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MISA EN SUFRAGIO DEL CARDENAL JEAN VILLOT

HOMILÍA DEL CARD. AGOSTINO CASAROLI

Capilla Sixtina
Lunes 10 de marzo de 1980

 

1. Nos hemos reunido aquí para participar en el sacro rito de sufragio por el alma bendita del cardenal Jean Villot, en el primer aniversario de su doloroso fallecimiento.

El Santo Padre había deseado presidir personalmente esta celebración eucarística, para dar nuevo testimonio de gratitud por la colaboración que el llorado cardenal le prestó desde el comienzo de su servicio pastoral en la Sede de Pedro. Lamentablemente, la leve indisposición de estos días, que aconseja todavía algunas precauciones, le impide estar aquí entre nosotros. Por tanto, me ha confiado a encargo de hacerme intérprete de sentimiento y al mismo tiempo de viva participación espiritual en esta nuestra reunión de plegaria.

2. La figura del cardenal Villot se hace presente, en este momento, ante nuestro ánimo que le recuerda conmovido. Y pensamos en la amplia y benemérita obra por él realizada en servicio de la Iglesia. Recordamos, de modo especial, el trabajo que desarrolló, primeramente como secretario de la Conferencia Episcopal Francesa, luego como arzobispo de Lión; y, en un radio de acción más amplio, su contribución al desarrollo del Concilio Ecuménico Vaticano II, del que fue uno de los subsecretarios.

Su experiencia pastoral y su iluminada prudencia le hicieron merecedor, sucesivamente, de la llamada al cargo de Prefecto de la Sagrada Congregación para el Clero y, después, a los de Secretario de Estado, Prefecto del Consejo para Asuntos Públicos de la Iglesia y Presidente de la Pontificia Comisión para el Estado de la Ciudad del Vaticano y de la Administración del Patrimonio de la Sede Apostólica.

Muchos de nosotros hemos podido apreciar de cerca sus dotes de afabilidad y disponibilidad, su estilo discreto y señorial, su trato distinguido, su alma de sacerdote y de obispo. Quien os habla, por su continua y estrecha relación con él, puede y se siente obligado a dar especial testimonio de ello, así como de recordar también, con profunda edificación, su alto sentido del deber, llevado hasta el sacrificio personal, y su incansable solicitud en el cumplimiento de las tareas delicadas que, como Secretario de Estado junto a tres Papas, y como Camarlengo en los dos Cónclaves de 1978, tuvo que afrontar.

No son pocas, por tanto, las razones de gratitud hacia él, no sólo por parte de la que fue su familia de vida y de trabajo cotidiano, sino también de la entera comunidad eclesial, por la que se entregó hasta el extremo de sus fuerzas, sostenido por una sólida fe y por un ardiente amor a Cristo.

3. En esta Capilla —bajo la impresionante visión de la obra maestra de Miguel Ángel, que parece hacernos presentes el terror y las esperanzas del juicio final, y tras las lecturas litúrgicas que acabamos de escuchar— nuestros sentimientos se transforman, diríamos que naturalmente, en reflexión, y la respuesta al deber de gratitud se eleva al nivel más firme y saludable de la oración.

Contemplamos aquí a Cristo-Juez, según una visión pictórica que, con la libertad de la interpretación artística, evoca potentemente el acontecimiento de la resurrección, en la que Judas Macabeo pensaba con religiosa piedad (I lectura); y al mismo tiempo presenta la imagen plástica de ese tribunal de Cristo, ante el cual debemos comparecer para dar cuenta de nuestras acciones (II lectura).

Pero aquí, sobre todo, vemos transcrita la estupenda página de San Mateo, en el capítulo 25 de su Evangelio: "Cum... venerit Filius hominis in maiestate sua..., tunc sedebit super sedem maiestatis suae: et congregabuntur ante eum omnes gentes" (versículo 31 y siguientes). Es un anuncio cuyo objetivo, cuya intención principal es ciertamente amonestar e inducir a practicar el bien, según el máximo Mandamiento de la caridad, y a evitar el mal que es la violación del mismo mandamiento. Una página, por tanto, que debe tener bien despierto al cristiano, al sacerdote, en su vida cotidiana, suscitando en él ese santo temor del Señor, que es el principio de la Sabiduría (cf. Prov 1, 7; 9, 10).

Del mismo Apóstol es la página evangélica, ahora leída. Esa página parece tener, al menos a primera vista, un contenido y un tono muy diversos: No es ya Jesús-Juez, sino Jesús que, con acento de incomparable dulzura, proclama la bondad de su Padre, Señor del cielo y de la tierra, y le alaba por haber revelado a los pequeños los secretos del Reino, invitando luego hacia Sí a cuantos están agobiados y cansados: Venite ad me omnes— Tollite iugum meum super vos, et discite a me, quia mitis sum et humilis corde (11, 28-29). Ciertamente, la ley de la caridad, que en el momento del juicio final será medida determinante para la admisión o exclusión del Reino, no puede ser separada de la mansedumbre y de la humildad; que en este texto nos recomienda Cristo Nuestro Señor, como enseñanzas que hemos de aprender en su escuela. La caridad, virtud suprema, comprende y asume en sí también estas virtudes, que hacen al hombre —y mucho más al superior— sereno, respetuoso, sin durezas ni pretensiones hacia los demás, incluso en el ejercicio de la autoridad, aun cuando ésta deba imponerse con el vigor requerido por el bien común, en la Iglesia no menos que en la sociedad civil; induciéndole casi a hacerse perdonar la obligación de colocarse por encima de los demás, con la molestia que le impide sentirse superior a ellos. Acto de caridad, también éste, no inferior al de partir el pan a quien está hambriento o vestir a quien se halla expuesto a los rigores del invierno.

Tomar sobre las propias espaldas el yugo de Cristo, ligero pero no siempre fácil de llevar, quiere decir tratar de aprender todo cuanto El ha enseñado y cumplir generosamente todo cuanto nos ha mandado.

4. Los dos textos de Mateo no son, por tanto, tan diversos ni desconectados entre sí, sino que deben más bien acercarse e integrarse el uno en el otro, según una clave de lectura unitaria y coherente.

El llorado cardenal Villot, de quien recordamos hoy el aniversario del "dies natalis", comprendió tal exigencia. Creyó firmemente en Cristo y lo siguió fielmente, sirviéndole en su Iglesia y en su Vicario, amándole en la persona de sus hermanos, haciéndonos partícipes de la irradiación de sus virtudes humanas, cristianas, sacerdotales, que nos lo hacen inolvidable. El —como esperamos confiadamente— ha encontrado ya el descanso prometido a las almas de los mansos y de los humildes (cf. Mt 11, 29) y ha entrado en posesión de ese Reino, que desde la creación del Mundo está preparado para los operarios de la caridad (cf. Mt 25, 34).

Pero nuestra oración le acompaña igualmente.

Es el tributo de nuestro reconocimiento, del afecto que ni el tiempo pasado desde su desaparición de la escena de este mundo, ni el que todavía pasará, lograrán apagar en nuestro corazón.

¡Que nos escuche el Señor, justo y misericordioso!

 

 

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