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INTERVENCIÓN DEL CARDENAL AGOSTINO CASAROLI,
SECRETARIO DE ESTADO, EN LA CONFERENCIA SOBRE EL DESARME CELEBRADA EN LA
SEDE ONU DE GINEBRA
Señor Presidente, señor director general, excelencias, señoras y
señores:
1. Quien hoy tiene el honor de dirigirles la palabra, y que les
está agradecido por la oportunidad que se le ofrece, representa ante ustedes a
una potencia (si es que se puede utilizar este término) que no tiene nada de
militar.
Sus armas son exclusivamente de naturaleza moral y espiritual y,
por lo tanto, muy diversas de las que se ha de ocupar su Conferencia.
No obstante, no son muchos los que en el mundo se interesan
tanto como la Santa Sede por los problemas del desarme y siguen con tanta
atención los trabajos que se relacionan con ellos. La activa presencia de una
Misión permanente de observación ante ustedes es un elocuente signo de ello.
Puedo asegurarles que ninguna de sus iniciativas, ninguno de sus esfuerzos, pasa
desapercibido para nosotros.
Se trata en primer lugar del interés común de todas las personas
que pueblan nuestro planeta, para los cuales las armas de cualquier tipo que se
acumulan desde hace décadas en la tierra, en la atmósfera e incluso en el
espacio extra-atmosférico, se presentan al mismo tiempo como garantía de
seguridad y como amenaza.
Pero se trata, aún más, de un interés dictado por razones más
profundas, es decir, por preocupaciones de naturaleza ética.
Las cuestiones relativas a las armas y al desarme comportan, sin
lugar a dudas —y es lo que aparece de improviso a los ojos de muchos—, numerosos
aspectos de tipo técnico, seguidos y profundizados convenientemente por los
expertos. Y estas cuestiones se sitúan en el contexto político de las relaciones
entre los Estados, los bloques de Estados, las alianzas regionales,
continentales, planetarias: una compleja urdimbre, tejida y retejida por los
hombres de Estado y por los responsables de política internacional, y que en
ciertas ocasiones se desarrolla incluso en contra de sus esfuerzos y
previsiones.
Pero sería fatal olvidar los problemas y repercusiones de orden
específicamente moral que van unidos a estos temas. Efectivamente, en última
instancia conciernen al hombre, a su supervivencia, a su integridad, a su
posibilidad de llevar una vida digna y conocer un desarrollo que corresponda a
sus derechos y su vocación: el hombre, centro de nuestro universo y de la
historia.
Estos problemas, que ciertamente los expertos en materia de
armamento no ignoran y que no escapan a la conciencia de los hombres de Estado,
son para la Santa Sede (aunque ciertamente no sólo para ella) una prioridad
absoluta y una preocupación preponderante.
La carencia de competencia en lo referente a los aspectos
técnicos y a la política concreta permite precisamente a la Santa Sede tratar el
tema con una visión por así decirlo, más clara en cuestiones de orden moral; una
visión no enturbiada por consideraciones de otro orden, por necesarias que sean.
Y entre los que, como ustedes, no se pueden eximir de esas otras
consideraciones, esto suscitará tal vez una mayor atención para escuchar la voz
de la Santa Sede. En un mundo sometido a la presión de los problemas y
preocupaciones de una realidad que parece no querer seguir más que las líneas
que imponen la oposición de las fuerzas militares y económicas o los intereses
de las clases sociales y de los pueblos, esta voz quiere ser testimonio y sobre
todo llamada a las exigencias supremas de orden moral, hasta en la vida pública
de los pueblos.
Mi ya larga experiencia me enseña que, en la actual situación
del mundo, la palabra desarmada de la Santa Sede, si no siempre se sigue,
generalmente se escucha con respetuosa atención y con frecuencia, si no me
engaño, con agradecimiento, como la de un amigo que trata de expresar de manera
desinteresada la profunda voz de la conciencia de la humanidad.
Al menos, es así como la Santa Sede se sitúa de buen grado en la
comunidad de las naciones —incluyendo las más lejanas a ella desde el punto de
vista religioso e ideológico—, ante la cual desea expresar su agradecimiento por
la acogida tan cordial que le reserva en su seno.
2. Con razón, se considera el tema del desarme en estrecha
relación con el de la paz: cuanto más se arman los Estados, más aumentan los
peligros de conflagración, que de algún modo encuentran su alimento precisamente
en las armas; cuanto más disminuyen los arsenales bélicos, menos se atiza la
tentación de servirse de ellos.
Este sentimiento espontáneo se enfrenta con la antigua
convicción, bien enraizada, que se traduce de modo expresivo en el viejo adagio
latino: “Si vis pacem, para bellum”: si quieres la paz, prepara la guerra. Es
decir, ármate; cuanto más te armes, más alejarás de ti el peligro de una guerra.
No es difícil reconocer en esta expresión lapidaria, bajo una
forma, por así decirlo, “esencial”, la moderna filosofía de la “disuasión”.
La justicia y el interés de las diversas naciones y de la
humanidad imponen un acercamiento atento y comedido, también desde el punto de
vista moral, a un problema tan fundamental bajo el aspecto de los principios y
que tiene tantas consecuencias concretas, de vida o de muerte.
Me impresionó la observación de un científico, ciertamente no
desprovisto de preocupaciones éticas, que, discutiendo la posibilidad de
realizar un ambicioso proyecto de “defensa” y sus previsibles o inquietantes
consecuencias, concluía que, considerándolo todo bien, encontraba más práctico
aún hoy, menos peligroso y más útil para la paz, continuar ateniéndose al
principio de una “honrada disuasión”.
Poniendo a un lado el valor de su argumentación científica y
técnica, la cercanía de estos dos términos hacía reflexionar.
Por otra parte, recuerdo la respuesta dada por el Papa Pablo VI
a un hombre de Estado de un gran país, que le citaba precisamente las palabras
de la antigua “sabiduría» romana. Oh no, fue la reacción del Papa, con el candor
sereno y en ocasiones tan sólo aparente que le caracterizaba: “Si vis pacem,
para pacem”.
Naturalmente, el interlocutor hubiera podido replicar que el
objetivo seguía siendo el mismo: la paz; tan sólo se discrepaba sobre el juicio
a propósito del camino más eficaz para conseguir el objetivo.
El realismo contra el idealismo, se habría podido decir. El
terreno firme de la realidad contra los generosos cálculos y la ilusión de los
buenos sentimientos.
¿Pero es realmente así?
3. Durante milenios, se consideraba la guerra como un medio de
conquista y de gloria más bien habitual y aceptable para las naciones en
expansión o que afirmaban con fuerza su voluntad de supremacía y de dominio
sobre otros pueblos, y para los conquistadores y estrategas de talento a la
búsqueda de laureles y de poder. No necesito volver a trazar ante ustedes la
larga, costosa e irregular evolución, que ha conducido poco a poco a la
humanidad a tomar conciencia del carácter moralmente inadmisible de tal
concepción y de los comportamientos que en ella se inspiran. Cada vez más los
príncipes y los pueblos que han seguido haciendo la guerra —¡Dios sabe cuántos
han sido!— han sentido la necesidad de rechazar el admitir que habían tomado la
iniciativa o de invocar fuertes y casi ineludibles razones para tomar las armas.
Ahora que se reconoce, como principio del derecho internacional moderno, la
renuncia al uso de la fuerza e incluso a la amenaza de recurrir a ella para
hacer valer los propios derechos reales o presuntos, se admite tan sólo que es
legítimo recurrir a las armas en los casos de una guerra impuesta o en la
necesidad de defenderse. Incluso el recurso a “lanzar el primer golpe” para
prevenir un ataque sospechado o temido de la otra parte se somete, en teoría, a
tales condiciones que cada cual prefiere no parecer su responsable.
Esta actitud, inspirada en consideraciones jurídicas o morales,
ha sido confirmada por el crecimiento del potencial destructivo de los
armamentos, que el “progreso” ha venido a poner en manos de los ejércitos
enfrentados y que ha hecho cada vez menos “tolerables” las consecuencias de la
guerra, incluso por parte del vencedor.
La aparición de la bomba atómica en la escena de la historia ha
provocado finalmente la decisiva crisis de una filosofía política que no había
sabido o podido retirar —y sigue sin lograrlo— todo derecho de ciudadanía a la
misma hipótesis de la guerra en las relaciones entre los pueblos y los países.
El aterrador potencial destructivo para el atacado, o de
autodestrucción para el atacante, que caracteriza a las armas nucleares, con sus
prolongaciones devastadoras en el espacio y el tiempo, más allá del teatro de
operaciones y del período del conflicto, ha hecho nacer el nuevo concepto de
“arma construida para no ser usada”. Su mera existencia tendría que ser un medio
suficientemente seguro de disuasión contra eventuales ataques. Los peligros de
tan amenazadora presencia en el mundo han aparecido muy pronto demasiado
evidentes: la frontera entre la eficacia de la disuasión, incluso la más
potente, y la preponderancia de los elementos que desencadenan los mecanismos de
autodefensa unidos a la mutua desconfianza, permanece siempre incierta y,
mientras las armas están disponibles, demasiado fácil de franquear, ya sea en un
momento de pánico, ya sea por la ineficacia o por un error en el funcionamiento
de los medios electrónicos refinados, mediante los cuales el hombre moderno
busca suplir la insuficiencia y lentitud de su capacidad de atención y de
reacción. De todos modos, una disuasión, para ser “creíble”, no puede excluir el
empleo efectivo de la retorsión que se blande como amenaza.
Si esto vale especialmente para las armas nucleares, dada la
fulgurante rapidez de su uso y de las destrucciones que conllevan, no se deben
excluir las otras categorías de medios de destrucción en masa e incluso las
llamadas armas convencionales que, cada vez más sofisticadas, llenan los
arsenales de pequeños y grandes países.
De este modo se ha forjado la convicción cada vez más fuerte y
más ampliamente difundida, que ahora es necesario quitar de las manos de los
hombres los instrumentos que necesitan para hacerse la guerra, es decir, llegar
al desarme. Es un concepto relativamente moderno en la historia de la humanidad,
pero que se impone cada vez más, incluso por la fuerza de las cosas: aunque
parece cada vez más fácil extenderse en grandes declaraciones de principios y
quedarse en las intenciones generales, que entrar en lo concreto de los
problemas.
4. Los horrores de la segunda guerra mundial han llevado a la
Organización de las Naciones Unidas, nada más constituirse, a inscribir entre
sus primeros objetivos la eliminación de los arsenales de armas nucleares y de
las principales armas de destrucción de masas, y a hacer lo mismo con el
problema de los armamentos convencionales, dedicando desde 1978 tres sesiones
especiales al problema del desarme.
Ustedes conocen mucho mejor que yo la evolución que, desde 1945,
ha llevado a la constitución de la actual Conferencia para el Desarme, a la cual
me complace rendir homenaje hoy, no sólo en virtud de su importancia y
representatividad casi universal, a pesar del número necesariamente limitado de
sus miembros, sino sobre todo por el trabajo que ha desarrollado y que aún tiene
la misión de desarrollar.
Constituyen ustedes el órgano de las Naciones Unidas responsable
de la conducción de las negociaciones multilaterales sobre la limitación de
armamentos y el desarme.
Es cierto que hoy el problema más agudo, el de las armas
atómicas, se encuentra prácticamente en manos de las dos grandes potencias
nucleares. Pero no son ustedes ajenos a él, y no sólo por el particular interés
con el cual han seguido la marcha de las negociaciones sobre este tema y por su
satisfacción, compartida en el mundo entero, ante los resultados positivos,
deseando su progreso de forma que correspondan a la esperanza de los pueblos. Su
conferencia ha inscrito, entre los puntos que componen lo que se ha llamado su
“decálogo”, el que concierne a las armas nucleares bajo todos sus aspectos; y
mantiene en su orden del día temas como la prohibición de las experiencias
nucleares, la detención de la carrera de armamentos nucleares, el desarme
nuclear y la prevención de la guerra nuclear. Aunque sobre estos puntos sus
trabajos no han registrado resultados concretos, manifiestan el gran interés de
su Conferencia por estos problemas y merecen continuarse con tenacidad.
El cambio histórico producido en el clima internacional, en
virtud y como consecuencia del nuevo acercamiento soviético-americano en
cuestiones de desarme, es tal que puede ejercer una influencia positiva para
hacer posible un progreso en el plano multilateral, que es el de la competencia
de ustedes. El interés que ponen en ello y los deseados éxitos para el futuro no
podrán hacer otra cosa, a su vez, que mejorar aun más la atmósfera, estimulando
y animando la buena voluntad de aquellos que quieren librar a la humanidad de la
pesadilla provocada por masas de armas mortíferas que amenazan su vida y su
progreso, gracias a los acercamientos bilaterales y multilaterales de los que se
constata cada vez más la necesaria complementariedad.
5. De este modo se abre a la actividad de su Conferencia un
campo amplísimo. Amplísimo, de importancia vital. Y difícil.
Hay que reconocer el compromiso de ustedes, su tenacidad, ya sea
para promover verdaderas negociaciones, ya para llevar adelante las discusiones
exploratorias, que han de preceder y preparar la fase de negociación propiamente
dicha. Baste recordar, por ejemplo, el interés que conceden al campo de la
prohibición de las experiencias nucleares en la atmósfera, en el espacio
extra-atmosférico y submarino, al de la exploración y utilización del espacio
extra-atmosférico, a los de la no proliferación nuclear y de las armas
bacteriológicas.
Evidentemente, la regla del consenso que condiciona sus
resoluciones no puede dejar de frenar los trabajos de la Conferencia; pero esta
regla viene dictada por razones comprensibles, dado que se trata de abordar
temas que conciernen a la seguridad de cada uno de los Estados y de la Comunidad
internacional.
Esta dificultad y la lentitud que conlleva pueden fácilmente
promover un cierto pesimismo y desánimo; especialmente porque el carácter
“multilateral” que marca su campo de acción, en nombre y por mandato de las
Naciones Unidas, de las cuales son un organismo de particular importancia, no
concierne sólo a la multiplicidad de países sino también, en cierto sentido, a
la multiplicidad de los temas referentes al desarme, en la medida en que es
bastante natural que un país que posee armas sobre las que apoya su seguridad
ponga reticencias a deshacerse de ellas si los otros países no están dispuestos
a deshacerse, a su vez, de otros tipos de armas que pudiesen amenazar esta
seguridad.
Pero ni esta dificultad, ni la amplitud de la tarea emprendida
han de enfriar o frenar sus esfuerzos mantenidos por la conciencia de trabajar
en favor de una causa vital para la humanidad, como he dicho.
El sueño de un desarme completo y universal, de un mundo sin
armas, vuelve de cuando en cuando a la mente de los hombres, con la seducción de
las cosas bellas, tal vez demasiado bellas como para poder ser realizadas. En
efecto, el mismo desarme, aun estando al servicio de la paz, necesita de la paz
para poder ser realizado y mantenido. Y la paz, para poner ser realizada y
mantenida, necesita de la justicia. Una justicia universal, a su vez, pediría
una autoridad por encima de las partes, universalmente reconocida y aceptada, y
que tuviese también los medios para hacer respetar sus decisiones.
En los oráculos del antiguo Isaías, que también han encontrado
eco en el recinto del Palacio de las Naciones Unidas de Nueva York, se lee:
“Forjarán de sus espadas azadones, y de sus lanzas podaderas. No levantará la
espada nación contra nación, ni se ejercitarán más en la guerra”. Pero se lee
también como premisa de tan dichoso cambio: “Juzgará entre las gentes, será
árbitro de pueblos numerosos”. (Is 2, 4).
“Juzgará...”: ¿pero quién juzgará hoy?
Sin abandonar esta perspectiva en la cual, no el sueño, sino las
exigencias de la lógica política y sobre todo de la moral, se enfrentan con lo
que diríamos falta de lógica de una realidad sometida a impulsos egoístas tan
fuertes como, a título de ejemplo, los nacionalismos exacerbados o las
rivalidades de razas, de ideológicas o de intereses, es necesario, al mismo
tiempo, considerar esta realidad para tratar de mejorar sus diferentes
elementos, en la medida y plazos posibles, teniendo siempre en cuenta los
límites impuestos por la ética y el ideal último al cual la humanidad jamás ha
de renunciar (me gusta, y me parece exacta, la afirmación “no se puede alcanzar
lo posible sin apuntar a lo imposible”).
6. En 1979, su “decálogo” les ha propuesto un cuadro ambicioso
de los sectores en los que ejercer su actividad. Entre éstos se distingue, por
la gravedad del problema y de la insistencia de la Asamblea General de las
Naciones Unidas y de la Comunidad Internacional, el problema de las armas
químicas.
La Conferencia sobre el Desarme, que desde hace mucho tiempo
trabaja en este campo, consciente “de su responsabilidad de mantener, de forma
prioritaria, negociaciones relativas a una Convención multilateral sobre la
completa y eficaz prohibición de la preparación, fabricación y almacenamiento de
armas químicas y sobre su destrucción, y de asegurar la elaboración de la
Convención”, ha renovado el pasado año el Comité especial encargado de hacer
avanzar este proceso.
La Santa Sede desea que su trabajo, sostenido por los resultados
de la reciente Conferencia de París, que reunió a los Estados firmantes del
Protocolo de Ginebra de 1925 y otros Estados, y estimulado por la petición que
se les ha hecho de “redoblar con urgencia sus esfuerzos”, sea lo más pronto
posible coronado por el éxito que el mundo espera.
Este resultado será paralelo a los que la humanidad igualmente
espera en el campo de las armas nucleares, recordando siempre los horrores de
los que las armas químicas ya han sido o pueden ser responsables, y de la
duración de sus maléficos efectos incluso décadas más tarde de los años del
momento de su uso.
Sobre este punto, pienso que ningún argumento de seguridad puede
oponerse razonablemente contra el proyecto de un desarme completo y sin reserva,
si bien admitiendo, para su realización, la existencia de múltiples problemas de
orden técnico y jurídico.
En efecto, si la crueldad y la implicación de la población civil
caracterizan de algún modo todos los tipos de armamento moderno, en lo que se
refiere a las armas químicas u otras semejantes, el factor “crueldad” se
encuentra, por así decirlo, en estado puro, esto es, sin las ventajas
correspondientes —ventajas incluso discutibles y en ciertos casos
injustificables— de carácter militar, propias de otros tipos de armas utilizadas
para la “disuasión”.
Queda siempre la cuestión de un sistema eficaz de verificación y
control, cuestión que, por otra parte, no tiene menor importancia en todas las
otras hipótesis de eliminación completa o de disminución “progresiva y
equilibrada”, de los armamentos, para mantener la balanza equilibrada, sobre
todo en el campo estratégico, juzgado aún indispensable para salvaguardar la
paz. Sobre este problema, vuestra Conferencia se encuentra capacitada para
aportar una atención y contribución que estimo particularmente preciosas.
7. El camino de la paz es largo y difícil.
Sin ninguna duda, el desarme pone al servicio de la paz uno de
los medios más eficaces y fundamentales: pero el camino que lleva al desarme no
es tampoco ni corto ni fácil. Y, sobre todo, no es suficiente.
Es aún más necesario llegar a un desarme moral y político para
intentar suprimir, o al menos reducir lo más posible, al mismo tiempo que las
armas, los motivos que llevan a los hombres y a los pueblos a recurrir a ellas:
la voluntad de dominio y de opresión por una parte, y por otra, el fundado miedo
de ser objeto de una agresión en la propia existencia, en los derechos y en los
intereses vitales, en la propia independencia, en la propia libertad, que es un
bien más precioso que la misma vida.
Las medidas destinadas a hacer crecer la confianza encuentran
cada vez más crédito en las relaciones entre las naciones. Hay que animarlas y
desarrollarlas. Pero es aún más importante promover y perfeccionar el sistema de
diálogo político, reforzado por el recurso —incluso tal vez impuesto como
obligatorio según las convenientes modalidades— a las diferentes formas posibles
de buenos oficios, mediación, arbitraje. En la presente situación, la ONU, con
sus estructuras propias, constituye lo mejor de que dispone la Comunidad
Internacional en este campo. Tendrán a bien perdonarme que recuerde igualmente
aquí, de paso, lo que la Santa Sede ha podido hacer, en un momento
particularmente crítico en el Cono meridional de América del Sur, a través de la
mediación del Papa Juan Pablo II entre Chile y Argentina.
El derecho internacional tiene aún un largo camino que recorrer
para llegar a poner de acuerdo eficazmente la suprema causa de la paz con las de
las soberanías, las de los derechos e intereses legítimos de todas las naciones,
pequeñas y grandes.
¡Esta es una noble tarea que se impone a los hombres de Estado y
a los políticos, a los responsables de la vida internacional, a los sabios de
nuestro tiempo! Su Conferencia no es ajena a esta tarea, y esto por más de una
razón, especialmente porque el desarme está también, en cierto sentido,
estrechamente ligado al crecimiento de los medios que necesitan las naciones y
la Comunidad internacional para enfrentarse al desafío del desarrollo, en el
cual el Papa Pablo VI reconocía “el nuevo nombre de la paz”.
Y en nombre de la paz —necesaria, difícil, pero posible— me es
grato manifestarles a ustedes y a su Conferencia, mis más sinceros deseos en
orden a un fructífero trabajo.
Ginebra, 21 de febrero de 1989
Cardenal Agostino CASAROLI Secretario de Estado
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