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 INTERVENCIÓN DE MONS. JUSTO MULLOR GARCÍA
EN LA CONFERENCIA INTERNACIONAL DE LA UNESCO
SOBRE LA EDUCACIÓN*



Al conocer el documento preparatorios de esta XLI Conferencia Internacional sobre la Educación, la Delegación de la Santa Sede no puede dejar de dirigir una mirada retrospectiva hacia el pasado antes de considerar las ricas y complejas realidades a las que apunta con precisión y claridad.

Cuando los fundadores de las primeras universidades en la Edad Media —entre los cuales se encontraban numerosos hombres de Iglesia— abrían las puertas de los studia generalia y de las almae matres studiorum, e invitaron a entrar en ellos a una élite de jóvenes, probablemente no podían prever el panorama de la actual situación de la universidad en el mundo.

Una cosa es cierta: estos primeros fundadores ponían la primera piedra de un edificio que tendría incalculables repercusiones en la vida cotidiana de los hombres y mujeres de todos los continentes y de todas las épocas siguientes.

Llegados de todos los horizontes geográficos y culturales, estamos hoy aquí reunidos, aunque no seamos directamente conscientes de ello, para contemplar el resultado de su trabajo. La institución universitaria posee una tradición cuyas raíces y aspiraciones son comunes. Nació para formar los espíritus de las nuevas generaciones con una perspectiva amplia —e incluso totalizante— de la existencia y para permitir a niveles de población, cada vez más amplios, el acceso a la posesión de la verdad en sus diversas expresiones. De este modo, las conduce a participar en la entusiasmante aventura de la investigación intelectual y científica, la única capaz de hacer al mundo más humano y habitable.

En las últimas décadas han sido numerosas las transformaciones sufridas en las instituciones universitarias, llamadas muchas de ellas, hoy, centros de enseñanza postsecundaria. Grande y variada es también la multiplicidad de experiencias a las que han sido sometidas. Permanece, no obstante, para siempre, como esencia de su misión fundamental, la de formar hombres y mujeres capaces de asumir su destino y el de las comunidades y Estados de los que forman parte.

Las grandes novedades que han aportado estas transformaciones y experiencias, giran en torno a ciertas ideas que son expresión de un progreso cultural, social y técnico sin precedentes en la historia de la humanidad, y que constituye el orgullo de nuestra época. La escuela gratuita para todos, la progresiva democratización de la sociedad, un reparto más justo de la riqueza, la descolonización que ha permitido el acceso a la enseñanza elemental a muchos niños en otro tiempo predestinados exclusivamente a cultivar la tierra, la creciente industrialización que ha seguido a las dos guerras mundiales, el acceso de un creciente número de hogares a la independencia económica y al bienestar: he aquí algunos de los elementos que han transformado la universidad al transformar la vida de los hombres.

Lo magnífico de este panorama no tendría, sin embargo, que hacernos olvidar que estas transformaciones no han sido siempre totalmente positivas. Dada la importancia y gravedad de los problemas por resolver. las reformas emprendidas para poner a la universidad más en sintonía con las exigencias de nuestro tiempo, han sido a voces apresuradas, fragmentarias, unilaterales y, casi siempre, han tenido un carácter experimental y provisional.

Uno de los mayores problemas que resultan de ello es el de la misma identidad de la enseñanza postsecundaria. ¿Ha de tener como objetivo la formación para la vida o la formación para una actividad profesional? La universidad y la enseñanza postsecundaria, ¿han de preparar hombres y mujeres adultos y responsables dentro de los diversos campos, o limitarse a producir técnicos capaces de hacer cada día más competitivas las industrias de sus países? La juventud que las frecuenta, ¿ha de ser considerada desde una óptica primordialmente socio-económica o desde una óptica más humana y enmarcada en horizontes más amplios? ¿Qué campos están sometidos a la planificación y cuáles son los ámbitos en los que la libertad, noción eminentemente universitaria, ha de reinar como garantía de creatividad y de sana y tonificante emulación? ¿En qué medida el Estado y sus instituciones administrativas han de controlar la vida universitaria y sus diversos aspectos? La investigación, motor de todo progreso, ¿se hace en los centros de enseñanza postsecundaria y universitaria o se hace, sobre todo, fuera, guiada por intereses exclusivamente económicos, alejados de otros intereses más completos e incluso más urgentes?

Las respuestas a estas cuestiones fundamentales exigen un elevado grado de clarividencia por parte de los que han de decidir, pero también por parte de los cuerpos académicos, de los profesores y de los alumnos que forman la comunidad humana de la enseñanza superior.

Hace justamente un semestre, el 7 de junio de 1988, invitado por la universidad de Bolonia para participar en las celebraciones de su noveno centenario, Juan Pablo II, consciente de la compleja problemática actual de los estudios postsecundarios, predicaba una “cultura de la solidaridad” e invitaba a una “superación —o al menos el intento de superación— de la fragmentación del saber, consecuencia de la especialización exasperada” y a la “búsqueda de la conexión y de la síntesis en la verdad sobre el hombre y en el servicio al hombre” (L’Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 10 de julio, 1988, pág. 17).

Teniendo en cuenta la experiencia acumulada en más de un centenar de instituciones universitarias católicas, consagradas a la formación de hombres y mujeres capaces de vivir su vocación en libertad y en la plenitud de sus capacidades, la Delegación de la Santa Sede se goza por las positivas aportaciones recogidas en el documento preparatorio en lo que se refiere a las principales orientaciones de la política universitaria de algunos países.

Anima ciertamente leer en él que “los objetivos más frecuentemente asignados a la enseñanza postsecundaria de nivel universitario, son la formación de alto nivel, el desarrollo de las ciencias y la preparación profesional adecuada, la organización de la investigación y la producción de los saberes. Varios de los Estados miembros incluyen la difusión de la cultura, de la educación cívica y moral y de la educación física en las funciones de la enseñanza superior” (L’Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 10 de julio, 1988, pág. 8).

Se detecta igualmente un motivo de optimismo en las tendencias, manifestadas en ciertos países, a formar “personalidades polivalentes”, integrando en la formación de los jóvenes universitarios una cultura general adecuada, comprendiendo ésta la “formación del carácter”, junto con la enseñanza técnica elegida para ejercer más tarde una actividad profesional personal y socialmente rentable (cf. L’Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 10 de julio, 1988, pág. 21).

La Delegación de la Santa Sede apoya esta tendencia, la única, por otra parte, capaz de ayudar a edificar una nueva sociedad más humana y espiritualmente más sólida. Los mismos nombres de studium generale o de universidad —uni versum— ofrecen, con su rica etimología, la fórmula de una enseñanza integral y completa.

Sería lamentable que, en el mismo momento en el cual, por todo el mundo, aumenta la masa de los estudiantes inscritos en la enseñanza postsecundaria, por la llegada a los estudios superiores de muchos jóvenes procedentes de las capas sociales más pobres, la universidad y los centros pedagógicos a ella vinculados, cesasen de ofrecerles la posibilidad de hacerse hombres y mujeres plenamente conscientes de las encrucijadas espirituales, culturales, cívicas, artísticas de una vida humana digna de tal nombre.

En un mundo, cada vez más tecnificado y dependiente de bases económicas de dimensión planetaria, hay que librar al hombre de la experiencia de ser prisionero de una técnica ciega y de una economía que asfixia los otros aspectos de la rica realidad humana. La geografía y la historia, comprendida la de las religiones, la filosofía y la literatura, las ciencias humanas y el arte, han de ser también el patrimonio de ingenieros y médicos, de geólogos y físicos, de los artífices de rascacielos y de los técnicos que trabajan en las mil ramas donde hoy están presentes. Un mínimo de cultura general asegurará el armónico desarrollo de su personalidad y, además, podrá reforzar la conciencia de ser parte viva de esta unidad moral que es la humanidad, y no una pieza más o menos aislada, de un “puzzle” privado de sentido al ser privado de historia, y de una saludable visión de conjunto de los problemas que se plantean a toda sociedad.

Mi Delegación eleva los más sinceros votos para que esta visión de conjunto, que supone la fe en el hombre como persona libre y capaz de comprender en toda su amplitud la riqueza de la realidad física y espiritual que le rodea, guíe los trabajos de esta sesión de la Conferencia Internacional sobre la Educación. Estima que este dato fundamental puede iluminar y guiar las mentes en la búsqueda de políticas y estrategias más ricas en los diversos campos de la enseñanza postsecundaria, incluido el de una saludable diversificación con vistas a encontrar soluciones justas a la injusta situación del empleo.

Si se ha llegado a esta situación, que debilita tantos proyectos de desarrollo, particularmente en los países menos adelantados, hay que encontrar la causa también en ciertos tipos de formación postsecundaria o universitaria. Cuando se hace abstracción de valores universales, que tendrían que ser reconocidos por todas partes y estar siempre presentes en las mentes, el riesgo de trabajar sobre una base de cálculos radicalmente errados es grande. El hombre que trabaja, y más aún la familia que depende de su trabajo, desaparecen fácilmente en la niebla de estos cálculos para ceder el puesto sólo a la producción y al beneficio.

Dos ejemplos, de plena actualidad, el del paro generalizado en los países desarrollados y el de la deuda internacional que pesa sobre las economías del Tercer Mundo, constituyen la confirmación del carácter negativo de una visión unidimensional de las realidades. Es legítimo preguntarse si estos dos fenómenos sociales, cuyas consecuencias son tan graves para la vida internacional, hubiesen adquirido proporciones tan alarmantes si los agentes responsables hubiesen unido a su formación económica una formación general, capaz de equilibrar las exigencias matemáticas y frías impuestas por un crecimiento lineal y desprovisto de otras aspiraciones que las del beneficio material.

En su discurso de Bolonia, tras haber constatado “la prolongación de la perspectiva social”, propia de la universidad en el pasado, así como en la época actual, Juan Pablo II observó que “se advierte la importancia de un trabajo de síntesis orientado a alcanzar la unidad del saber y a lograr la convergencia de los diversos conocimientos en una visión global de la realidad” (cf. L’Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 10 de julio, 1988, pág 21).

Ojalá pueda esta Conferencia, promovida por la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura, contribuir a hacer fecunda la trilogía de los valores que representa y aportar su ayuda para que todo hombre y toda mujer puedan beber en el triple manantial de una educación liberadora de una ciencia iluminada por los valores del espíritu y de una cultura abierta a lo universal, teniendo al hombre y sus grandes problemas espirituales y morales como centro y objetivo de sus investigaciones y de su servicio.

Justo Mullor García
Arzobispo titular de Mérida Augusta
Nuncio Apostólico, Observador permanente ante la UNESCO


*L'Osservatore Romano. Edición semanal en lengua española n.9 p.22.

 

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