economic implications.

Instead of an accurate historical synthesis, enriched with data and citations, the author preferred to outline some general considerations, attempting to underline some factors within the process that is taking place in the Church, which demonstrate the meaning of the various pronouncements and the road that has been covered with respect to the modern phenomenon of human mobility.

After a brief historical synthesis of the document, from Pope Leo XIII to Pope John Paul II, giving special attention to Exsul Familia and Pastoralis Migratorum Cura, the author goes on to a more specific and analytical reading of the documents themselves. He stresses the fundamental lines that characterize them, particularly, the ecclesial and missionary dimensions of migration, the value of cultures in the work of evangelization, the promotion and valuing of minorities also within the Church, dialogue among the particular churches, the contrast among the socio-cultural realities in the modern world, the centrality of the human person and the defense of human rights. The creation of specific institutions for migrants, valuing the Catholic laity in the marginalized world, and the noteworthy contribution that the migration phenomenon is giving towards universal pacification are the concluding themes that the author discusses.

Anyone, who helps people discover in every human person the existence of a being that is equal to his/her own, beyond his/her somatic, ethnic and racial characteristics, - concludes the author borrowing a thought taken from Paul VI - transforms the earth from being an epicenter of division, antagonism, aggression and revenge, into an organic work camp of solidarity and civil collaboration. Because where brotherhood among men is basically unknown, also peace is basically damaged.

top