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 INTERVENCIÓN DE MONS. ACHILLE SILVESTRINI
EN LA CONFERENCIA SOBRE SEGURIDAD
Y COOPERACIÓN EN EUROPA*

13 de noviembre de 1981

 

Señor presidente:

Es mi deber dirigir un cordial saludo y expresar un caluroso agradecimiento al Gobierno y a la nación española que, con hospitalidad realmente gentil y digna de las grandes tradiciones de este país, nos acoge con tanta distinción.

La reunión de Madrid se abre en un contexto internacional que está profundamente turbado. La atmósfera en la que, hace cinco años, se firmó el Acta Final de Helsinki era sin duda muy diferente, porque la Conferencia que se concluyó solemnemente el 1 de agosto de 1975 representó, por una parte, la meta más elevada del proceso de superación de la guerra fría y, por otra, parecía abrir a Europa, y de rebote a la vida internacional, nuevos caminos posibles de convivencia pacífica y de cooperación.

La atención de los países europeos, antes distraída y luego cada vez más interesada, se dirigió con esperanza creciente hacia los contenidos del Acta Final, en la que se proclamaban afirmaciones importantes como la igualdad soberana de todos los países participantes, la renuncia a la fuerza, la composición pacífica de las controversias, el respeto de los derechos humanos, la autodeterminación de los pueblos, la colaboración entre los Estados, el cumplimiento en buena fe de las obligaciones de derecho internacional. Además, la espera se fijaba en las consecuencias sucesivas del Acta Final, es decir, en la perspectiva de "relaciones mejores y más estrechas entre todos los países participantes, en todos los campos", y en el conjunto de medidas concretas dirigidas a crear mejores condiciones de vida en los intercambios entre los pueblos interesados.

El significado del Acta Final no consistía, pues, sólo en la voluntad de superar contraposiciones pasadas, sino sobre todo en el intento de crear los presupuestos de un proceso dinámico de relaciones más intensas, acercando las naciones entre sí, y haciéndolas cooperar en la realización de algunos valores fundamentales en su vida y en las relaciones internacionales.

Después de unos dos años, en 1977-78, se intentó en Belgrado un primer balance, registrando un cierto número de actuaciones positivas, pero al mismo tiempo teniendo que constatar con dolor retrasos y faltas de aplicación que se revelaron evidentes; sobre todo fue decepcionante comprobar la imposibilidad de hacer progresar el alcance del Acta Final con iniciativas que la enriquecieran ulteriormente, o que al menos facilitaran una actuación más amplia de sus disposiciones.

Esta reunión de Madrid se abre en una situación mundial aún más tensa, por algunos acontecimientos internacionales de particular gravedad fuera del área europea; y mientras tanto, a la prolongación de una crisis económica pesante y generalizada se añade la acentuada carrera a los armamentos que, además de gastar recursos útiles en otros campos, pone en riesgo todo resto de confianza, que es lo único en lo que se puede esperar para encaminar tentativas de diálogo y negociación.

El Acta Final reconoció "el interés que revisten los esfuerzos que tienden a reducir el riesgo de una confrontación militar y a promover el desarme", como elemento indispensable para la distensión política. Este punto es particularmente importante para la paz. En efecto, ese "código de la cortesía" que el Acta Final prevé con las notificaciones previas de maniobras militares y de movimientos militares, y otras más del mismo género, tendrá efectos positivos en orden a mantener la confianza solamente si al mismo tiempo no aumentan los armamentos o, mejor aún, si se reducen. En cambio, en estos cinco años la carrera de los armamentos, tanto estratégicos como convencionales, se ha acelerado progresivamente: éste es uno de los factores que pesa negativamente sobre el "proceso de Helsinki", porque entre los 35 participantes, mientras algunos están casi o totalmente desarmados, otros continúan acumulando un conjunto de medios de destrucción cada vez más elevado y sofisticado. Como ha advertido el Sumo Pontífice Juan Pablo II en el discurso a la Asamblea General de la ONU, quien dispone de estos medios de muerte demuestra que quiere estar preparado para la guerra y "estar preparados significa poder provocarla". El rearme que se está realizando es el primer punto vistosamente negativo del balance del Acta Final y es también un gran interrogante de responsabilidad que se pone para el examen de las propuestas en la reunión de Madrid.

Lo mismo ha sucedido con la distensión política. Esta no podía, ni puede, ser sólo una expresión verbal, sino que debe inspirar una lealtad mutua de comportamientos y relaciones, incluido un autocontrol responsable en las controversias y en los conflictos, que sepa acoger y posiblemente componer en acuerdo, las exigencias de las otras partes.

Además, el Acta Final reconoce que entre la paz y la seguridad en Europa y en las del mundo entero existe una unión estrecha: el proceso de distensión, por tanto, debe aplicarse también a todas las áreas geográficas, en las que los mismos protagonistas del diálogo en Europa lleguen a enfrentarse en contraste de diverso tipo, directos o mediatos, con juegos, a veces, mutables, de alianzas, para perseguir los propios intereses. Si la seguridad es indivisible, también debe serlo la distensión.

El tercer factor de la crisis es el humano. La amenaza de la destrucción que proviene de la carrera de los armamentos provoca una profunda perturbación en los espíritus: ¡No puede haber paz bajo la pesadilla del terror! Pero también las ásperas contraposiciones ideológicas, la dureza represiva hacia los disidentes, las tensiones provocadas por formaciones que se constituyen cada vez que se enciende una hoguera de crisis, provocan reacciones de resentimiento, de hostilidad, a veces incluso de odio, que se transforman en multiplicadores humanos de las mismas tensiones y empeoran las relaciones ya difíciles entre los Estados.

Este factor humano de la paz a menudo no se valora suficientemente. Sin embargo el Acta Final de Helsinki dedicó algunas de sus cláusulas más significativas a determinados aspectos humanos —los contactos entre las personas, las reuniones entre familias, matrimonios entre ciudadanos de Estados diferentes, los viajes, el turismo, los encuentros entre jóvenes—. También el incremento en todo el amplio sector de las informaciones, los intercambios culturales y científicos, ¿no tiene, quizá, como finalidad un enriquecimiento mutuo de personas a personas, de grupos a grupos, que afecta a la comprensión y la amistad entre los pueblos? Y la tutela de las minorías nacionales, de los trabajadores emigrantes, del ambiente de vida, ¿no tiene como objeto al hombre en sus aspiraciones, necesidades y actividades?

No es fácil, en esta materia, hacer un balance pormenorizado. Cada país participante puede poner de relieve ciertos resultados y lamentar las carencias u ocasiones fallidas. La Santa Sede tiene una experiencia propia en el sector humanitario, aunque sólo fuera por las múltiples y apremiantes demandas que recibe, de personas, familias, grupos de diversa naturaleza, que invocan continuamente la aplicación en su favor de los compromisos del Acta Final, y a cuyo favor ella actúa en los límites de sus posibilidades.

Sin embargo, el aspecto central del "factor humano" está representado, en el Acta Final, por el VII Principio que se refiere al respecto de los derechos del hombre y de las libertades fundamentales, incluida la libertad de pensamiento, de conciencia, religión o credo. Sobre todo allí donde se proclama "el significado universal" de estos derechos, cuyo respeto es definido como "factor esencial de la paz, de la justicia y del bienestar necesarios para asegurar el desarrollo de relaciones amistosas y de la cooperación" entre los Estados participantes, "así como entre todos los Estados", la Conferencia de Helsinki encontró uno de sus puntos ideales más elevados:

— "Significado universal", en efecto, quiere decir que estos derechos tienen valor para todos los países, cada Estado se compromete por su honor a ponerlos en práctica, y el interés de los demás por esta puesta en práctica no puede considerarse una ingerencia indebida;

— "factor esencial de la paz, de la justicia y del bienestar" quiere decir considerar al hombre protagonista de los más altos valores de la vida social y de las relaciones internacionales mismas.

Y puesto que todos los Estados participantes se comprometen a contribuir a la promoción del ejercicio efectivo de los derechos humanos, la Santa Sede, de acuerdo con su misión, ha creído su deber dar —ya desde las consultaciones preparatorias de Dipoli, en Helsinki en 1972-73 — una aportación específica en favor de la libertad de conciencia y de religión.

Con tal finalidad, siguiendo las orientaciones del Sumo Pontífice Pablo VI, el Santo Padre Juan Pablo II ha querido, mientras se acercaba la reunión de Madrid, dirigir a todos los jefes de Estado de los países firmantes del Acta Final una carta personal, acompañada de un documento especial que contiene una amplia reflexión acerca de los contenidos de la libertad de conciencia y de religión. Este documento se pone hoy a disposición de las delegaciones y de la prensa para que pueda ser conocido y estudiado.

La iniciativa del Sumo Pontífice se propone ofrecer una síntesis de todos los elementos de la libertad religiosa, como resultan de la experiencia universal de la Iglesia católica, puestos de relieve no sólo para sí misma y para sus fieles, sino para los creyentes de otras religiones, y para la conciencia religiosa del hombre en general.

En la época en que vivimos, la libertad religiosa se menciona en todas o casi todas las Constituciones de los Estados, y en importantes documentos de carácter internacional, pero su contenido no está precisado de manera suficiente o uniforme. Además, en la escala de las necesidades del hombre, ¿cuál es el lugar reservado a la exigencia religiosa? Y eso que es una realidad que toca la profundidad del ser de las personas, en cuanto que se dirige a dar una respuesta a los interrogantes fundamentales de la existencia, y a ofrecer determinados valores y significados primarios para el hombre, como la verdad y el amor, la igualdad y la justicia, el sentido del sacrificio y del dolor, el porqué del vivir y del morir.

El documento del Papa Juan Pablo II ofrece un parámetro adecuado, para poner a disposición una base amplia y sólida, susceptible de iniciativas apropiadas en favor de una justa libertad para el ejercicio de las actividades religiosas y morales, en el pleno respeto de los derechos de los demás miembros de la sociedad, creyentes o no creyentes, y de las demás confesiones religiosas. Este acercamiento constructivo tendría que alentar a un diálogo con todos los países interesados.

De los varios aspectos de la libertad religiosa brota una especie de radiografía, positiva o negativa, de las situaciones de cada país, algunas de las cuales hay que reconocer que ponen interrogantes angustiosos: ¿por qué a determinadas Iglesias no se les consiente la facultad legal de existir a la par que otras confesiones religiosas?, ¿por qué las familias no pueden disponer libremente la educación de sus hijos en la fe que profesan?, ¿por qué entre los jóvenes que sienten una llamada al sacerdocio o a la vida religiosa sólo algunos son autorizados a entrar en un seminario o en un instituto de formación?, ¿por qué determinadas diócesis no pueden tener libremente un Pastor elegido por la Santa Sede y, en otros casos, los Pastores no son siempre libres de ejercer su ministerio?

El hecho de poner estos interrogantes no significa que no se reconozca que, en algunos casos, se ha registrado una mejora, más aún, una tendencia a hacer más normales graves situaciones anteriores; pero falta aún ese "salto de calidad" que vuelva a llevar la libertad religiosa al nivel que merece.

Una reflexión atenta consiente ver que la libertad religiosa puede coexistir con sistemas sociales diferentes; la Iglesia pide sólo espacio para la vida del espíritu. Se da cuenta de que, también en sociedades permisivas inspiradas sobre todo en criterios hedonistas, la religiosidad del hombre puede encontrar dificultades no tanto por la falta de libertad, cuanto por el asalto de falsos espejismos: hay, a veces, un deterioro moral que hace difícil a las personas conquistar su propia libertad interior. Pero no es menos cierto que los sistemas que niegan, o limitan grandemente, la libertad religiosa privan al hombre de derechos fundamentales y se privan a sí mismos del beneficio de una cierta aportación también humana; porque la fe religiosa no se dirige solo al culto de Dios, sino que educa a las personas a un sentimiento auténtico de igualdad y fraternidad.

Por otra parte, la libertad religiosa —como pone de relieve Juan Pablo II en el documento— no puede ejercerse más que de manera responsable, es decir, de acuerdo con los principios éticos, y en el respeto de la igualdad y la justicia, las cuales pueden ser reforzadas a través de un diálogo de la sociedad civil con las instituciones que, por su naturaleza, están al servicio de la vida religiosa.

Señor Presidente:

La iniciativa de la Santa Sede quiere ser, pues, una invitación abierta y franca a un diálogo serio y constructivo sobre un tema que toca profundamente las aspiraciones y las expectativas de millones y millones de personas. Tenemos la esperanza de que pueda encontrar una buena acogida y permita sacar algunas conclusiones positivas en el ámbito de la reunión de Madrid.

Con este gesto la Santa Sede muestra su confianza, más allá de las dificultades que experimenta esta reunión, en la posibilidad de que aquí en Madrid se realice un paso adelante en el proceso comenzado en Helsinki.

El mismo auspicio favorable lo formulamos para las demás propuestas constructivas que son o serán sometidas al examen de esta reunión.


*L'Osservatore Romano. Edición semanal en lengua española n. 51 p.18, 19.

 

 

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