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INTERVENCIÓN DEL CARDENAL AGOSTINO CASAROLI,
SECRETARIO DE ESTADO, EN LA CELEBRACIÓN DE LA JORNADA
DE LA PAZ PROMOVIDA POR LA ORGANIZACIÓN DE LAS NACIONES UNIDAS PARA EL DESARROLLO Y LA INDUSTRIA (ONUDI)

Viena, 6 de marzo de 1986

 

Señor Presidente,
señoras, señores:

1. Me ha resultado muy agradable aceptar la invitación a participar hoy en la celebración de la Jornada de la Paz; tradicionalmente organizada por la Misión permanente de la Santa Sede ante las agencias de las Naciones Unidas en Viena.

La misma ciudad de Viena, por lo que ha sido y por lo que es, y sobre todo por lo que ha representado para mí en momentos singularmente significativos de mi vida, bastaría por sí sola para hacerme apreciar la ocasión que se me ofrece de volver a visitarla.

Otro motivo no menos vivo de satisfacción lo constituye el encontrarme en una compañía que me atrevería a calificar de familiar: la de las Naciones Unidas. El hecho de que la ONUDI haya asumido este año el patronazgo de las manifestaciones reviste en mi opinión un gran significado, pues recuerda que, según la expresión del gran Papa Pablo VI, “el desarrollo es el nuevo nombre de la paz”.

Los límites de tiempo que, a justo título, se me han sugerido para mi intervención no me permiten desarrollar demasiado —a pesar de encontrarnos en un marco de “desarrollo”— mi discurso sobre el tema de la paz, que sin duda se prestaría muy bien a ello.

Sea como sea, permítaseme saludar respetuosamente a las ilustres personas que honran esta reunión con su presencia.

Y de un modo muy especial, a usted, estimado Señor Canciller Federal, quiero asegurarle en esta ocasión mi estima y al mismo tiempo, si me lo permite, mi amistad que se remonta ya a muchos años y que se ha reforzado con el paso de tiempo. A ello uno mis cordiales deseos para su persona y la actividad que desempeña.

2. El momento presente de las relaciones entre el Este y el Oeste constituye a mi entender una invitación a meditar la intuición del Profeta, cuando afirma que “la paz es fruto de la justicia: opus justitiae pax” (Is 32, 17), en una fórmula que indica a la vez la aspiración profunda de los hombres y el precio que deben pagar para que se realice.

Tanto si se trata de las relaciones entre personas, como de los grupos sociales o de las naciones, la paz no es nunca un estado de perfección que se adquiera de una vez para siempre, sino más bien un equilibrio dinámico entre intereses divergentes, que obedecen a valores y reglas comúnmente aceptadas. Es evidente que tal equilibrio está sujeto a los posibles cambios de posición de los actores, libres de escogerlo o de cuestionarlo. Una “paz” impuesta por los vencedores sobre los vencidos no sería, por otra parte, más que una paz aparente. La historia revela con bastante claridad que una paz duradera no se edifica más que sobre la justicia, es decir, sobre el reconocimiento y el respeto de todas las partes interesadas en los derechos inalienables que les corresponden en cuanto personas humanas y en cuanto pueblos.

El equilibrio en la justicia se realiza en el plano social y en el seno de una misma nación, en la medida en que la ley garantice los derechos y fije los deberes de los ciudadanos, cuando las relaciones de producción, de intercambio y de redistribución de los recursos se negocien y se ordenen en el marco de instituciones aptas para conciliar los intereses legítimos de las personas y las exigencias del bien común. Los conflictos difícilmente evitables encuentran entonces soluciones tanto más aceptadas cuanto que se resuelven de acuerdo con principios y reglas de justicia igual para todos. La justicia es siempre la norma superior que la ley se encarga de interpretar y de sancionar. De hecho, una sociedad vive en la paz cuando ha llegado a un consenso sobre el carácter trascendente, inapropiable de la misma justicia.

3. Se puede afirmar que ese mismo criterio se aplica a las relaciones entre las naciones. Estas han aprendido, como consecuencia de pruebas terribles, que no pueden vivir en paz más que desarrollando su cooperación sobre la base del derecho y en virtud de instituciones comunes. Su reagrupamiento en el seno de la Organización de las Naciones Unidas, la adopción de normas fundamentales, como la Declaración universal de los Derechos del Hombre, son expresión y garantía de una voluntad de paz en el respeto al derecho y a la justicia.

a) Los principios de la justicia establecen la igualdad jurídica de todos los Estados y además el derecho de los pueblos a disponer de sí mismos, a dotarse de instituciones y gobiernos libremente elegidos, a desarrollar su producción y sus intercambios según reglas que hagan justicia a sus propios intereses, respetan do al mismo tiempo los derechos y los intereses legítimos de sus interlocutores.

Para que haya paz entre las naciones es necesario que la justicia presida en primer término sus relaciones económicas, en una división equilibrada del trabajo internacional, una fijación equitativa, de los precios de las materias primas, los productos agrícolas o industriales y de mano de obra. Las relaciones de dependencia o de explotación nutren frustraciones y reacciones que están en la base de muchas guerras de liberación y de revueltas internas.

b) La ayuda para el desarrollo —es decir, la expansión económica y social de todo pueblo y de todos los pueblos—, que es una exigencia de la justicia, es por excelencia un factor de promoción y de paz. Se trata, en efecto, de un intercambio que no es menos beneficioso para el que invierte que para el que recibe. Sin embargo, esta ayuda no debe revestir formas de neocolonialismo, sino que debe concentrarse en los sectores vitales para el progreso social. Su objetivo debería ser conducir progresivamente a los países en vías de desarrollo a poder contar consigo mismos (cf. Comisión “Justicia y Paz”, Self-Reliance. Compter sur soi. Ver le troisieme décennie du développement. Pour un monde plus solidare, des peuples plus responsables, 15 de mayo de 1978). Los callejones sin salida financieros a que han sido conducidos numerosos países endeudados del Tercer Mundo invitan hoy a los Gobiernos interesados y a los Organismos internacionales implicados a tomar conciencia de la gravedad de la situación, a reconocer los mecanismos objetivos que la han motivado a evaluar los errores cometidos, a fin de parar en la búsqueda de soluciones que se adecuen a la justicia y a los verdaderos intereses comunes.

c) La paz general sigue estando constantemente amenazada por la amplitud que pueden asumir los conflictos locales. Las grandes potencias y las menos grandes actúan contra la justicia y asumen riesgos considerables cuando, en lugar de impedir que esas hostilidades se extiendan, las mantienen proporcionando armas a los beligerantes. La venta arbitraria de armamento, sobre todo a países pobres, sigue siendo uno de los atentados más graves que se cometen actualmente contra la paz.

Para eliminar todas las amenazas a la paz, la Santa Sede ha considerado siempre —y esto es bien sabido y ha sido calificado muchas veces de utopía— que sólo una autoridad mundial sería capaz de hacer que se respeten el derecho y la negociación cuando surjan conflictos entre las naciones. Mientras se logra esa meta, preconiza el desarrollo y perfeccionamiento de los Organismos internacionales existentes, invitándolos a promover una cooperación mundial cada vez mayor.

4. La distancia entre el derecho y la realidad es aún demasiado manifiesta. La humanidad se halla actualmente en una situación precaria. Entre el Este y el Oeste, en lugar del equilibrio constituido por la cooperación en la justicia, reina una “paz” fundada en el equilibrio del terror nuclear. Ahora bien, la reflexión ética debe convencernos que un equilibrio así —que no deja de suscitar objeciones de orden moral— continúa siendo una carga de consecuencias imprevisibles. De hecho, esta situación no puede satisfacer siquiera a los mismos adversarios potenciales. Por otra parte, unos y otros se sitúan en un terreno común al considerar una guerra nuclear como un suicidio colectivo y un mal absoluto que debe evitarse. La estrategia de la disuasión mutua es considerada así, en el mejor de los casos, como una estrategia de paz, pero de una paz precaria e incierta, que no se apoya sino en el temor a las represalias, con el riesgo de que dicho temor pueda dar paso en un momento dado a la desesperación o a la locura de la aventura.

Se podría pensar que un mal menor sería que las Partes, mientras se mantengan encerradas en la perspectiva de la disuasión; apliquen al concepto mismo de disuasión ciertos criterios éticos claros y mutuamente aceptados. En esa línea, el consenso existente respecto al carácter inaceptable del empleo efectivo de armas nucleares debería extenderse lógicamente a la amenaza de recurrir a ellas. Pues, argüir que la amenaza podría ir unida a una voluntad de no emplear dichas armas significaría privarla de su razón de ser y de su efecto disuasivo. Hoy más que nunca se ve claramente que la justicia y el interés por la paz exigen salir rápidamente de la perspectiva de las relaciones fundadas sobre el miedo de la destrucción mutua.

5. La Santa Sede lo ha recordado continuamente: la estrategia de la disuasión no puede ser considerada más que como una etapa en un proceso que tenga como meta el desarme, aunque sea progresivo (cf. Mensaje de Juan Pablo II a la ONU, 11 de junio de 1983, n. 8). Cuando se la considera un fin en sí misma, la disuasión incita a los protagonistas a asegurarse continuamente la superioridad sobre el otro, en una carrera incesante a armarse hasta el máximo (cf. Pablo VI, Mensaje a la ONU, 24 de mayo de 1978). Impide entablar ese inicio de diálogo confiado que permitiría que unos y otros se persuadieran mejor de sus intenciones recíprocas.

La justicia exige considerar valientemente, negociar y aplicar el verdadero problema —el desarme recíproco simultáneo y controlado— hasta sus niveles mínimos, de las armas convencionales. El desarrollo reciente de las negociaciones Este-Oeste dan al mundo nuevas razones para la esperanza. La eliminación mutuamente controlada de otras armas de exterminio, como el arma química, puede llevarse a cabo ya desde ahora mismo. La destrucción de las armas nucleares, reclamada de una y otra parte, debe seguir siendo el objetivo final. La seguridad de todos los países, especialmente en la regi6n sensible de Europa, podría asegurarse entonces, por ejemplo, mediante un nivel de armamentos convencionales que todos aceptaran.

La paz se encuentra al término de un proceso indispensable de acercamiento de las Partes, deseosas de fundar sus relaciones en un nuevo equilibrio de cooperación y de confianza. Las posibilidades de lograr un equilibrio así serán mayores si unos y otros se dejan guiar no por el miedo que divide, sino por la búsqueda de la justicia que es la norma suprema de toda convivencia humana e internacional.

 

 

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