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HOMILÍA DEL CARDENAL TARCISIO BERTONE EN LA MISA DE INAUGURACIÓN DEL AÑO ACADÉMICO EN EL "ANGELICUM" Viernes 26 de enero de 2007 Se aplican muy bien a santo Tomás de Aquino las palabras del evangelio que se acaban de proclamar: "El que traspase uno de estos mandamientos más pequeños (de la Ley y los profetas) y así lo enseñe a los hombres, será el más pequeño en el reino de los cielos; en cambio, el que los observe y los enseñe, ese será grande en el reino de los cielos" (Mt 5, 19). Santo Tomás comenzó muy pronto. Su camino fue largo. Se sentía un apasionado "filósofo cristiano": "Por tu amor he estudiado". Buscaba un conocimiento que, aun sirviéndose de principios racionales y métodos filosóficos, se abandonaba a las inspiraciones que brotan de los "dogmas"; trabajaba en contacto con ellos; los consideraba hipótesis fecundas; utilizaba las analogías que sugerían y, sobre todo, sabiendo que eran verdaderos, sumergía su mente de pensador en el misterio del que emergían. Sabía valorar las dos formas complementarias de sabiduría: la filosófica, que se funda en la capacidad que tiene el intelecto, dentro de los límites que le son connaturales, de escrutar la realidad; y la teológica, que se funda en la Revelación y examina los contenidos de la fe, llegando al misterio mismo de Dios. Protegía su inteligencia, hecha para la "santa verdad". Alimentaba el recogimiento interior pues, decía, cuando la inteligencia trabaja intensamente, la voluntad y sus potencias afectivas tienden a debilitarse. Santo Tomás hacía suya la exhortación del libro de la Sabiduría: "Por eso pedí y se me concedió la prudencia; supliqué y me vino el espíritu de Sabiduría" (Sb 7, 7). Oraba insistentemente, o postrado o de rodillas, ante el altar. Guillermo de Tocco lo llamó "miro modo contemplativus" y el padre Reginaldo de Piperno, cuando, después de la muerte de santo Tomás, reanudó sus clases en la escuela de Nápoles, en el panegírico fúnebre no quiso hablar más que de su "oración continua, fuente de ciencia" y de las abundantes lágrimas que derramaba pidiendo poder penetrar los secretos de la verdad (Tocco, cap. 30). Después de su estancia en Montecassino, en el año 1239, santo Tomás se dirigió a Nápoles para proseguir sus estudios profanos: el trivio y el cuadrivio y, como culminación, la filosofía de la naturaleza y la metafísica. Pero sólo se entregó a ellos, dice él mismo, impulsado por una pasión mayor, la de lograr, a través del movimiento de su espíritu y de su corazón, acercarse, servir, contemplar a su Señor: "cui non appropinquatur passibus corporis sed affectibus mentis" (Summa Theol., II-II, q. 24, a. 4). La Iglesia quisiera tener dos elementos, distintos pero unidos, para un pensamiento integral, compacto: la inteligencia, hija de Dios, y el Verbo, su imagen igual. Santo Tomás tuvo tanto la una como el Otro, de varias maneras, de forma que pudo hacer de una profecía una ciencia y pudo decir con el padre Clérissac: "Esta ciencia no es más que la iluminación bautismal que se ha hecho consciente y progresiva" (Le mystère de l'Eglise, p. 7). A la sabiduría autosuficiente del intelecto humano, que pretende ser regla absoluta, se opone la sabiduría que actúa en el plan de Dios (cf. 1 Co 1, 18-31). La primera se basa en el principio "comprender para creer"; la segunda, en cambio, trata de "creer para comprender". El racionalista acepta incluso pasar toda la vida discurriendo sobre Dios; el hombre de fe, por el contrario, reconoce la verdad de Dios (que se hace "verdad sobre el hombre" con su proyecto divino); y entonces es la verdad la que sube al trono; y el que la colocó allí debe ser el primero en arrodillarse ante ella, para ser libre ("La verdad os hará libres", Jn 8, 32). Ya desde las primeras páginas de la Summa Theologiae, el Aquinate quiso mostrar la primacía de la sabiduría que es don del Espíritu Santo e introduce en el conocimiento de las realidades divinas. Su teología permite comprender la peculiaridad de la sabiduría en su íntima relación con la fe y el conocimiento divino. Conoce por connaturalidad, presupone la fe y llega a formular su juicio recto a partir de la verdad de la misma fe: "La sabiduría incluida entre los dones del Espíritu Santo es diferente de la que se cita entre las virtudes intelectuales. En efecto, esta última se adquiere con el estudio, mientras que aquella "viene de lo alto", como dice el apóstol Santiago. Del mismo modo, es distinta de la fe, pues la fe acepta la verdad divina tal como es, mientras que es propio del don de sabiduría juzgar según la verdad divina". En este punto, quisiera recordar la intervención que hizo el entonces prefecto de la Congregación para la doctrina de la fe, cardenal Joseph Ratzinger, en octubre de 1999 durante el Sínodo de los obispos para Europa, a propósito de la fe, del conocimiento de Jesús, de Dios y de nuestro propio ser: "La fe —dijo— no es el producto de un consenso mayoritario, siempre frágil; la fe precede nuestros consensos o disensos; es la piedra sobre la que podemos construir la casa de nuestra vida". Y prosiguió: "La fe es una; la recibimos de la Iglesia única y universal, del "nosotros" universal de los discípulos de Cristo. (...) La fe es una fuente de conocimiento. Ciertas corrientes de la teología actual buscan una academicidad pura, creen que la fe es un impedimento a la cientificidad. Se pone la fe entre paréntesis. A veces el deseo de ser comprensibles a todos nos induce también a nosotros a dejar aparte la fe. Está bien traducir la fe; está bien desarrollar una pedagogía que lleve a la fe. Pero con demasiada frecuencia si, por motivos de oportunidad, dejamos aparte la fe, nuestra palabra pierde la sal, se hace insignificante. La fe es el bien fundamental de la Iglesia; debemos hacerla resplandecer y no ocultarla". La Universidad pontificia "Angelicum" hunde sus raíces en estos mismos presupuestos. En efecto, las universidades eclesiásticas están llamadas a formar ante todo una comunidad de vida que crea un "nosotros", el "nosotros" de los discípulos, llamado "Iglesia". Este "nosotros" nos hace amigos en la búsqueda y "cooperadores de la verdad". Además, la Universidad, como lugar de estudio y de ciencia, está llamada a desarrollar una relación típica de la tradición cristiana, la relación del discipulado: Maestro-discípulo, tan común en las antiguas universidades. Recordemos que desde los inicios de la institución, en la Edad Media, la Universidad fue concebida como una "comunidad" particular. Comunidad de profesores-científicos y de estudiantes: los dos componentes estaban entonces estrechamente unidos entre sí, de forma que la Universidad-comunidad, como cuerpo compuesto de partes íntimamente solidarias, tenía un régimen de participación mutua y de autogobierno, en el que los profesores se sentían responsables de la formación de los alumnos, y estos, comprometidos en exigencias académicas severas, estaban directamente implicados en la vida de la Universidad. En efecto, los jóvenes son los primeros destinatarios de la instrucción universitaria, que, desde sus orígenes, los ha situado en el centro del interés y de su intensa actividad. Santo Tomás de Aquino, estudiante universitario, experimentó la riqueza y la fecundidad de esta relación. A los veinte años fue enviado por sus superiores dominicos con un objetivo muy preciso: asistir a las clases de san Alberto Magno, en Colonia, donde estudió de 1248 a 1252, un acuerdo sin vuelta y sin retractación. Baste pensar en la profunda emoción con la que el anciano Alberto Magno volvió de París, en 1277, para defender el recuerdo y la obra de santo Tomás de Aquino, injustamente condenado. También vuestra Universidad está llamada a desarrollar un contexto de comunidad de personas, que une a los responsables académicos, a los profesores de los diversos grados, a los estudiantes, a los administradores, a los funcionarios y a todos los que participan directamente en la vida de la Universidad misma. Una comunidad universitaria realmente preocupada del bien común. Es una experiencia que debe cultivarse y potenciarse para prestar un servicio eficaz a la Iglesia y a la sociedad. En este camino de estudio y búsqueda, la razón necesita ser sostenida por un diálogo confiado y por amistades sinceras. A veces también la búsqueda sincera de los jóvenes está rodeada de un clima de sospecha y desconfianza, que subraya únicamente la crítica, olvidando la enseñanza de los filósofos antiguos, los cuales ponían la amistad como uno de los contextos más adecuados para filosofar rectamente. En una sociedad que ha alcanzado una profunda conciencia de la cooperación y de la responsabilidad común, es importante el trabajo de conjunto de una comunidad, donde la seriedad y la cordialidad de las relaciones entre profesores y alumnos sostiene a cada uno en su tarea específica. Prosigamos esta celebración eucarística con la oración unánime para que las intenciones y los proyectos se transformen en testimonio de vida. |