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CARTA DE LA SECRETARIA DE ESTADO
A LA SEMANA SOCIAL DE CANADÁ

 

Eminentísimo señor
cardenal Paul-Emile Léger,
Arzobispo de Montreal:

Volviendo sobre un tema que se les ha hecho familiar, las Semanas Sociales del Canadá tratarán este año del "Sindicalismo y Organización Profesional". Ya en 1921 habían estudiado el Sindicalismo, en Quebec; en 1936, en Trois Rivieres, abordaron la Organización Profesional. Este año unen los dos temas a fin de mostrar que las Semanas Sociales no consideran el Sindicalismo y la Organización Profesional como dos estructuras alternativas de las que una excluye a la otra, sino como complementarias; el Sindicalismo reclama una organización profesional en la que integrarse; la organización profesional, a su vez, no alcanza plenamente su objetivo más que si se apoya sobre agrupaciones libremente constituidas, donde las diferentes clases sociales se han agrupado siguiendo sus afinidades y sus intereses propios.

Uno de los puntos fundamentales de la enseñanza de la Iglesia en esta materia es el principio de la libertad sindical. Con toda razón se la contrapone a la voluntad arbitraria del Estado. Quizá se ha destacado poco la variedad de sus posibles aplicaciones. Es a los miembros de la Asociación —decía ya León XIII— a quien corresponde "elegir libremente la disciplina y las leyes que les parezcan más apropiadas para el fin que persiguen". Lo harán, agregaba, teniendo en cuenta "las características de cada nación, los ensayos hechos y la experiencia adquirida" (Rerum Novarum, Acta Leonis XIII, XI, 1891, pág. 138).

La libertad sindical puede ponerse en peligro de varias formas. Se vería amenazada, por ejemplo, si las organizaciones profesionales se convertían en engranaje administrativo o político del Estado, o si, dotadas de privilegios abusivos, gozasen de un monopolio único. Pío XI hacía alusión a esto a propósito de la "nueva organización sindical y corporativa", entonces vigente en Italia. "Cuídese, observaba, de que no corra el peligro de ser puesta al servicio de fines políticos particulares más bien que contribuir a la realización de un mejor equilibrio social" (Quadragesimo Anno, AAS 23, 1931, pág. 208).

Es cierto que después de la última guerra mundial las uniones sindicales más concentradas han llegado a ser cada vez más independientes. Pero esta potencia robustecida comporta a su vez un nuevo peligro para la libertad: que el sindicato llegue un día a "ejercer una especie de patronato o de derecho en virtud del cual dispondría libremente del trabajador, de sus fuerzas y de sus bienes" (Pío XII, Alocución a las ACLI, 11 de marzo de 1945), o que, utilizando la influencia que tal sindicato ejerce, naturalmente, sobre la política y sobre la opinión pública, se viera tentado a abusar de la fuerza que da el número; tentación común, por lo demás, a los sindicatos patronales y obreros, a los Trusts económicos, a todas aquellas fuerzas colectivas que constituyen las diferentes agrupaciones profesionales y sociales. Ni la libertad ni la dignidad obrera son plenamente respetadas cuando "la defensa de los derechos personales del trabajador está cada vez más en las manos de una colectividad anónima que actúa por mediación de gigantescas organizaciones tendentes al monopolio" (Pío XII, Radiomensaje de 24 de diciembre de 1952).

Los trabajadores católicos canadienses no fueron los últimos en escuchar las enseñanzas de los soberanos Pontífices en esta materia y muy legítimamente se sienten orgullosos de una amplia fidelidad a la palabra de la Iglesia. Han preferido prestar su atención a las uniones entre católicos porque saben que no hay acción sindical sin doctrina social; se han aplicado a formar sus agrupaciones, no solamente los órganos de legítima defensa de los intereses obreros, sino también centros de educación y de formación doctrinal y moral en la que sus consiliarios han participado ampliamente. De este modo han adquirido una rica experiencia cuyas lecciones pueden ser oportunamente utilizadas hoy en .una coyuntura nueva.

De ahí, por ejemplo, que las uniones sindicales entre católicos pudieran procurar a los inmigrantes —atraídos por la expansión industrial, pero muy a menudo muy vulnerables, porque son, como se dice hoy, desarraigados— un apoyo moral al que no deberían poner obstáculo las diferencias de lengua y de origen. Esta acogida podría además extenderse si las circunstancias lo sugerían, a todo trabajador que aceptara como base de su acción sindical los principios de la doctrina social enseñada por la Iglesia.

De otra parte, las uniones católicas de trabajadores canadienses, lejos de aislarse, tienen la legítima ambición de aportar su contribución constructiva a la promoción obrera. Y bajo esta perspectiva no rehúsan ciertas formas de colaboración con las organizaciones sindicales que de suyo no se excluyen ellas mismas de esta cooperación por la profesión de doctrinas subversivas y negadoras de la fe cristiana (Cfr. Decreto del Santo Oficio, 1 julio 1949).

No pocas transformaciones han tenido lugar desde la época de León XIII. Como señalaba ya Pío, XI, las sabias directrices del gran Pontífice de la encíclica "Rerum Novarum" fueron aplicadas de diversas maneras según los tiempos y lugares. León XIII señalaba como tarea a las asociaciones de trabajadores, al menos ordinariamente, la defensa de los intereses materiales y a la vez la protección del bien religioso y moral de los obreros, atribuyendo a este último, como conviene, principal importancia. A medio siglo de distancia Pío XII alababa en el Movimiento Obrero Cristiano-Belga haber organizado sindicatos "que se esfuerzan por promover el orden cristiano en el mundo obrero", cooperativas cristianas que han contribuido "a la seguridad del trabajador y de su familia", sociedades de seguros mutuos contra los accidentes y la enfermedad, instituciones "destinadas a la formación y a la educación de los trabajadores" (Alocución de 11 de septiembre de 1949). De este modo se había logrado en frase de Pío XI una cierta "división del trabajo" (Quadragesimo Anno, página 187).

De otra parte, ha sucedido que "ya la legislación, ya ciertas prácticas de la vida económica, ya la deplorable división de los espíritus y de los corazones... impedían fundar sindicatos netamente católicos. En tales circunstancias, los obreros se veían prácticamente obligados a dar su nombre a sindicatos neutros, donde, sin embargo, se respetase la justicia y la equidad, donde se dejase plena libertad a los fieles de obedecer a la voz de la Iglesia" (Ibib).

Cuando se impone semejante necesidad práctica debe cuidarse, como exigía San Pío X y recordaba Pío XI, que siempre al lado de estos sindicatos, existan otras asociaciones que se empleen en proporcionar una seria formación religiosa y moral" (Encíclica Singulari Quadam, 24 septiembre 1912).

Por lo demás, los sindicatos "neutros" o puramente económicos, no escapan a los imperativos de la moral social, puesto que ésta tiene su fundamento en la ley natural, cuyas exigencias —aquí como en cualquier otra parte— proclama y defiende la Iglesia.

Es preciso además subrayar otra idea fundamental que se encuentra a todo lo largo de las enseñanzas pontificias, desde León XIII a Juan XXIII. Pío XII la expresaba en estos términos: "Por encima de la distinción entre patronos y obreros los hombres deben saber discernir y reconocer la unidad superior que liga entre sí a todos los que colaboran en la producción, o, dicho en otras palabras, su solidaridad en la tarea de procurar conjuntamente y de forma estable el bien común y hacer frente a las necesidades de toda la comunidad" (Alocución a las ACLI, 11 de marzo de 1945).

De hecho los soberanos Pontífices han tenido siempre a la vista, en toda forma de organización profesional, no sólo la pacificación de las relaciones sociales, sino, más aún, la construcción de un orden armonioso en que cada uno, siguiendo su condición, tendría su parte de responsabilidad y su participación equitativa en los frutos del esfuerzo colectivo. Esto quizá no ha sido siempre suficientemente destacado. No se trata solamente, en efecto, de una justa distribución de salarios, y sólo de la organización interna de la profesión con fines económicos y sociales, sino más bien de un equilibrio por lograr, de una colaboración que ha de organizarse, de iniciativas a tomar, de responsabilidades a confiar, tanto dentro de loe cuerpos profesionales, como entre ellos y el Estado, como dentro de la comunidad humana.

Todos estos problemas, viejos en el fondo, renovados en cuanto a sus incidencias prácticas, van a ser abordados por la próxima Semana Social del Canadá. Ella aportará la luz de la doctrina social cristiana. Pues sabe que "ni la organización profesional ni el sindicato, ni las comisiones mixtas, ni el contrato colectivo, ni el arbitraje, ni todas las prescripciones de la legislación social más acuciosa y más avanzada, lograrían restablecer una concordia plena y duradera que produjera todos los frutos deseados si una acción previsora y constante no interviene para comunicar un soplo de vida espiritual y moral a la misma constitución de las relaciones económicas" (Alocución a los representantes de las Organizaciones Patronales y Obreras de la Industria Eléctrica Italiana, 24 de enero de 1946).

Sabia advertencia la de Pío XII, de la que es eco la enseñanza del Pontífice gloriosamente reinante. Desde su primera encíclica, Su Santidad Juan XXIII pedía a "los derechos y deberes recíprocos de patronos y trabajadores fuesen más armoniosos y reglados". El Padre Santo recomendaba que se tuviera en cuenta cómo "al progreso económico... debe corresponder un no menor progreso en el campo moral, como exige nuestra dignidad de cristianos e incluso la simple dignidad de hombres". Y concluía: "estas perspectivas se cumplirán el día en que la doctrina social de la Iglesia católica se ponga plenamente en vigor" (Ad Petri Cathedram).

Que la próxima Semana Social del Canadá pueda aportar su preciosa contribución a esta realización progresiva de la doctrina social de la Iglesia para el mayor bien de vuestra querida patria.

Con estos votos paternales Su Santidad se complace en enviar a vuestra eminencia reverendísima, a los celosos organizadores de la Semana y a todos aquellos que en ella participarán, sacerdotes, religiosos, religiosas y seglares, una amplia Bendición Apostólica.

Deseando personalmente el mayor éxito a esas importantes sesiones, os ruego que os dignéis recibir, eminentísimo señor, el testimonio respetuoso de veneración con que, besándoos las manos, me ofrezco de vuestra eminencia reverendísima, humilde y devoto servidor en Nuestro Señor Jesucristo.

D. Cardenal TARDINI
Secretario de Estado

 

 

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