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 Pontifical Council for the Pastoral Care of Migrants and Itinerant People

People on the Move

N° 111 (Suppl.), December 2009

 

 

 

S.E. Mons. Rubén Oscar Frassia

Presidente de la Comisión Episcopal

DE Migraciones y Turismo

Argentina

 

Uno de los muchos rostros de la pobreza en el mundo está expresado en las personas que viven y duermen en las calles: “los sin techo”.

Pobres estructurales que carecen de vivienda, extranjeros inmigrados de los países pobres, que a veces aún trabajando no tienen donde vivir, ancianos abandonados sin domicilio, jóvenes que perturbados han elegido un tipo de vida vagabunda, solos o en grupo se encuentran en esta lamentable situación.

En estos tiempos globalizados debido al achicamiento del Estado, y al abandono de sus funciones sociales específicas, muchas personas ya no encuentran apoyo en el sistema asistencial; pensiones a la vejez insuficiente, difícil acceso a la vivienda, desempleo, desesperanza, desintegración de la familia, colaboran para que muchas personas se encuentren viviendo en la calle.

Contrariamente a los que muchos piensan por ignorancia o para tranquilizar sus conciencias vivir en la calle, no es casi nunca una elección de libertad.

El que carece de vivienda se encuentra en condiciones de gran vulnerabilidad, obligado a depender de los demás, incluso para las necesidades primarias, expuesto a las agresiones, el frío, el hambre y lo que es más triste aún, la humillación de verse alejado como indeseado.

Mientras el número de pobres sin techo aumenta y los espacios donde pueden encontrar abrigo se reducen (estaciones de ferrocarril, bancos de la calle, pórticos, puentes) asistimos a un cambio de mentalidad respecto a ellos. Lejos de conmover se han transformado en un problema público, existe una actitud de molestia creciente hacia los que piden ayuda y sobre todo si afean el paisaje urbano.

La inseguridad de las ciudades modernas ha generado también una profunda desconfianza y sospecha que cae sobre los que por el aspecto y la forma de vida van perdiendo en forma progresiva todos sus derechos.

Según San Agustín, estamos invitados a proporcionar nuestra ayuda a todo pobre, para no correr el peligro de que aquel a quien se la negamos sea el mismo Cristo.

Si consideramos a los “sin techo” en su dignidad de personas, veremos más allá de sus necesidades, es posible que podamos ver más allá de sus carencias, sus capacidades.

Las personas “sin techo” son con frecuencia “muertos civiles” que sin lugar de residencia y a menudo sin documentos no pueden utilizar los servicios públicos. Las autoridades municipales y civiles y organizaciones de la Iglesia tienen comedores y lugares de ayuda.

Ofrecer comida es un valor humano antiguo, presente en todas las culturas que tiene una relación directa con el reconocimiento del valor de la vida. El hambriento interpela todas las conciencias, de laicos y creyentes, en el contexto de una cultura de la solidaridad.

Pero la actitud, la disposición, el acercamiento es quizás lo más difícil y lo más importante; si solo por un instante pudiéramos dejar de considerar a estos hermanos, raros, extraños, diferentes y nos identificáramos con ellos en los desvalidos, tristes y solos que sin la contención del amor fraterno nos encontramos todos los seres humanos.

La Iglesia, con su opción preferencial por los pobres, anima a los cristianos a acompañar y a servir a estas personas, sea cual fuese la situación moral o personal en la que se encuentren.

Dentro de la Pastoral para la Movilidad Humana, y considerando el carácter específico y la amplitud de problemas que abarca la Pastoral de la Carretera como ámbito pastoral, la problemática de los “sin techo” se vincula a la misma y representa un paso adelante hacia una pastoral de la movilidad humana atenta e integrada a nivel territorial y parroquial.

Así, la labor de los agentes pastorales es intervenir a favor de las personas sin techo en lo posible de manera innovadora, eliminando el binomio de la simple respuesta a las necesidades, extendiendo más lejos la mirada; reconociendo las diferencias que deben ser integradas, y los límites que no deben inducir al otro a sentirse diferente. Personalizar la intervención significa discernir qué se puede hacer y qué no.

El aislamiento del agente pastoral en la relación de ayuda puede generar posible crisis que lo hacen sentir ofendido o herido, por lo que es importante el “trabajo en red” con los distintos servicios que ofrece la comunidad.

Finalmente la relación establecida tiene como fin último la evangelización, naturalmente dentro del respeto de la libertad de conciencia de cada cual “Los Pobres también nos evangelizan” (cf. Is 61,1-3).

En el caso particular de los “cartoneros” como se llama en Buenos Aires a los recicladores de residuos, la problemática es diferente.

En principio, se trata de personas que recorren las calles realizando una actividad específica.

Cierto es que merece un análisis lo que ocurre con ellos desde la movilidad humana, pero más aún desde la reflexión sobre nuestros tiempos y nuestras conciencias.

Los “cartoneros” empezaron a circular por los barrios de la ciudad de Buenos Aires, después de la crisis socioeconómica que sacudió el país en el 2001.

Como otras de las tantas consecuencias humanas de la globalización, estas personas sin trabajo, excluidas del sistema por no consumir ni producir, son reinsertadas en el mismo de manera indigna, en una tarea insalubre y humillante y formando parte de un negocio que parece rendir buenas utilidades, pero que condena a familias con niños a revolver basura.

Con el tiempo constituyeron un subgrupo estigmatizado y contribuyeron al deterioro del paisaje y el medio ambiente de la ciudad. Se ve cotidianamente, como el “complejo familiar” grandes y niños, que van a la escuela, salir al atardecer desde la zona de la Ribera hacia la Capital Federal, en los medios de transporte que consiguen, tienen o alquilan. Esto provoca permanentemente ausencias diarias de los chicos en edad escolar, pues o “se van antes” de la escuela; y como trabajan toda la noche, al día siguiente llegan tarde a la escuela. Los maestros, hacen lo imposible para que estos no pierdan la escolaridad.

Quiero acentuar, aunque todo lo dicho anteriormente en lo insalubre que esto resulta, es por lo menos, un intento de obtener un sustento digno por medio del trabajo y del esfuerzo “colectivo”.

Estas últimas razones, y en este punto es donde creo que esta nuestra reflexión, estas razones que son legítimas y que tienen que ver con el bienestar de los vecinos y la imagen urbana, llevaron al gobierno de la Ciudad de Buenos Aires a legislar el ordenamiento y el paso a la actividad formal de los cartoneros, cuando estas familias ya tenían un modo de vida, una estrategia de sobrevivencia creada a la fuerza por las circunstancias.

La nueva legislación sobre “gestión integral de residuos urbanos” da cuenta de la preocupación oficial por la higiene de la ciudad, el medio ambiente y la importancia económica del reciclaje de algunos residuos sólidos.

Para que los “cartoneros” no sigan revolviendo la basura hay que contar con la capacitación que se les ofrece, el registro y la voluntad de integrarse en forma cooperativa, pero también y básicamente con la adquisición de nuevas pautas culturales por parte de los vecinos, en el sentido de separación y clasificación de sus residuos.

No hay duda que es un intento de solución para un problema urbano, pero una visión humanista y cristiana desde la Pastoral de la Calle, quizás podría reconocer otros daños, que tienen que ver con las personas, con las familias y con el apoyo y la asistencia que sin duda necesitarán, para hacer una transición que les permita recuperar valores tales como la autoestima, la dignidad, la esperanza y sobre todo la capacidad de pensar que no forman parte de un estamento y que sus hijos tienen derecho y posibilidades de acceder a una vida diferente en este mundo globalizado.

 

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