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INTERVENCIÓN DE MONS. AUDRYS JUOZAS BACKIS,
JEFE DE LA DELEGACIÓN DE LA SANTA SEDE,
EN LA CONFERENCIA INTERNACIONAL SOBRE LOS REFUGIADOS
Y EMIGRADOS DE ASIA SUDORIENTAL


Ginebra, jueves 21 de junio de 1979

 

Señor Presidente:

El Papa Juan Pablo II, en la tarde del 20 de junio último, se dirigía a una muchedumbre de visitantes reunidos en la plaza de San Pedro de Roma, hablándoles en estos términos: «Apremiado por la caridad de Cristo —Caritas Christi urget nos— quiero alzar la voz esta tarde para invitaros a dirigir el pensamiento y el corazón al drama que se está desarrollando en las tierras y mares lejanos del Sudeste de Asia, y que afecta a cientos de miles de hermanos y hermanas nuestros. Están buscando una patria, pues los países que les han acogido en el primer momento han llegado al límite de sus posibilidades y, por otra parte, los ofrecimientos de afincamiento definitivo en otras tierras resultan hasta ahora insuficientes».

Aunque hablaba directamente a los allí presentes, en realidad el Papa se dirigía a todos los hombres. Y añadía: «Apelo a la conciencia de la humanidad, a fin de que todos, pueblos y gobernantes, asuman su parte de responsabilidad en nombre de una solidaridad que rebasa fronteras, razas e ideologías».

Señor Presidente:

Si he querido recordar estas palabras del Papa, es porque indican la razón profunda por la que la Santa Sede se interesa en el problema que se está tratando en esta Conferencia Internacional. La Iglesia católica sabe que, en cada momento de la historia y de modo siempre nuevo, está interpelada por el mensaje de amor que su Fundador le confió. Un amor, abierto a todo ser humano y prioritariamente a todo ser humano en peligro de caer en el sufrimiento o en la necesidad. Un amor que ha de poder prestar su ayuda, sean cuales fueren las causas, próximas o remotas de esa situación. Un amor que no ve más que al hombre, la mujer o el niño en necesidad y no se deja turbar por otras consideraciones. Así fue la actitud del buen samaritano del Evangelio, que prestó ayuda al forastero herido, abandonado al borde del camino y olvidado de los demás que por allí pasaron. Esa es la razón de la presencia de la Santa Sede en esta reunión.

La Santa Sede tiene plena conciencia de que tal actitud es compartida por todos los hombres de buena voluntad, incluso por aquellos que no se cuentan entre quienes creen en Dios. La misma Comunidad internacional no es insensible a esta ética. ¿No se halla una prueba de sus convicciones en los principios enunciados por la Declaración universal de los Derechos Humanos y sancionados por los Estados que se adhirieron al pacto relativo a los derechos civiles y políticos, hace tiempo entrado ya en vigor?

Si nos hemos reunido hoy aquí es porque cada uno de nosotros cree firmemente en el principio del artículo I de la Declaración universal, donde se afirma que "todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y en derechos", lo que implica que toda persona tiene el derecho de vivir libre en su propia patria. De ahí que todos nosotros reconozcamos, como dice, por otra parte, el artículo 13 de, la misma Declaración, que "toda persona tiene derecho a dejar cualquier país". De ahí que admitamos también, de acuerdo con el artículo 14 de la Declaración, que "toda persona tiene derecho a buscar asilo y a beneficiarse del asilo de otros países".

Tales son los motivos que han inducido a Juan Pablo II a estimular la convocación de esta Conferencia. Por encima de los resultados concretos que deberán salir de ella, cosa que deseamos de todo corazón, ésta ha suscitado ya, antes de su apertura, un verdadero impulso de generosidad que se ha manifestado, tanto en ámbitos oficiales como en el conjunto de la sociedad, en una nueva disponibilidad para asumir las obligaciones humanitarias impuestas por este problema, cuya amplitud es tal que «no se puede dejar caer por más tiempo ese peso sobre unos pocos» (Juan Pablo II, ib.).

La Santa Sede comparte el punto de vista del Alto Comisario para los refugiados, según el cual, para resolver los problemas que afectan a esa región, sería indispensable considerar la situación en su conjunto y buscar soluciones globales a todos los niveles. Nosotros limitaremos nuestra intervención a los aspectos humanitarios, como ha decidido el Secretario General de la ONU al convocar esta reunión.

Porque no se puede ocultar por más tiempo que la trágica suerte de los refugiados indochinos plantea un problema humanitario cuyo carácter no tiene precedentes. Un número considerable de hombres y mujeres han hallado ya la muerte, de una u otra forma. Cientos de miles de personas, sobre todo entre aquellas que se han visto obligadas a tomar el camino del mar, deben afrontar peligros y asumir enormes riesgos para su propia vida, antes incluso de poder llegar a una tierra amiga dispuesta a acogerlos.

Si la Santa Sede, si la Iglesia católica extendida por el mundo entero, se sienten afectadas por este problema y le dedican, desde hace ya muchos años, particular atención y esfuerzos, es porque se sienten interpelados por el hombre.

En los países de primera acogida, los cristianos, ayudados por sus hermanos y hermanas de todos los países, están actuando ya hace tiempo, con pleno respeto a las competencias de los Gobiernos y al papel de las instituciones intergubernamentales. Año tras año, se puede comprobar que esta contribución manifiesta una generosidad financiera considerable. Los obispos católicos de los países de primera acogida han lanzado, por su parte, llamamientos a todos los obispos del mundo para que compartan el peso que soportan sus países. En estos últimos días precisamente, se ha tenido en Bangkok una reunión de obispos y de todas las organizaciones católicas de beneficencia de los países asiáticos, para reflexionar sobre las medidas que deben tomarse, en espera de que esta reunión de Ginebra tome acuerdos concretos, dentro de los cuales puedan situar mejor su acción dichas organizaciones.

En los países de acogida permanente —las autoridades gubernamentales de los mismos podrán testimoniarlo— numerosas organizaciones católicas han realizado también esfuerzos considerables, en personal y en medios financieros, para colaborar con los Gobiernos a la acogida y a la inserción social de los refugiados. En respuesta al llamamiento del Papa, los católicos examinan las posibilidades de las familias, de las parroquias, de las comunidades religiosas, a fin de permitir a los Estados que abran todavía más ampliamente sus fronteras.

Señor Presidente:

Para la Santa Sede es evidente que toda solución, para ser eficaz y duradera, debe partir del hombre y de su dignidad. Es de desear que las fórmulas arbitrarias para hacer frente al drama que nos ocupa no se refieran únicamente a consideraciones de índole económica, étnica, o política, porque correrían el riesgo de no llegar a una solución verdadera y no harían más que prolongar, e incluso perpetuar, este fenómeno inhumano.

Todo refugiado tiene derecho a vivir y, de entrada, por tanto, derecho a sobrevivir. La Santa Sede hace un llamamiento a todas las naciones para que ningún refugiado perezca por naufragio y para que se hallen los medios necesarios para recoger a los refugiados en alta mar. No es el momento de detenerse a hacer distinciones entre "refugiados" y "emigrantes", mientras se hallan en peligro de muerte. La pérdida de un sólo niño, de una sola vida humana, pesa sobre nuestra conciencia de hombre.

Los esfuerzos de la Comunidad internacional asegurarán a todos una acogida permanente, sin hacer discriminaciones en detrimento de los ancianos o minusválidos o de otras personas que algunos pudieran considerar como "improductivas". Con buena voluntad y un creciente respeto de la dignidad humana, se deberían encontrar los medios de hacer cesar las salidas que se realizan con gran confusión y mayor peligro, quedando salvos los principios de la libre migración y de reunificación de las familias sin coacción física o moral.

Si nuestra reunión debe decidir, para hacer frente a las primeras urgencias, la preparación de lugares de primer asilo, reconocidos y respetados por la Comunidad internacional y donde los refugiados tengan la seguridad de ser acogidos, deberá entenderse bien que estos territorios no han de ser asilos permanentes, porque una situación así no permitiría la inserción social a las personas o familias que tienen derecho a encontrar un trabajo y a ganar su vida en condiciones humanas normales.

La Santa Sede, por su parte, está decidida a seguir realizando todos los esfuerzos que están al alcance de sus posibilidades. La Iglesia católica se siente cada vez más presente y más disponible en todo el mundo. Sus organizaciones continuarán actuando unidas a los Gobiernos si éstos lo desean, complementando sus acciones y las de las Instituciones internacionales.

Permítaseme aquí rendir homenaje a los resultados obtenidos gracias a la colaboración de muchas naciones, a la acción de la ONU y en particular a la del Alto Comisariato para los refugiados.

La tarea es inmensa, el tiempo apremia. A este problema, que alcanza dimensiones tan trágicas, hay que darle soluciones y dimensiones universales, soluciones inmediatas. Hombres, mujeres y niños en peligro vuelven su mirada angustiada hacia esta Conferencia. No podemos decepcionarles.

Muchas gracias, señor Presidente.

 

 

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