The Holy See
back up
Search
riga

66 SESIÓN DE LA ASAMBLEA GENERAL DE LA ONU

INTERVENCIÓN DEL ARZOBISPO DOMINIQUE MAMBERTI,
SECRETARIO PARA LAS RELACIONES CON LOS ESTADOS


Nueva York
Martes 27 de septiembre de 2011

 

Señor presidente:

En nombre de la Santa Sede, me complace felicitarlo por su elección a la presidencia de la sexagésima sexta sesión de la Asamblea general de la ONU y asegurarle la plena y sincera colaboración de la Santa Sede. Mi felicitación se extiende también al secretario general, el señor Ban Ki-moon, quien, en el curso de esta sesión, el 1 de enero de 2012, comenzará su segundo mandato. Quiero asimismo saludar cordialmente a la delegación de Sudán del Sur, que en el pasado mes de julio se convirtió en el 193° país miembro de la Organización.

Señor presidente, como cada año, el debate general ofrece la ocasión de compartir y afrontar las principales cuestiones que preocupan a la humanidad en la búsqueda de un futuro mejor para todos. Los desafíos planteados a la comunidad internacional son numerosos y comprometedores, y ponen cada vez más de relieve la profunda interdependencia que existe en el seno de la «familia de las naciones», la cual ve en la ONU un instrumento importante, a pesar de sus límites, para buscar e implementar soluciones a las principales problemáticas internacionales. En ese contexto, sin querer ser exhaustiva, la Santa Sede pretende destacar algunos desafíos prioritarios, a fin de que el concepto de «familia de las Naciones» se concrete cada vez más.

El primer desafío es de carácter humanitario. Es el que interpela a toda la comunidad internacional, o mejor, a la «familia de las naciones», a hacerse cargo de sus componentes más débiles. En algunas partes del mundo, como en el Cuerno de África, por desgracia estamos presenciando graves y dramáticas emergencias humanitarias que provocan el éxodo de millones de personas, sobre todo mujeres y niños, con un número elevado de víctimas de la sequía, del hambre y de la desnutrición. La Santa Sede desea renovar el llamamiento, tantas veces expresado por el Papa Benedicto XVI, a la comunidad internacional para aumentar y apoyar las políticas humanitarias en aquellas zonas e incidir concretamente sobre las diferentes causas que aumentan su vulnerabilidad.

Estas emergencias humanitarias llevan a subrayar la necesidad de hallar formas innovadoras para poner en práctica el principio de la responsabilidad de proteger, en cuyas bases se encuentra el reconocimiento de la unidad de la familia humana y la atención por la dignidad innata de todo hombre y toda mujer. Como es sabido, ese principio se refiere a la responsabilidad de la comunidad internacional de intervenir en situaciones en las que los Gobiernos no pueden hacerlo por sí solos, o no quieren cumplir el deber primario que les incumbe de proteger la propia población de violaciones graves de los derechos humanos, así como de las consecuencias de las crisis humanitarias. Si los Estados no son capaces de garantizar esa protección, la comunidad internacional debe intervenir con los medios jurídicos previstos por la Carta de las Naciones Unidas y por otros instrumentos internacionales.

Es preciso recordar, sin embargo, el peligro de que dicho principio pueda ser invocado en ciertas circunstancias como motivo cómodo para el uso de la fuerza militar. Conviene reafirmar que incluso el uso de la fuerza conforme a las reglas de las Naciones Unidas deber ser una solución limitada en el tiempo, una medida de verdadera emergencia que debe ir acompañada y seguida por un compromiso concreto de pacificación. Lo que se requiere, por lo tanto, para responder al desafío de la «responsabilidad de proteger», es una búsqueda más profunda de modos de prevenir y de gestionar los conflictos, explorando todas las vías diplomáticas posibles mediante la negociación y el diálogo constructivo, y prestando atención y estímulo también a los más débiles signos de diálogo o de intenciones de reconciliación por parte de los sujetos involucrados. La responsabilidad de proteger se debe entender no sólo en términos de intervención militar, que debería representar realmente el último recurso, sino, antes que nada, como necesidad de la comunidad internacional de estar unida frente a las crisis y de crear instancias para negociaciones correctas y sinceras, para apoyar la fuerza moral del derecho, para buscar el bien común y para exhortar a los Gobiernos, a la sociedad civil y a la opinión pública a encontrar las causas y ofrecer las soluciones para cualquier tipo de crisis, actuando en estrecha colaboración y solidaridad con las poblaciones afectadas y preocupándose siempre, sobre todo, por la incolumidad y la seguridad de los ciudadanos. Es importante entonces que la responsabilidad de proteger, comprendida de ese modo, sea el criterio y la motivación que subyace al trabajo de los Estados y de la Organización de las Naciones Unidas para restaurar la paz, la seguridad y los derechos humanos. Por otra parte, la larga y en general exitosa historia de las operaciones de mantenimiento de la paz (peacekeeping») y las iniciativas más recientes de construcción de la paz (peacebuilding) pueden ofrecer experiencias válidas para concebir modelos de aplicación de la responsabilidad de proteger en el pleno respeto del derecho internacional y de los legítimos intereses de todas las partes involucradas.

Señor presidente, el respeto de la libertad religiosa es el camino fundamental para la construcción de la paz, el reconocimiento de la dignidad humana y la tutela de los derechos humanos. Este es el segundo desafío sobre el que me quiero detener. Las situaciones en las que el derecho a la libertad religiosa se lesiona o se niega a los creyentes de las diversas religiones son, por desgracia, numerosas; lamentablemente, se observa un aumento de la intolerancia por motivos religiosos, y desafortunadamente se constata que los cristianos son actualmente el grupo religioso que sufre el mayor número de persecuciones a causa de su fe. La falta de respeto a la libertad religiosa representa una amenaza a la seguridad y a la paz, e impide la realización de un auténtico desarrollo humano integral. El peso particular de una determinada religión en una nación no debería jamás implicar que los ciudadanos pertenecientes a otras confesiones sean discriminados en la vida social o, peor aún, que se tolere la violencia contra ellos. A este propósito, es importante que se favorezca un compromiso común de reconocer y promover la libertad religiosa de toda persona y de toda comunidad con un sincero diálogo interreligioso, promovido y realizado por los representantes de las diferentes confesiones religiosas y apoyado por los Gobiernos y por las instancias internacionales. Renuevo a las autoridades de todos los países y a los jefes religiosos el apremiante llamamiento de la Santa Sede a adoptar medidas eficaces para la protección de las minorías religiosas, allí donde están amenazadas, y a trabajar a fin de que los creyentes de todas las confesiones puedan vivir seguros y seguir aportando su contribución a la sociedad de la que son miembros. Pensando en la situación en algunos países, quiero recalcar, en particular, que los cristianos son ciudadanos con el mismo título de los demás, vinculados a su patria y fieles a todos sus deberes nacionales. Es normal que puedan gozar de todos los derechos de ciudadanía, de la libertad de conciencia y de culto, de la libertad en el campo de la enseñanza y de la educación, y en el uso de los medios de comunicación.

Por otra parte, hay países donde, si bien se concede una gran importancia al pluralismo y a la tolerancia, paradójicamente se tiende a considerar la religión como un factor extraño a la sociedad moderna o incluso desestabilizador, intentando con distintos medios marginarla e impedir cualquier influencia suya en la vida social. Pero, ¿cómo se puede negar la contribución de las grandes religiones del mundo al desarrollo de la civilización? Como ha destacado el Papa Benedicto XVI, la búsqueda sincera de Dios ha llevado a un mayor respeto de la dignidad del hombre. Por ejemplo, las comunidades cristianas, con su patrimonio de valores y de principios, han contribuido fuertemente a la toma de conciencia de las personas y de los pueblos acerca de la propia identidad y dignidad, así como a la conquista de las instituciones del Estado de derecho y a la afirmación de los derechos del hombre y de sus correspondientes deberes. En esa perspectiva, es importante que los creyentes, hoy como ayer, se sientan libres de ofrecer su contribución a la promoción de un recto ordenamiento de las realidades humanas, no sólo con un compromiso civil, económico y político responsable, sino también con el testimonio de su caridad y fe.

Un tercer desafío que la Santa Sede quiere proponer a la atención de esta asamblea concierne a la prolongación de la crisis económico-financiera mundial. Todos sabemos que un elemento fundamental de la crisis actual es el déficit de ética en las estructuras económicas. La ética no es un elemento externo a la economía y la economía no tiene futuro si no conlleva el elemento moral: en otros términos, la dimensión ética es fundamental para afrontar los problemas económicos. La economía no funciona sólo con una auto-regulación del mercado y menos todavía con acuerdos que se limitan a conciliar los intereses de los más potentes; necesita una razón ética para funcionar en favor del hombre. La idea de producir recursos y bienes, o sea la economía, y de gestionarlos de modo estratégico, es decir la política, sin pretender con las mismas acciones hacer el bien, o sea la ética, ha demostrado ser una ilusión, ingenua o cínica, pero siempre fatal. Por lo demás, toda decisión económica tiene una consecuencia moral. La economía, por lo tanto, tiene necesidad de la ética para su funcionamiento correcto; no de una ética cualquiera, sino de una ética centrada en la persona y capaz de ofrecer perspectivas a las nuevas generaciones. Las actividades económicas y comerciales orientadas al desarrollo deberían ser capaces de reducir efectivamente la pobreza y de aliviar los sufrimientos de los más pobres. En este sentido, la Santa Sede anima el refuerzo de la Ayuda pública al desarrollo, en conformidad con los compromisos asumidos en Gleneagles, y mi delegación desea que los debates sobre este tema, con ocasión del próximo Diálogo de alto nivel sobre el «Financiamiento del desarrollo», lleven a los resultados esperados. Por otro lado, la Santa Sede ha subrayado varias veces la importancia de una reflexión nueva y profunda sobre el sentido de la economía y de sus fines, así como una revisión clarividente de la arquitectura financiera y comercial global para corregir sus disfunciones y distorsiones. Esta revisión de las reglas económicas internacionales se debe insertar en el marco de la elaboración de un nuevo modelo global de desarrollo. Lo exige, en realidad, el estado de salud ecológica del planeta; y lo requiere sobre todo la crisis cultural y moral del hombre, cuyos síntomas son evidentes desde hace mucho tiempo en todas las partes del mundo.

Esta reflexión debe inspirar también los trabajos de la Conferencia de la ONU sobre el Desarrollo sostenible (Río+20) de junio próximo, con la convicción de que «el ser humano debe estar en el centro de las preocupaciones para el desarrollo sostenible», como afirma el primer principio de la Declaración de Río sobre ambiente y desarrollo de 1992. El sentido de responsabilidad y la salvaguardia del ambiente deberían estar orientados por la conciencia de ser una «familia de naciones». La idea de «familia» evoca inmediatamente algo más que relaciones simplemente funcionales o meras convergencias de intereses. Una familia es por su naturaleza una comunidad basada en la interdependencia, en la confianza mutua, en el apoyo recíproco y en el respeto sincero. Su pleno desarrollo no se basa en la supremacía del más fuerte, sino en la atención al más débil y marginado, y su responsabilidad se extiende a las generaciones futuras. El respeto al ambiente debería hacernos más atentos a las necesidades de los pueblos más desfavorecidos; esto debería crear una estrategia para un desarrollo centrado en las personas, favoreciendo la solidaridad y la responsabilidad con respecto a todos, incluidas las generaciones futuras.

Dicha estrategia no puede sino obtener beneficio de la Conferencia de las Naciones Unidas acerca del Tratado sobre comercio de armas (TCA), prevista para el año 2012. Un comercio de armas no regulado y no transparente tiene importantes repercusiones negativas. Retrasa el desarrollo humano integral, aumenta los peligros de conflictos, sobre todo internos, y de inestabilidad, difunde una cultura de violencia y de impunidad, a menudo vinculada con las actividades criminales, como el narcotráfico, la trata de seres humanos y la piratería, que constituyen problemas internacionales cada vez más graves. Los resultados del actual proceso del TCA representarán una prueba de la voluntad real de los Estados de asumir sus propias responsabilidad morales y jurídicas en este campo. La comunidad internacional debe preocuparse de alcanzar un Tratado sobre el comercio de armas que sea eficaz y realizable, consciente del gran número de quienes se ven afectados por el comercio ilegal de armas y de municiones, y de sus sufrimientos. El objetivo principal del Tratado, de hecho, no debería ser sólo reglamentar el comercio de las armas convencionales o de obstaculizar el mercado negro de las mismas, sino también y sobre todo proteger la vida humana y construir un mundo más respetuoso de la dignidad humana.

Señor presidente, de hecho esta contribución a la construcción de un mundo más respetuoso de la dignidad humana es la que demostrará la capacidad efectiva de la ONU de cumplir su misión, destinada a ayudar a la «familia de las naciones» a perseguir los objetivos comunes de la paz, la seguridad y un desarrollo humano integral para todos.

El pensamiento de la Santa Sede se dirige también a cuanto está ocurriendo en algunos países del norte de África y de Oriente Medio. Quiero renovar aquí el llamamiento del Santo Padre Benedicto XVI a fin de que todos los ciudadanos, en especial los jóvenes, se comprometan a promover el bien común y a construir sociedades donde la pobreza sea vencida y donde cada decisión política se inspire en el respeto por la persona humana, sociedades en las que la paz y la concordia triunfen sobre la división, sobre el odio y sobre la violencia.

Una última anotación se refiere a la solicitud de reconocimiento de Palestina como Estado miembro de las Naciones Unidas, presentada en esta sede el pasado 23 de septiembre por el presidente de la Autoridad Nacional Palestina, señor Mahmoud Abbas. La Santa Sede considera esta iniciativa a la luz de los intentos de dar una solución definitiva, con el apoyo de la comunidad internacional, a la cuestión ya afrontada con la Resolución 181 del 29 de noviembre de 1947 por la Asamblea general de las Naciones Unidas. Este documento pone la base jurídica para la existencia de dos Estados. Uno de ellos ya ha visto la luz, mientras que el otro todavía no ha sido constituido, aunque hayan transcurrido sesenta y cuatro años. La Santa Sede está persuadida de que, si se quiere la paz, es preciso adoptar decisiones valientes. Desea que los Órganos competentes de las Naciones Unidas tomen una decisión que ayude a dar una concreta aplicación al objetivo final, es decir, a la realización del derecho de los palestinos a tener un Estado independiente y soberano, y al derecho de los israelíes a la seguridad, teniendo los dos Estados sus confines reconocidos internacionalmente. La respuesta de las Naciones Unidas, cualquiera que sea, no representará la solución completa y sólo se podrá alcanzar la paz duradera mediante negociaciones en buena fe entre israelíes y palestinos, evitando acciones o condiciones que contradigan las declaraciones de buena voluntad. La Santa Sede, por tanto, exhorta a las partes a retomar con determinación las negociaciones y dirige un apremiante llamamiento a la comunidad internacional, para que aumente su compromiso e incentive su creatividad y sus iniciativas, a fin de que se alcance una paz duradera, en el respeto de los derechos de los israelíes y de los palestinos.

¡Gracias, señor presidente!

 

 

top