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DISCURSO DEL MONS. JOSÉ ANTONIO ALMANDOZ,
JEFE DE LA DELEGACIÓN DE LA SANTA SEDE,
A LA ASAMBLEA GENERAL DE LA ORGANIZACIÓN
DE ESTADOS AMERICANOS (OEA)*

 

 

Señor presidente de la asamblea;
señoras y señores:

La historia es testigo del aprecio con que la Santa Sede ha mirado siempre a las naciones de este hemisferio, y del interés con que ha seguido sus iniciativas comunes. Con este mismo espirito de estima y consideración tiene el honor de encontrar nuevamente a los excelentísimos representantes de los Estados americanos y del Caribe, reunidos en esta 27ª sesión de la Asamblea de los Estados americanos.

El patrimonio cultural y social americano frente a la globalización

La génesis histórica de los países de las Américas y del Caribe ha determinado la formación de patrimonios culturales y sociales que, sobre la base de una concepción compartida de la persona humana y de su dignidad, fundada en la común herencia cristiana, han desarrollado una peculiar riqueza de valores y de potencialidades. En todo el hemisferio, y en mayor o menor medida según los países, la contribución occidental se asentó sobre la base de las civilizaciones indígenas y de la temprana presencia de las poblaciones africanas, y a todos estos factores se agregó, en el siglo XX, la inmigración asiática y medio-oriental. Una tal variedad de orígenes ha producido un sustrato cultural único, en parte común y en parte diverso que, según las regiones, subraya más los valores de los derechos personales, la democracia y la legalidad (rule of law), o los valores de la familia, de los vínculos sociales no formales (amistad, parentesco, vecindad, comunidades de base), y de la solidaridad. Este cuadro no ha dejado de ir acompañado en ningún lugar de graves injusticias, muchas de las cuales aún persisten. como la discriminación racial, el maltrato de los inmigrantes, la exclusión social, las desigualdades económicas, la represión política y los conflictos nacionalistas, pero estas sombras, aunque dramáticas, sirven para poner en relieve el profundo sentido humano y cristiano del patrimonio forjado.

Hoy en día el mundo asiste al llamado proceso de la globalización, fruto sobre todo de la revolución tecnológica de las comunicaciones. Este proceso, por su vocación uniformizaste, puede sin querer poner en riesgo la identidad cultural de los países. El fenómeno fáctico de la globalización puede ser juzgado positivamente en cuanto oportunidad para el encuentro de los pueblos y para la difusión y aceptación universal de los grandes principios jurídicos de los derechos humanos. Pero, al mismo tiempo, al convertir toda la tierra en un único espacio económico, corre el riesgo, por su propia dinámica, de subrayar nada más algunos aspectos de la vida social e individual, debilitando los otros. En efecto, siendo la lógica primaria de la globalización una lógica económica, la consideración del hombre como un mero factor de producción y de consumo, acaba por reconocer como relevantes social y jurídicamente sólo a aquellos que pueden producir y consumir. Una tal globalización se convertirla en instrumento de exclusión y hasta de opresión de los que no están en condiciones de pesar económicamente: los que no han recibido una educación apta para las nuevas circunstancias, los ancianos, los desocupados, los niños de las capas sociales más pobres y los no nacidos, muchas poblaciones indígenas, etc. Esa globalización incontrolada acabaría también borrando las peculiaridades culturales que no puedan ser asumidas por los procesos de producción y comercialización masiva de bienes y servicios, y que sin embargo son manifestación necesaria de la identidad y dignidad de las personas, y protección de su libertad. Así, no sólo se provocarían grandes sufrimientos materiales a los grupos sociales más desprotegidos, sino también un grave daño a la riqueza cultural de los pueblos, dañando aquello que es el patrimonio más importante de los hombres y mujeres americanos, sean pobres o ricos.

Aplicación internacional del principio de subsidiariedad

Toca a todos los grupos sociales, según su modalidad propia, armonizar el irreversible proceso de integración económica mundial con la defensa de los valores esenciales. A nivel político, esta tarea no es solamente responsabilidad de los poderes nacionales, sino también, y muy especialmente, de las organizaciones internacionales, que por sus propios orígenes y mandato están especialmente vinculadas al proceso de globalización. Por eso, los esfuerzos mundiales y regionales de apertura e integración económica deben ir acompañados de esfuerzos mancomunados para preservar el patrimonio humano y cultural común americano y todo aquello que es propio de cada región o de cada estado, y para asegurar que los beneficios del desarrollo lleguen hasta el último rincón de cada país.

Desde los comienzos de la revolución industrial, la doctrina social cristiana propuso y promovió los principios de solidaridad y de subsidiariedad, según los cuales todos (estados, grupos intermedios e individuos) deben sentir como responsabilidad propia las carencias de los más necesitados, y al mismo tiempo las sociedades de orden superior, en la resolución de los problemas sociales, no deben interferir en la vida de las sociedades de orden inferior privándolas de su competencia, sino que deben sostenerlas y ayudarlas a coordinar sus acciones con los otros componentes del cuerpo social, en orden al bien común. Ambos principios, que a lo largo del siglo XX han demostrado sobradamente su eficacia en los sufridos avatares de la humanidad, a las puertas del siglo XXI y frente al ineludible proceso de integración mundial, adquieren un renovado valor en el orden internacional.

La economía y la técnica no pueden por sí mismas darse reglas éticas y jurídicas. La globalización exige entonces ser acompañada por una legislación universal, y esto es responsabilidad, tanto de las organizaciones universales, como de aquellas regionales. A nivel universal se deben buscar soluciones jurídicas que sobre todo garanticen el mantenimiento global de la paz, coordinen la marcha de la economía mundial para asegurar a todas las naciones los beneficios del desarrollo, y extiendan la vigencia universal del respeto de los derechos humanos y de la dignidad de la persona. A nivel regional se debe asegurar la adecuación y concreción de las propuestas universales a las realidades de la región, la búsqueda de soluciones propias dentro del marco general, y la defensa y promoción de lo que es propio de la región, y que podría ser avasallado por la dinámica uniformante de las tendencias globalizadoras. En este contexto, corresponde también a las organizaciones regionales promover una particular solicitud por las necesidades de los más débiles, y estimular a los gobiernos a que las pongan en práctica.

El rol de la OEA frente a los nuevos desafíos mundiales

Desde muy temprano el sistema interamericano ha sido un precursor de la aplicación de los principios de solidaridad y subsidiariedad a nivel internacional. Prueba de ello es la existencia, desde los albores de este siglo, de la Unión Panamericana y de sus Conferencias, el posterior nacimiento de la OEA, la existencia de antiguas agencias técnicas como la Organización Panamericana de la salud (OPS/PAHO), el proficuo trabajo de desarrollo del Derecho internacional privado, la valiosa acción de la Comisión y de la Corte interamericana de derechos humanos en defensa de las personas, y el desarrollo, sobre todo a impulsos del Comité jurídico interamericano, del completo cuerpo de instrumentos regionales de derechos humanos.

El interés fundamental del momento parece orientarse fuertemente hacia las iniciativas de integración económica y de coordinación política, cual paso decisivo para la realización de una América integrada, conforme al sueño de los padres fundadores de las naciones americanas. La OEA puede jugar un rol decisivo en esta materia, reafirmando su papel central tanto en la tarea de dar a los grandes conceptos de libertad, desarrollo y derechos humanos, un contenido concreto y adecuado a las realidades americanas, como en el empeño de defender y promover el patrimonio cultural americano a través de la acción del Consejo interamericano para la educación, la ciencia y la cultura, y de los otros organismos especializados. Una acción guiada por objetivos generosos, a la vez que realistas y concretos, evitará que la invocación repetida de los grandes principios acabe por vaciarlos de contenido y por convertirlos en vehículo de la preeminencia del lucro como valor práctico supremo.

El servicio a la dignidad y a la vocación de realización humana integral es el pilar del verdadero desarrollo económico, y la condición para una fructuosa integración continental, que tomará lo mejor de la globalización, sabiendo defenderse de los malos elementos uniformizantes. No se trata de integrar sólo aquellos que tienen poder para influir en el proceso económico, sino de asegurar las ventajas de la integración para todos, a la vez que se preservan sus propios valores culturales y sociales. Todos y cada uno de los habitantes del continente deben convertirse en actores y plenos beneficiarios de la integración regional y continental. Los esfuerzos de unificación económica y de coordinación política deben sentir la urgencia de mejorar efectivamente la condición de todos, especialmente de los más pobres y desvalidos, preservando al mismo tiempo su identidad y su patrimonio cultural y religioso.

La Santa Sede desea expresar una vez mas sus fervientes deseos de que el continente sea cada vez más un ámbito de paz, de respeto de las personas, de desarrollo económico, y de justicia social, en el que mantenga su legítima expresión toda la riqueza de las culturas nacionales forjadas en tantos siglos de existencia. Formula, por eso, sus más vivos votos de éxito para la OEA y para las demás iniciativas interamericanas, en beneficio de estos pueblos que han ocupado siempre un lugar especial en el corazón del Santo Padre.

Lima, 3 de junio de 1997


*L'Osservatore Romano 7.6.1997 p.2.

 

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