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  INTERVENCIÓN DE MONS. ANGELO SODANO
EN LA CONFERENCIA INTERNACIONAL
SOBRE LAS ARMAS QUÍMICAS DE PARÍS*



Señor Presidente,
Excelencias,
Señoras y Señores:

1. La Santa Sede, que se adhirió al Protocolo de Ginebra de 1925, se congratula por la iniciativa de esta Conferencia, cuyo objetivo es responder al desafío persistente que representa para la humanidad la existencia de un arma química y su empleo por Estados en guerra.

Después de las experiencias desastrosas de la primera guerra mundial, la comunidad internacional deseó vivamente acabar con el uso de los gases asfixiantes o tóxicos y con todo método de guerra bacteriológica, adoptando el Protocolo del que pretendemos reafirmar aquí toda su validez y actualidad.

2. El uso de sustancias químicas o bacteriológicas en las acciones bélicas apareció inmediatamente como una regresión respecto a las garantías y a las protecciones jurídicas que la civilización, mal que bien, alcanzó a imponer en la práctica de la guerra. El recurso a tales métodos de guerra abría perspectivas inquietantes, porque en si, el arma química es un arma de destrucción masiva, capaz de destruir indiscriminadamente cualquier vida, cuyo control puede escapar rápidamente del que la posee.

Desgraciadamente la humanidad parece siempre dispuesta a recaer en los mismos escollos que ha querido descartar continuamente. Aunque la segunda guerra mundial —que no obstante sobrepasó a todas las otras en horror y en inhumanidad— no haya visto reaparecer el empleo del arma química, este tipo de armas, sin embargo, no ha cesado de producirse, incluso por las potencias que firmaron el Protocolo —el cual es verdad que no lo prohibía—, de manera que hoy esta arma temible la posee un gran número de países, siendo su costo relativamente poco elevado.

Los Gobiernos se han alarmado justamente al constatar la erosión del derecho internacional que prohíbe en todos los casos el uso de las armas biológicas y químicas (cf. Protocolo de Ginebra de 1925), así como el desarrollo, la producción y el almacenamiento de las armas biológicas, y prescribe su destrucción (cf. Convención de 1972). La Santa Sede se asocia gustosamente y sin reserva a la determinación de todos los Estados que sostienen las negociaciones dirigidas por la Conferencia del Desarme de Ginebra, encaminada a la puesta en marcha rápida de una Convención que prohíba igualmente el desarrollo, la producción, el almacenamiento de las armas químicas y estipule la destrucción de las existentes.

Como el propio Papa Juan Pablo II señalaba, dirigiéndose al Cuerpo Diplomático, en enero de 1988 es indispensable, para “moralizar las relaciones internacionales”, que los Estados den la prioridad de su atención hoy, a la eliminación de estas armas “especialmente crueles e indignas de la humanidad” (Juan Pablo II, discurso al Cuerpo Diplomático 9 de enero 1988, n. 4. L’Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 24 de enero, 1988, pág. 11).

3. Señor Presidente: Desearía situar mi intervención en el plano ético, ya que me parece central en toda la cuestión del desarme químico. La erosión del derecho es solamente el reflejo de una erosión más profunda de los valores que sirven como fundamento a las normas jurídicas positivas. Mi Delegación está persuadida de que la presente reunión internacional desembocará en resultados efectivos si la solución moral del problema de la renuncia al arma química es unánimemente reconocida.

La conmemoración, hace apenas un mes, del XL aniversario de la Declaración universal de los Derechos Humanos debería incitar a todas las naciones que poseen o tienen previsto adquirir armas de este tipo, a considerar hasta qué punto contradicen el intento de moralización de la vida social e internacional que está en la base de este documento.

Todo el edificio de los derechos humanos descansa, en efecto, sobre la noción de dignidad de la persona, es decir, sobre un valor fundamental, fuente de derechos imprescriptibles, al servicio de los cuales están los Estados y toda la organización de la sociedad. El recurso o la amenaza de recurrir al arma química, capaz de destruir sin discriminación y de manera masiva tantas vidas humanas, es incompatible con los valores elementales de la humanidad y no puede jamás justificarse por ninguna legitimación ética.

4. Toda arma de destrucción de masas es indigna de la humanidad. La condena moral del arma química no implica indulgencia alguna hacia el arma nuclear o radioactivo. La diferencia, sin embargo, entre la química y la nuclear es que esta última, no se ha empleado desde hace más de cuarenta años.

Por el contrario se ha asistido, y se asiste aún, al empleo del arma química contra poblaciones civiles enteramente entregadas a la potencia implacable de su destrucción. La posibilidad misma de perpetrar tales crímenes debe ser absolutamente proscrita. Más aún, la comunidad internacional debe prevenirse contra la hipótesis, no inverosímil, de que grupos terroristas o potentados irresponsables puedan un día disponer de medios de destrucción de masas tan radicales, y ejercer chantajes intolerables amenazando exterminar enteras poblaciones. La lucha contra la proliferación del arma química es, pues, una de las prioridades de la acción internacional.

5. Más importante aún que el refuerzo de las medidas tutelares, siempre indispensables, es reforzar los valores morales fundamentales sin los cuales no hay vida social ni vida internacional dignas de este nombre. En particular, las instancias que, en la sociedad, son portadoras de valores, como las Iglesias y otras comunidades religiosas, habrán de contribuir de corazón a crear una gran corriente de opinión contra el principio mismo del arma química y en favor del compro misa internacional para su abolición.

Las mismas disposiciones deberían ser aplicadas más tarde a las llamadas armas radioactivas, sobre las que la Conferencia del Desarme de Ginebra ya dispone de profundos estudios, porque se trata también en este caso de una clase de armas de destrucción de masa que hay que proscribir absolutamente.

La humanidad no debe aliarse con la muerte, y no debe dotarse de instrumentos de destrucción indiscriminados e incontrolables. La Santa Sede, por su parte, aporta su apoyo a toda medida que esta Conferencia pueda considerar en este sentido, con el fin de permitir a la humanidad, en este final del siglo XX, encontrar de nuevo una seguridad que aumente el camino de la esperanza.

París, 7 de enero de 1989

Angelo SODANO
Arzobispo titular de Nova di Cesare,
Secretario del Consejo para los Asuntos Públicos de la Iglesia


*L'Osservatore Romano. Edición semanal en lengua española n.9 p.22.

 

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