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INTERVENCIÓN DE MONSEÑOR ACHILLE SILVESTRINI,
SECRETARIO PARA LOS ASUNTOS PÚBLICOS DE LA IGLESIA,
EN LA CONFERENCIA DE ESTOCOLMO
SOBRE DESARME EN EUROPA*

 

Señor Presidente:

Mi Delegación desea en primer lugar dirigir una palabra de deferente homenaje a Su Majestad el Rey de Suecia y de vivo agradecimiento al Gobierno y pueblo suecos por la cordial acogida y eficiente organización que nos han proporcionado a todos. Asimismo quisiera dar las gracias al Gobierno de Finlandia por la colaboración prestada en la reunión preparatoria que se desarrolló en Helsinki durante los meses octubre-noviembre.

Señor Presidente:

Estocolmo se ha transformado estos días en la ciudad de la esperanza. La opinión pública de Europa y del mundo han hecho converger en esta Conferencia una carga emotiva bien comprensible de expectación y súplica, superando incluso el alcance de la finalidad y mandato asignados a ella por el Documento final de Madrid.

La gente advierte que la situación mundial es muy seria. Por primera vez, después de muchos años, se ha registrado, en los más delicados sectores internacionales, una reducción drástica de los instrumentos de diálogo y mediación; las dos negociaciones de Ginebra sobre las armas nucleares se han interrumpido, y también la negociación de Viena sobre la reducción equilibrada de fuerzas convencionales se ha suspendido. Al desertar las sedes institucionales de negociaciones, se han puesto también en discusión los métodos y el ámbito de una posible perspectiva de desarme. Al mismo tiempo, los canales normales de comunicación bilateral han disminuido o se han hecho menos creíbles.

 

Por otro lado, se percibe claramente el correspondiente aumento de tensiones y riesgos; la carrera de armamentos puede llegar a ser incontrolable y han crecido el miedo y la agresividad estimulados por la incertidumbre y la desconfianza, mientras se encienden más las polémicas y contraposiciones ideológicas que actúan de incentivos en algunos conflictos locales cercanos o lejanos del área europea, pero influenciados por la tensión Este-Oeste.

Hasta las personas menos enteradas del debate político intuyen que es aún más temible el riesgo de error. El continuo perfeccionamiento científico y tecnológico que aumenta los niveles de precisión y la rapidez en la utilización de las armas más mortíferas, reduce a limites casi infrahumanos los espacios de reflexión y corrección de que deberían disponer los agentes humanos que son responsables de decisiones que en menos de media hora tendrían efectos de destrucción apocalíptica para sus pueblos y para los otros pueblos. El riesgo de error resulta todavía más grave analizando la lógica interna que mueve la carrera de armamentos: cada uno dice que no quisiera atacar, sino sólo defenderse, y para su defensa busca mayor seguridad, pero tendiendo a sentirse realmente seguro sólo si dispone de cierta superioridad, aunque sea limitada. Tal proceso desplegado por dos o más partes lleva esta lógica del miedo no a situarse en un equilibrio, sino a desencadenar una carrera de armamentos ilusoria y ruinosa.

Señor Presidente:

El Acta final de Helsinki de 1975 admitió “la necesidad de aminorar los peligros de un conflicto armado” y “los malentendidos y errores de apreciación de actividades militares que podrían dar lugar a inquietudes”, y comprometió a los Estados participantes a observar ciertas medidas de comportamiento en las maniobras y movimientos militares de cierto relieve.

A esta parcial pero significativa “cortesía de la confianza”, el Documento de Madrid añadió el proyecto de “una serie de medidas complementarias para reforzar la confianza y seguridad, encaminadas a aminorar el riesgo de un enfrentamiento militar en Europa”.

En las declaraciones que hemos escuchado estos días, algunos países han formulado hipótesis y propuestas de gran interés. La Santa Sede mira este proceso con extremo favor. Ella no interviene en el debate técnico-militar, que no entra en su competencia: se da cuenta de la complejidad y delicadeza de estas iniciativas y las estimula con convicción, porque de ellas aprecia sobre todo:

a) El criterio de base, es decir, la reciprocidad y validez “erga omnes” respecto de los Estados participantes, grandes y pequeños, insertos en alianzas militares, no alineados o neutrales;

b) su finalidad de reforzar la confianza y seguridad entre todos;

c) la motivación de reducir el riesgo de un enfrentamiento militar en Europa.

Al mismo tiempo, la Santa Sede estima útil prestar una aportación suya iluminando y estimulando el factor psicológico-moral que puede acrecentar, junto con las medidas técnico-militares, la confianza que tanto se reclama, y hasta la puede asegurar todavía más decididamente.

Se admite comúnmente que el “deterrente” representa un factor de seguridad porque disuade al posible adversario de la tentación de atacar y, por consiguiente, temporalmente y a falta de otros medios puede ser un factor de necesidad. Pero todos reconocen que un criterio de este tipo, aparte de los interrogantes incluso morales que plantea, no está hecho ciertamente para alimentar la confianza. Según nuestro parecer, es menester considerar la situación moral y psicológica de fondo de las tensiones existentes. Es evidente que hoy los pueblos se hallan cada vez más asediados por un cerco: la sensación de peligro de perder su identidad y libertad y el conjunto de valores que dan sentido a la vida y generan el instinto de defensa; y la pesadilla de una “escalation” ruinosa de los armamentos tanto nucleares como convencionales que arrase los recursos, reduzca los Estados a absurdos arsenales y a los hombres a condiciones de creciente angustia y terror.

Por tanto, parece obligado reflexionar sobre la índole de los valores y bienes que te teme perder y cuya defensa hace sentirse obligados a armarse, y también ver cuáles podrían ser los modos mejores y más eficaces para preservar y garantizar el disfrute de dichos bienes sin necesidad de seguir acumulando armas. Es interesante observar que en el Acta final de Helsinki los pueblos de Europa, Estados Unidos y Canadá reconocen que tienen una “historia común” y “elementos comunes en sus tradiciones y valores” y, sin embargo, estos pueblos al presente son protagonistas de la mayor tensión mundial.

Tienen en la historia un patrimonio de ideas, valores morales, cultura y arte de los más creativos, y asimismo una experiencia de sufrimientos, fruto de escisiones y luchas seculares entre ellos, que han llevado a estos pueblos a captar las ventajas de la cooperación y la paz.

Esta lección está condensada en los principios del Acta final: respeto de la soberanía e igualdad de las naciones y de sus fronteras e integridad territorial, renuncia a la amenaza y al uso de la fuerza, arreglo pacífico de las controversias, respeto de los derechos del hombre y de las libertades fundamentales, comenzando por la libertad de conciencia y de creencia religiosa, respeto de la vida interna de los Estados y derechos de los pueblos a establecer su régimen y procurar según su voluntad el desarrollo político, económico y cultural, cumplimiento en buena fe de las obligaciones internacionales y cooperación entre Estados.

Si se hiciera un referéndum entre la gente de la calle, hombres y mujeres de París o Nueva York, de Moscú, Viena, Roma o Londres, sobre si estamos dispuestos a comprometernos a garantizar este complejo de valores también en el futuro, en medida igual y con la misma garantía para ellos y los otros pueblos, pienso que la respuesta afirmativa sería plebiscitaria.

Si es éste sin duda el sentimiento pacifico de la gente, ¿es que los responsables de los gobiernos tienen voluntad preconcebida de lanzar a sus pueblos a la guerra? Nuestra Delegación cree que no, y está dispuesta a contribuir a que esta sospecha pueda disiparse. Pero está convencida también de que hay necesidad de clarificación y verdad de parte de todos, en primer lugar resistiendo a la tentación de ver al demonio en el adversario y de atribuirle la maquinación plena de las tensiones.

A través de los mass-media los pueblos participan con creciente avidez en el debate internacional; por ello, urge hablarles con verdad sin imponerles imágenes manipuladas o alteradas, y ayudarles a captar la complejidad de las situaciones, la pluralidad de las exigencias legítimas, la necesidad de abrirse a la solidaridad con los pueblos menos favorecidos.

Contrasta con esta apertura lo que el Papa Juan Pablo II llama en el Mensaje de la Jornada mundial de la Paz del 1 de enero de este año, “seducción de los sistemas socio-políticos e ideológicos” en la medida en que “presentan una visión global exclusiva y casi maniquea de la humanidad y consideran situación de progreso la lucha contra los otros, su eliminación y su dominio”.

Es claro que esta concepción trasladada a las relaciones internacionales no sólo reduce y tiende a anular la misma posibilidad de una “coexistencia pacífica” de los Estados —que es una de las estructuras básicas del Acta final de Helsinski—, sino que priva a los pueblos de valores fundamentales para su vida, como la verdad, la justicia, el respeto de los derechos humanos, el sentimiento de solidaridad con los otros.

Sólo si los sistemas están dispuestos a abrirse a una confrontación amistosa y a un intercambio útil de valores —en el respeto de la identidad de cada uno, consciente de su herencia histórica y de una misma esperanza— podrán derrumbarse las desconfianzas y resultar inútiles los arsenales, liberar los recursos para utilizarlos en cooperación como energías creadoras.

La “libertad de espíritu” que el Papa ha deseado a las personas y pueblos del mundo y “la vuelta a la verdad” son las que podrían dar, como medida práctica de confianza, un viraje decisivo a la línea directriz de las relaciones entre los Estados.

Estocolmo, 20 de enero de 1984


*L'Osservatore Romano. Edición semanal en lengua española n°7, p.7, 8.


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