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Pontifical Council for the Pastoral Care of Migrants and Itinerant People

People on the Move - N° 90,  December 2002, p. 199-202.

De la desconfianza al respeto

y del rechazo a la acogida

 

S.E. Mons. Renato ASCENCIO LEÓN,

Obispo de Ciudad Juárez y

Presidente de la Comisión Episcopal para la

Pastoral de la Movilidad Humana

Nuestra celebración del Día del Migrante en este año de 2002, el primer Domingo de Septiembre, provoca una reflexión más profunda y comprometida frente a los recientes acontecimientos, especialmente después de los ataques terroristas de septiembre de 2001 en Estados Unidos de Norteamérica, en virtud de los cuales, la vivencia de la migración se ha tornado más compleja y violenta, agravándose aún más para los migrantes en situación irregular.

Lamentamos que los migrantes indocumentados día tras día se encuentren amenazados por las autoridades migratorias, las bandas de delincuentes, las artimañas de los polleros, además de la tendencia a criminalizarlos, al asociar la migración irregular con el crimen organizado y el terrorismo, y las posiciones xenófobas discriminatorias y racistas prevalecientes en determinadas sociedades, olvidando que la migración irregular tiene sus raíces en la pobreza y no en el crimen, cerrando sus ojos y el corazón al hecho de que somos de la misma naturaleza y surgidos del mismo Creador.

Resulta desgarrador que las autoridades migratorias con una visión muy restringida identifiquen a los migrantes irregulares únicamente como individuos fuera del marco de la ley, susceptibles de ser asegurados y deportados, padeciendo en este proceso un sinnúmero de vejaciones a su dignidad de personas. Por su parte, las bandas de delincuentes abusan y explotan inmisericordemente a los migrantes durante el trayecto, pues al estar fuera de la ley, se encuentran imposibilitados para denunciar a sus atracadores, guardando para su interior las lágrimas que resbalan por sus mejillas, con la esperanza de llegar a su destino. Los polleros, alimentando las esperanzas de los migrantes de conseguir mejores oportunidades en tierras extrañas, les cobran cantidades de dinero que con mucha dificultad pueden reunir, sin comprometerse a llevarlos con bien a su destino, pues en muchas ocasiones los dejan a su suerte, con grandes probabilidades de encontrarse con la muerte.

Es muy triste advertir que en la realidad de migración que vivimos, se considere a los migrantes indocumentados como un rango inferior de la persona humana; luego entonces: ¿Los migrantes documentados y los migrantes irregulares son dos tipos de personas diferentes? ¿Unos simples documentos, restan valía a los individuos que no los tienen o que no los consiguen por diversas circunstancias?

Observamos que el proceso de la migración indocumentada, cotidianamente se va paralelizando con el de la migración documentada. En ambos procesos inciden factores como las condiciones económicas, políticas migratorias, las redes familiares, entre otros; sin embargo, en el caso de la migración irregular, estos factores duplican su impacto, pues se enfrentan a situaciones riesgosas y desagradables, tales como la probabilidad de ser detectado, detenido, deportado, perdiendo la inversión que hubiese hecho para migrar, así como la vulnerabilidad a explotación de todo tipo: sueldos bajos, abuso sexual, jornadas de trabajo inhumanas, etc.

Mientras las políticas migratorias pretendan detener el flujo migratorio con un inhumano control fronterizo, como lo han estado haciendo hasta la fecha, se puede afirmar que uno de los resultados que se obtienen es la creciente demanda de los polleros y personas que acuden a ellos, pues el hambre y necesidad que los impulsa a dejar sus tierras de origen en la búsqueda de sobrevivir o de encontrar mejores condiciones de vida, es más fuerte que los mismos dispositivos militarizados que se han instrumentado, resultando paradójico que siendo la vida lo más preciado que tenemos, los migrantes irregulares la pongan en riesgo, con tal de conseguir su objetivo.

Aun comprendiendo la situación que viven los migrantes indocumentados, nos enfrentamos con nuestra propia miseria al dudar en colaborar con ellos, olvidando nuestra misión cristiana que debe impulsarnos a ir presurosamente a su auxilio iluminados por la luz de nuestra fe en Jesucristo. ¿Cómo reconciliar el derecho a emigrar de las personas y el derecho del Estado para controlar sus fronteras? ¿Cómo reconciliar la obligación cristiana a intervenir cuando los derechos humanos son amenazados con la obligación como ciudadano de evitar mantener a una persona en situación de irregularidad? ¿Cómo manifestar solidaridad con los migrantes indocumentados, cuando la opinión publica asume tendencias contrarias?

La esencia de la celebración del Día del Migrante del presente año, nos exhorta a buscar nuevas maneras de valorar a los migrantes que se encuentran fuera del marco jurídico y por ende, al margen de la protección del mismo, pues ¿no son ellos también nuestros hermanos y hermanas en la Gran Familia de Dios? En la actualidad se enfatizan las irregularidades asociadas con migrantes indocumentados, pero ¿por qué no dirigimos nuestros ojos hacia los delitos, abusos y violaciones de derechos humanos cometidos en su contra como el inicio para valorarlos? “La condición de irregularidad legal no permite menoscabar la dignidad del migrante, el cual tiene derechos inalienables, que no pueden violarse ni desconocerse”.[1]

El Santo Padre, en sus mensajes para la celebración de la Jornada Mundial de las Migraciones, año tras año, manifiesta cómo la Iglesia en su actividad pastoral tiene constantemente presentes los graves problemas y el costo humano del fenómeno migratorio:

“El conocimiento del hombre, que la Iglesia ha adquirido en Cristo, la impulsa a anunciar los derechos humanos fundamentales y a hacer oir su propia voz cuando éstos se ven atropellados. Por eso no se cansa de afirmar y defender la dignidad de la persona, destacando los derechos irrenunciables que de ella se desprenden. Estos son, en particular, el derecho a tener una propia patria; a vivir libremente en el proprio país; a vivir con la propia familia; a disponer de los bienes necesarios para llevar una vida digna; a conservar y desarrollar el proprio patrimonio étnico, cultural y lingüístico; a profesar la propia religión, y a ser reconocido y tratado, en toda circunstancia, conforme a la propia dignidad de ser humano… si bien es cierto que los países altamente desarrollados no siempre pueden absorber a todos los que migran, hay que reconocer, sin embargo, que el criterio para determinar el límite de soportabilidad no puede ser la simple defensa del proprio bienestar, descuidando las necesidades reales de quienes tristemente se ven obligados a solicitar hospitalidad”.[2]

“Es preciso prevenir la migración irregular, pero también combatir con energía las iniciativas criminales que explotan la expatriación de los clandestinos. La opción más adecuada, destinada a dar frutos consistentes y duraderos a largo plazo, es la de la cooperación internacional, que tiende a promover la estabilidad política y a superar el subdesarrollo. El actual desequilibrio económico y social, que alimenta en gran medida las corrientes migratorias, no ha de verse como una fatalidad, sino como un desafío al sentido de responsabilidad del género humano”.[3]

Finalmente, en nuestra vocación cristiana debemos encarnar el sentido de fraternidad con los migrantes, haciendo realidad que “en la Iglesia nadie es extranjero, y la Iglesia no es extranjera para ningún hombre y en ningún lugar …como signo y fuerza de agregación de todo el género humano, la Iglesia es el lugar donde también los migrantes indocumentados son reconocidos y acogidos como hermanos. Corresponde a las diversas diócesis movilizarse para que esas personas, obligadas a vivir fuera de la red de protección de la sociedad civil, encuentren un sentido de fraternidad en la comunidad cristiana”.[4]

“La solidaridad es asunción de responsabilidad ante quien se halla en dificultad. Para el cristiano el migrante no es simplemente alguien a quien hay que respetar según las normas establecidas por la ley, sino una persona cuya presencia lo interpela y cuyas necesidades se transforman en un compromiso para su responsabilidad”.[5]

El ser humano es sacramento de la presencia de Cristo: ¿Qué has hecho con tu hermano? (cfr. Gn 4,9). Nuestra respuesta no hay que darla dentro de los límites impuestos por la ley, sino según la visión de la comunión y de la solidaridad, frutos verdaderos del amor y de la incesante sed de justicia.
 
[1] Mensaje del Santo Padre Juan Pablo II en la 81 (1995) Jornada Mundial de las Migraciones.
[2] Mensaje del Santo Padre Juan Pablo II en la 87 (2001) Jornada Mundial de las Migraciones.
[3] Mensaje del Santo Padre Juan Pablo II en la 81 (1995) Jornada Mundial de las Migraciones.
[4] Idem.
[5] Idem.
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