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 Pontifical Council for the Pastoral Care of Migrants and Itinerant People

People on the Move

N° 99 (Suppl.), December 2005

 

 

LA FAMILIA DE LOS CIRCENSES Y FERIANTES COMO COMUNIDAD DE TRANSMISIÓN DE VALORES HUMANOS Y CRISTIANOS

 

 

Rev. P. Sergio Ferrero Varela

Capellán

España

 

El hombre desde los albores de su aparición en este mundo anda buscado casa: primero para cobijarse de las inclemencias del tiempo, con árboles, ramas y cuevas, y pronto sintió que su hábitat era ese espacio estable donde se vive, el lugar de permanencia, el sitio elegido para detenerse, quedarse y echar raíces. A continuación fue decorándola con pinturas rupestres y llenándola de cosas, desde un hacha de silex hasta el microondas, el lavavajillas y el televisor.

De la casa-cobijo se fue evolucionando a la casa-hogar cuando el hombre aprendió a encender el fuego, la encomendó a sus dioses lares y se encontraba en ella con los de su sangre. Más tarde, cuando nuestra mente se fue complicando pasamos a presumir de la casa y la convertimos en casa-signo de un determinado status social. Entonces vinieron las envidias, y había que defenderlas a pedradas. Hoy lo hacemos con puertas blindadas y sofisticados sistemas de alarma.

¿Qué interrogantes nos plantea y qué valores nos ofrece el mundo de la movilidad al instalado mundo del siglo XXI? ¿Qué nos dice a este siglo intercomunicado y globalizado que está perdiendo la comunicación interpersonal y humana? Sin duda su principal y más estimado valor: La Familia. 

La familia

El hogar frente a las cuatro paredes, el hogar frente a la casa-hotel de lujo robotizada. La casa pequeña, incómoda y móvil de puertas para adentro, frente a la casa de “puertas para afuera” pensada, cuidada, superlimpia y ordenada para presumir ante los invitados.

Ellos nos recuerdan, por una parte, que aunque el término hogar haya caído en cierto desuso, la casa, como último reducto de lo privado, ya sea choza en la selva, piso en el barrio, chalet de lujo o caravana en la feria...todavía no tiene recambio. Y por otra parte nos dicen que lo esencial e imprescindible en la casa-hogar es la participación en un proyecto común: la crianza de los hijos, el crecimiento personal y el compartir.

Precisamente hoy, cuando más que nunca, la casa es una señal de distinción y de clase, cuando ni el vestido, ni la profesión, ni tampoco el coche, son signos de poder o de riqueza, sino la casa y el barrio donde se ubica es lo que imprime carácter de pobreza o riqueza, el mundo de los circenses y feriantes nos aporta el valor de la familia y así son, como siempre, la voz profética de los pobres que invita a recuperar los valores que podemos estar perdiendo. Y son pobres, pues no tener casa es como no pertenecer a este mundo. La casa sería la parte de este mundo que le corresponde a cada uno... Desde esa radical pobreza nos dicen que cuando el hogar se convierte en hotel o simplemente en casa, se prostituye su esencia más profunda: la posibilidad de compartir.

Debido a sus carencias, estos grupos perciben a la familia como valor indiscutible y la viven como el centro de la propia identidad y del propio equilibrio humano. En un medio hostil y difícil los vínculos familiares son en ellos más primarios en la mejor de sus acepciones: más sanamente humanos, más valorados y transmitidos con mayor esmero.

Ellos saben bien que no la casa sino el hogar es un punto de referencia, un asidero, un centro de gravedad, un eje que impide nuestra disolución en el todo o en la nada. Que es refugio frente al mundo y mediación hacia el mundo; lugar de arraigo aún en la movilidad y punto de partida; recinto de amor y escuela de amor universal.

Representan un aldabonazo a nuestras puertas siempre cerradas y seguras. “Mientras fui prisionero de mi casa y tuve cerradas mis puertas, mi corazón estaba siempre pensando en huir y vagar. Ahora, ante mi portón caído, me estoy quieto esperando tu venida. Me tienes atado con mi libertad.” (R. Tagore. Tránsito.)

En su delicioso peregrinaje nos ayudan a replantearnos nuestras casas. De la mano de Khalil Gibrán nos preguntamos: Entonces un albañil se adelantó y dijo ­Â“háblanos de las casas”, y él respondió “construid con vuestras fantasías una choza en el desierto antes de construir una casa dentro de las murallas de la Ciudad. Porque así como tenéis retornos al hogar en vuestros atardeceres, así los tiene el vagabundo en vosotros, el que está siempre distante y solitario. Vuestra casa es vuestro máximo cuerpo.

El mundo de los feriantes y circenses nos dice sólo con su pasar que ellos son hogares itinerantes, caravanas con alma, carromatos con corazón. 

La familia cristiana

Entre los circenses y feriantes, la familia asume como personal e intransferible el pasar el testigo de la fe a las nuevas generaciones. De nuevo a causa de su pobreza que les da su itinerancia, no podrán delegar este tema al colegio, la parroquia o los movimientos eclesiales de los que gozan las comunidades estables. Los cristianos de este colectivo saben muy bien que son ellos los que tienen que transmitir la fe. Sienten y pueden comprender mejor que nadie que Dios, de la misma manera que les asoció en su tarea creadora comunicando la vida natural a sus hijos, les asocia a su tarea salvadora transmitiendo la vida sobrenatural. La familia será el seno donde se engendran sus hijos como “hombres nuevos.”

Además, esa limitación que les ocasiona su inestabilidad tendrá en contrapartida una gran ventaja: pueden transmitir mejor y más fácilmente una fe-testimonio, una fe-vida, en vez de una fe-religión: conocimiento, dato, cultura.

La misma dificultad en participar en la vida litúrgica y sacramental de la iglesia facilitará, incluso, una transmisión más nítida de lo esencial cristiano: el Encuentro con la persona de Jesús. Al mismo tiempo constituyen el mejor terreno, lugar privilegiado para una “nueva evangelización”: La Buena Noticia de que Dios nos salva en Jesús “Camino” (Jn. 14, 6), nómada que no tiene “donde reclinar la cabeza” (Mt. 8,0). 

La itinerancia

Puede parecer más una condena o un contravalor en sí misma. Sin embargo esta forma de vida puede ser vivida como un valor del hombre como ser de paso, a quien su instalación lo lleva muchas veces a perder de vista metas nuevas, siempre más allá. Un valor que hoy es necesario tener en cuenta ante unas nuevas generaciones cómodas, sedentarias en el peor sentido de la palabra, unas nuevas generaciones en las que la mayoría, al tenerlo todo, caen en el aburrimiento y la vulgaridad, angostura de ideales, incapacidad de remontar el vuelo hacia horizontes más humanizadores y planificadores.

Decía Heráclito que nadie puede bañarse das veces en el mismo río. Todo pasa y nosotros pasamos con todo. Pero en ese saber pasar y disfrutar del instante está el arte de vivir. Como es inútil parar el reloj, es absurdo intentar meter en el congelador las circunstancias de nuestra vida. El arte de vivir es saber fluir con el río, tomar conciencia de que “nuestra vida es pasar, pasar haciendo caminos, caminos hacia la mar”. Y desde ahí aprender a disfrutar del viaje sabiendo que más allá de los cambios hay algo que permanece, algo esencial casi siempre invisible para los ojos.

Los instalados, los afincados, podemos perder esa perspectiva de nuestra vida como itinerancia sobre la tierra. Y ello nos puede llevar a querer solucionar problemas de hoy con soluciones de ayer. Nuestra estabilidad puede llevarnos al inmovilismo, a anclarnos en el pasado.

Circenses y feriantes nos recuerdan este valor: el de estar en permanente cambio; que lo más bonito del viaje es viajar, y ellos además llevan la fiesta. 

La itinerancia como valor cristiano

Al hablar de itinerancia desde la fe cristiana, no hablamos simplemente de un aspecto de la misma, sino de su más profunda identidad. Si nos remontamos a nuestros orígenes encontramos en el Antiguo Testamento una constante, un hilo, un color permanentemente presente en toda la Historia de Salvación. Como una tela, alfombra o tapiz, la trama, los hilos que, cruzados con los de la urdimbre, aparecen y desaparecen, mas siempre hay uno que domina, que dibuja y le va dando una continuidad, una luz a toda la tela. En esta historia, sin duda el hilo conductor de una u otra forma sobre el telar de Dios, es la itinerancia. En el plan salvífico de Dios la luz, la música de fondo es siempre el seguimiento, la marcha, el camino.

El Pueblo de Dios que forman nuestros padres en la fe nace en la puesta en marcha, en la itinerancia: “Yahvé dijo a Abrahan, deja a tu padre, a los de tu raza y a la familia de tu padre y anda a la tierra que yo te mostraré. Haré de ti una gran nación y te bendeciré”.

Se inicia además, de alguna manera, el Éxodo de Dios que culminará, “llegada la plenitud de los tiempos”, con el Éxodo definitivo de Dios: “Y la Palabra se hizo carne, puso su tienda entre nosotros” (Jn. 14).

El Éxodo, la salida del pueblo de Dios, es el libro que vertebra todo el Antiguo Testamento.

El Nuevo Pueblo de Dios nacerá también con una puesta en marcha: “Ven y sígueme”. Quien llama es el profeta itinerante: “Para eso he venido”. “Para eso me han enviado” (Mc. 1,37). “Y anduvo predicando por las sinagogas del país judío” (Lc. 4,42). “Jesús recorría todos los pueblos y aldeas” (Mt. 9,35). Y cuando se le quiso retener: “También a otros pueblos tengo que anunciarles el Reino de Dios”.

Cuando los Evangelios nos hablan de Él siempre le acompaña un verbo de movimiento: Jesús “sale y lo siguen” (Mt, Lc, Jn). Se marcha y lo siguen (Mt, Mc). “Se retira y lo siguen” (Mc. 3). Jesús siempre “va de camino”, “pasa”...

La vocación cristiana será una llamada al seguimiento: “Mientras subía a la montaña fue llamando a los que Él quiso y se fueron con Él” (Mc. 3, 13). 

El origen de nuestros padres fue una llamada a hacer camino. Nuestra vocación cristiana una llamada a seguir a un Caminante. Somos nómadas, hijos de nómadas.

En su itinerancia, este mundo de la movilidad circense y feriante será portador de la Buena Noticia de la alegría, característica del Reino de Dios: La Fiesta. 

La fiesta (la alegría)

Decía Séneca que los legisladores instituyeron los días festivos para obligar públicamente a los hombres a la alegría. Pero cuando la incitación es una provocación desde fuera, muchas veces son tan ficticias que se convierten en lo contrario exactamente. Como decía un adagio latino en las antiguas universidades europeas: “Post faestum, pestum” (Tras la fiesta, la peste, tras la juerga, la tristeza).

Después de la feria la melancolía de los farolillos rotos, las luces apagadas y las latas de cerveza por el suelo. Si es así como lo vemos, no hemos entendido el verdadero sentido de la fiesta. Los circenses y feriantes hacen su parte, y nos recuerdan que nosotros debemos poner la nuestra. Para que la fiesta sea completa y no pasajera, debe haber armonía entre fuera y dentro, debe producirse una adaptación del “yo” con el “no-yo” que es el resto del Universo. 

Ellos no lo ponen todo, ellos invitan a la alegría, nos quieren hacer entender el hecho de que el vivir mismo es una fiesta: saludar el nuevo día, tomar café con churros, ayudar al viejecito de la esquina, sonreír al vecino o charlar con el quiosquero... son pasos de la liturgia de cada día que puede convertirse en celebración. 

Los circenses y feriantes, con sus arriesgados malabarismos, ingenuas prestidigitaciones y otros encantamientos deliciosos, con los destellos de sus lentejuelas y sus luces parpadeantes...nos hacen guiños para que entendamos la vida como la fiesta de cada día. Gran parte de ellos, especialmente entre los circenses, sienten este trabajo como una vocación y lo transmiten como un arte que a su vez heredaron de sus mayores. Arte-vocación, mucho más que un medio de vida. “A mí me alimentan y me hacen ser creativo las risas y los aplausos de los niños, eso me mantiene vivo” (Testimonio de un cómico de circo).

Ellos nos llaman a valorar la vida como fiesta, a vivir en clave pascual.  

La fiesta, valor cristiano

Para el creyente toda fiesta tiene ya un sentido último: manifestación gozosa y celebración de una existencia sabedora de que su historia está salvada y se encamina a fiesta eterna.

Cristo selló deliberadamente la nueva alianza con su sacrificio en un marco pascual, de fiesta. En esta Pascua nueva y definitiva, Jesús rompe y da el sentido más profundo y definitivo a toda fiesta anterior: desde las fiestas en que el ser humano celebra tal o cual aspecto de la vida, de la naturaleza y el tiempo, la luna nueva, la luna llena, la primavera, la fiesta de los Tabernáculos (Dt. 16, 1-17). Israel celebra a su Dios por diversos títulos y hace fiestas recordando sus gestas del pasado (Dt. 6, 5-10), sobre todo la Pascua, la liberación de un pueblo esclavizado (Dt. 5, 12-15).

Desde la existencia de Cristo, toda fiesta tendrá un sentido profundo, definitivo, y será un signo de la fiesta celeste. Desde el acontecimiento de Cristo Resucitado, todo se orienta al misterio de la eterna fiesta. 

El anuncio del evangelio al colectivo de circenses y feriantes.

A la vez que nos sentimos evangelizados por la vida y los valores de los circenses y feriantes, nos sentimos enviados a evangelizarlos a ellos. Cuando la Iglesia se asoma a este colectivo tan específico, ve reflejado como en un espejo su rostro de peregrina en la Tierra. Con gozo constata sus valores y les anuncia la Buena Noticia que les descubre a ellos estos valores como valores del Reino de Dios y les ayuda a vivirlos en plenitud.

Como los primeros enviados por Jesús (Mc. 3,13), nos sentimos enviados a anunciar y a hacer presente la Persona de Jesús. Hacer presente a Jesús es hacer presente el Reino; el Reino es Jesús y Él es la Salvación plena.

Donde está el Reino, se trabaja por la paz, se hace justicia, se transmite la alegría y se vive el amor. Abarca la salvación integral de la persona, en una efectiva liberación, y como los primeros enviados, debemos hacerlo desde la experiencia de sabernos y sentirnos amados por Jesús y de sentir nuestro amor por Él. Desde la experiencia, quiere decir desde el “yo vivo” y no desde el “yo creo” o el “yo pienso”.

No debemos quedarnos en una eterna preevangelización: presencia y atención a sus necesidades humanas. Muchas veces pasamos de una preevangelización a la catequesis o catecumenado. Los Sacramentos, sin una previa evangelización, se nos quedarán vacíos, no son signo de nada o a lo más se convierten en signos sociales. Evangelizar es hacer a Cristo presente con la palabra, el gesto y la vida. ¡Está aquí!

Este mundo concreto, con unas características tan peculiares, debe recibir la Buena Noticia que iluminará la realidad que lo configura. Debemos ayudarles a mejorar, a salir de sus problemas, pero también anunciarles que Dios les quiere, que su vida puede ser vivida desde la fe como una vocación: son pueblo en marcha, pueblo elegido, pueblo de Dios.

No se trata de compadecerles, sí de comprenderles. Ofrecerles el Evangelio no como resignación, sí como oferta.

Aplicarles la teología del “seguimiento” ante su precariedad: “No llevéis nada para el camino”; su inseguridad: “Yo estoy con vosotros hasta el fin del mundo”; su constante levantar el campamento: “Yo voy con vosotros”; su caminar siempre adelante: “Sin mirar atrás”.

Tenemos que ayudarles a descubrir que su vida no es una maldición sino una Bienaventuranza.

La Evangelización tiene que ser para ellos la gran llamada a ser Sacramento: signo visible del Misterio del Nuevo Pueblo de Dios en marcha. 

 

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