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EXEQUIAS DE SU SANTIDAD JUAN PABLO I

HOMILÍA DEL CARDENAL CARLO CONFALONIERI
DECANO DEL SAGRADO COLEGIO

Miércoles 4 de octubre de 1978

 

Venerados hermanos en Cristo Jesús:

Nadie podía pensar que, a menos de dos meses del rito fúnebre celebrado en la plaza de San Pedro por la repentina desaparición del Papa Pablo VI, nos encontraríamos de nuevo aquí para dar el último adiós a su sucesor, el Santo Padre Juan Pablo I, muerto improvisamente después de sólo treinta y tres días de pontificado.

Nos preguntamos: ¿Por qué tan pronto? El Apóstol nos previene con la conocida exclamación de admiración y adoración: "¡Cuán insondables son sus juicios e inescrutables sus caminos!... Porque, ¿quién conoció el pensamiento del Señor?" (Rom 11, 33). Se plantea así, en toda su inmensa y casi aplastante grandeza, el insondable misterio de la vida y de la muerte. Apenas hemos tenido tiempo de ver a este nuevo Papa; pero ha bastado un mes para que se conquistase los corazones, y un mes para amarlo nosotros intensamente. No es, pues, la duración lo que caracteriza una vida y un pontificado, sino el espíritu que los informa.

Juan Pablo I ha pasado como un meteoro que se enciende de repente en el cielo y desaparece, dejándonos asombrados y atónitos. Ya la Sabiduría (4-13) había previsto que el hombre justo, habiéndose perfeccionado en poco tiempo, ha realizado una larga carrera: Consummatus in brevi, explevit tempora multa. Nos trae una comprobación de alentadora adhesión a la realidad la oración exequial que recitaremos dentro de poco: "Concede, oh Señor, que te alabe eternamente en el cielo aquel que en la tierra te ha servido en la profesión constante de fe".

En el Papa Juan Pablo, hemos visto y venerado al Vicario de Cristo, Obispo de Roma y Supremo Pastor de la Iglesia universal; pero en el breve contacto que hemos tenido con él, enseguida nos hemos sentido impactados y envueltos en la fascinación de su bondad instintiva, de su innata modestia; de su genuina sencillez de trato y de palabra.

Las mismas alocuciones papales —las pocas que ha llegado a pronunciar— reflejaban esta índole suya, empezando por el primer discurso pronunciado en la Capilla Sixtina, al día siguiente de su elección (para él ¡cuán inesperada y dolorosa!), cuando dejó entrever a grandes rasgos lo que iba a ser el programa de su pontificado; la pureza e integridad de la fe, el perfeccionamiento de la vida cristiana, el amor a la gran disciplina en la actividad multiforme para incremento del reino de Dios y la prosperidad espiritual y temporal de la humanidad entera. ¿Y cómo no recordar la homilía pronunciada al tomar posesión de la catedral de Roma en San Juan de Letrán, cuando con absoluto respeto a las normas, supo explicar y aplicar tan claramente los conceptos fundamentales contenidos en las tres lecturas litúrgicas a las perspectivas y expectativas referentes a la Iglesia Romana, al compromiso en la promoción espiritual de los fieles, a los deberes primarios de su misión pontifical?

Lo que sobresale aún más en ese modo afectuoso de donarse era su manera de enseñar; esa facilidad para traducir con acierto la elevada doctrina teológica al lenguaje más accesible de la catequesis, camino insustituible de formación cristiana, tan necesaria (como la experiencia pastoral lo confirma cada día) para conservar en el Pueblo santo de Dios el sentido de lo divino, en su diario avanzar hacia la anunciada meta de la felicidad eterna.

Fue un maestro perfecto: las etapas de Belluno, Vittorio Veneto y Venecia lo testimonian; y pocas semanas de ministerio papal han sido suficientes para presentarlo como tal al mundo, atento de cerca o de lejos a la escucha de sus paternas enseñanzas. Todos comprendían que hablaba para llegar hasta sus almas; y aun cuando, con humildad estimulante e inteligentísima intuición sicológica, se dirigía expresamente a los niños, para que le ayudasen (como graciosamente decía el Papa), todos comprendían que hablaba a los pequeños para que entendieran los mayores. Esa delicadeza evidente aumentaba en los oyentes la atención confiada de la mente y la beneficiosa adhesión de la voluntad.

¿Era la necesidad de lo espiritual, tan sentida ahora en el descuido generalizado de los valores morales, lo que empujaba a las multitudes hacia el Papa? ¿Cómo explicar la presencia de tantas personas en las audiencias de los miércoles, personas provenientes de todos los lugares, y las muchedumbres que llenaban literalmente la plaza de San Pedro al mediodía del domingo para el habitual saludo de familia y el rezo colectivo del Ángelus?

¿Quién no se ha impresionarlo, y muy fuertemente, viendo en estos últimos días el espectáculo de filas interminables de fieles, de Roma y del mundo, caminando lentamente a lo largo de toda la columnata de Bernini, bajo un sol inclemente o una lluvia tenaz, con tal de acercarse a la Sala Clementina y a la Basílica Vaticana, después de dos o más horas de paciente y heroica espera, para ver una vez más al Papa de la bondad y de la sonrisa?

Sí, porque frente al mundo sumergido en el odio y la violencia, el Papa Juan Pablo ha sido él mismo, personalmente, mensaje de bondad. Ha pedido la paz, ha orado por la paz, ha sentido sed de justicia en favor de todos los oprimidos, los enfermos, los pobres, los necesitados de todas las clases sociales; ha exaltado el trabajo, ha predicado la caridad. Y siempre con la sonrisa en los labios; esa sonrisa que nunca le faltó, ni siquiera en el último instante de la vida. Así lo vimos, en efecto, en las primeras horas del viernes pasado en su lecho de muerte, con la cabeza ligeramente inclinada hacia la derecha, los labios entreabiertos con aquella su sonrisa constante. Así ha entrado en la paz del Señor.

Venerables hermanos, autoridades, clero, religiosos, pueblo todo: Acabamos de escuchar la página del Evangelio (Jn 21, 15) que narra la triple pregunta de Jesús y la triple respuesta del primer Apóstol: "Simón, ¿me amas? Señor, Tú sabes que te amo".

También el pontificado de Juan Pablo fue un diálogo de amor entre padre e hijos sin tregua ni mengua.

En los miércoles anteriores, refiriéndose a Juan XXIII, el Papa Juan Pablo I había hablado de la fe y la esperanza; la última semana, de la caridad: las tres virtudes teologales que nos unen directamente con Dios. Dijo que el hombre debe progresar, progresar siempre hasta la perfección, en todo aquello que es bueno, siendo así la ley del progreso que preside la vida; y ante todo, debe crecer en el amor a Dios y en el amor al prójimo.

Este es su testamento. Este, el testamento del Divino Maestro, Cristo Jesús. Amén.

 

  

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