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VISITA OFICIAL DEL CARDENAL SECRETARIO DE ESTADO A PERÚ

MISA DE CLAUSURA DEL IX CONGRESO EUCARÍSTICO DE PERÚ

HOMILÍA DEL CARDENAL TARCISIO BERTONE

Chimbote, jueves 30 de agosto de 2007

Señor cardenal;
queridos hermanos obispos;
ilustres autoridades civiles y militares;
queridos sacerdotes;
queridos hermanos y hermanas: 

Con la presente celebración eucarística se concluye ahora el Congreso eucarístico nacional, que he tenido el honor de abrir hace poco. No puedo dejar de recordar, una vez más, que aquí, en una vasta región del Perú, hace algunos días un terrible terremoto ha causado muchas víctimas humanas, heridos e ingentes daños materiales. Esta visita mía ha estado marcada, y no podía ser de otra manera, por una vena de tristeza a causa de este dramático acontecimiento. Al concluirla, quisiera pedirle una vez más al Señor que no deje nunca de enviar su ayuda a cuantos sufren a causa del sismo y que la solidaridad de los hermanos les haga más llevadera esta dura prueba. Se lo pediremos a Jesús Eucaristía, que está siempre con nosotros en este misterio de amor inmenso; se lo pediremos a María, nuestra dulce Madre, a la que renovaremos solemnemente la consagración de todo el pueblo peruano. Con estos sentimientos les saludo a todos ustedes de corazón.

Saludo cordialmente al señor cardenal, a quien agradezco también sus palabras al comienzo de la santa misa. Saludo a los otros prelados, a los sacerdotes, religiosos, religiosas y a todos los fieles laicos, con un recuerdo especial para los enfermos y para los que no han podido tomar parte en esta solemne celebración, pero que se unen a nosotros a través de la radio y la televisión. Dirijo un  deferente saludo a las autoridades civiles y militares que han querido asistir a este acto litúrgico de tanto valor para la nación peruana. Me es grato transmitir a todos y a cada uno el saludo y la bendición del Santo Padre Benedicto XVI, el cual se une espiritualmente a esta manifestación comunitaria de fe eucarística y mariana.

Queridos hermanos y hermanas, la liturgia que estamos celebrando es realmente especial:  es una Eucaristía elevada, por así decir, a la "segunda potencia". En efecto, si bien cada santa misa es una acción de gracias a Dios, al culminar un Congreso eucarístico la intensidad de la alabanza resulta amplificada por todo el tiempo de adoración —hecho de presencia, de silencios, de contemplación, de meditación, de afectos...— que la comunidad cristiana del Perú lleva viviendo en estos días de gracia. En esta perspectiva, también la liturgia de la Palabra de hoy adquiere una luz y un vigor aún mayores. Estamos meditando sobre ella con la mirada del corazón fija en la Eucaristía. En estas santas Escrituras reconocemos y contemplamos con los ojos de la fe el rostro de Jesús, ese rostro que hemos adorado y seguimos adorando todavía en el misterio de la Eucaristía. Así, mientras la luz del rostro de Cristo ilumina la palabra de Dios, esta nos permite al mismo tiempo apreciar la profundidad del misterio eucarístico.

Como muestra la experiencia de la Iglesia y la vida de los santos, la Palabra y el Pan de vida se relacionan mutuamente, y la mesa que contiene ambos alimenta las mentes y los corazones, suscitando en los ánimos propósitos generosos de compromiso cristiano. Por tanto, a la luz de la Eucaristía acogemos la Palabra que ha sido proclamada hace un momento. Se trata de las lecturas propias de la solemnidad de santa Rosa de Lima, que son también particularmente adecuadas para esta ocasión. Nosotros queremos meditarlas ahora con una perspectiva eucarística.

La primera lectura está tomada del libro de Ben Sirá o Eclesiástico. Se trata de una instrucción sobre la virtud de la humildad como elemento esencial de la verdadera sabiduría. El maestro se dirige al discípulo llamándolo "hijo", como es característico del género sapiencial, y lo exhorta a ser humilde y modesto, a tener en cuenta las propias limitaciones y, por tanto, a no ambicionar cosas demasiado elevadas. El verdadero Maestro es Cristo, que siempre, pero especialmente en estos días, habla al pueblo cristiano del Perú y al mundo entero desde la cátedra de la Eucaristía. Y la Eucaristía es realmente la más alta escuela de humildad y de sabiduría espiritual, fuente de la paz del corazón. En la Eucaristía nos alimentamos de Jesucristo, manifestación suprema de la humildad de Dios. Recibiéndolo a él podemos asimilar su humildad divina y, siguiendo su ejemplo, convertirnos en constructores de paz y amor.

La segunda lectura, en cambio, mediante el testimonio del apóstol Pablo, nos invita a reconocer en la Eucaristía la síntesis de la relación de fe y amor que se establece entre el discípulo y su Señor, relación en la que la gracia de Cristo tiene siempre la primacía, pero en la que también se requiere siempre la respuesta de la persona que ha sido llamada, una respuesta que exprese la disponibilidad para dejarse convertir y "conquistar" por el divino Maestro. Sabemos que lo que san Pablo llama su deseo de "conocer a Cristo", de participar así en su misterio pascual de muerte y resurrección (cf. Flp 3, 10-11), alcanza su grado más alto precisamente a través del sacramento de la Eucaristía:  es en la Eucaristía donde el cristiano "conoce" a Jesús de la manera más plena y real, es decir, entra en una intimidad profunda con él. Alimentándose asiduamente y con fe de su Cuerpo y de su Sangre, el bautizado entra cada vez más en comunión con él, lo encuentra como resucitado y, al mismo tiempo que alcanza el poder de su resurrección, se hace partícipe de su pasión y de su muerte. Vemos aquí cómo el Apóstol de las gentes subraya con su típico temperamento el carácter dinámico de la relación con Cristo:  quien ha sido "conquistado" por su amor es impulsado hacia el encuentro definitivo con Dios. En esta perspectiva, la Eucaristía es a la vez alimento para el camino y prenda de la meta final. Alimentándonos de Cristo en la Eucaristía, no tememos las dificultades, no nos detienen los obstáculos, sino que más bien caminamos sin cesar hacia la meta final de nuestra existencia humana "con los ojos puestos en el premio de la vocación celestial, quiero decir, de la llamada de Dios en Cristo Jesús" (Flp 3, 14).

Prestemos ahora atención al Evangelio. En él, Jesús nos instruye con dos parábolas breves pero sustanciosas y sumamente  significativas para nuestra vida cristiana:  la parábola del grano de mostaza y la de la levadura (cf. Mt 13, 31-35). En primer lugar, el grano de mostaza. Cuando adoramos el santísimo Sacramento, cuando nos detenemos fijando los ojos en la hostia consagrada, no podemos dejar de pensar y decir en nuestro corazón:  Señor Jesús, ¡qué pequeño te has hecho! Tú, que eres infinito, has querido hacerte el más pequeño, precisamente como el grano de mostaza del Evangelio, la más pequeña de todas las semillas, pero que, una vez crecida, se convierte en un árbol frondoso en el que pueden anidar los pájaros. El Señor Jesús ha utilizado muchas veces en sus parábolas la imagen de la semilla, porque expresa bien muchos aspectos del dinamismo del reino de los cielos:  se desarrolla por su propia fuerza; tiene que morir antes en la tierra para poder brotar y fructificar; al principio es invisible y oculta, pero luego se manifiesta en la bondad y belleza de sus frutos.

También nosotros, queridos hermanos y hermanas, hemos de convertirnos en semilla que, oculta en la tierra, es decir, en la humildad y en la obediencia a la voluntad divina, brota y produce frutos abundantes de amor y vida eterna. Al final del Congreso eucarístico nacional, renovemos nuestra disponibilidad. Sin embargo, sabemos bien que toda semilla, para dar fruto, debe "morir". Es lo que acontece también en el cristiano que quiere entregarse al seguimiento fiel del Señor:  tiene que estar dispuesto a morir a sí mismo para vivir sólo de Cristo. "Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda solo —dice Jesús—; pero si muere, da mucho fruto" (Jn 12, 24). Él mismo ha sido el primero en darnos ejemplo, cuando en la cruz ha llevado a cabo su misión de salvación:  con su muerte ha redimido el mundo.

La parábola sobre la levadura nos ayuda a comprender todavía mejor el misterio de la Eucaristía en su dinamismo íntimo y espiritual. La levadura hace pensar en el crecimiento incesante del reino de los cielos, de modo particular en su fuerza interior, en el hecho de que su presencia y su acción, aunque no se vean, se reconocen por los efectos producidos. Jesús se ha "escondido" en la Eucaristía para ser levadura del reino de los cielos, para continuar su presencia y su acción pascual entre los hombres, hasta que se instaure el reino y Dios sea "todo en todos" (cf. 1 Co 15, 28). Esta meta final se anticipa de forma sacramental en cada celebración eucarística:  cuando los fieles están bien dispuestos y participan en la santa comunión, Dios es, efectivamente, "todo en todos" y ellos forman el Cuerpo místico de Cristo.

Queridos hermanos y hermanas, durante estos días vuestras comunidades han estado en adoración ante el santísimo Sacramento del altar. Cuando la Iglesia permanece en adoración comunitaria ante la Eucaristía, tiene como centro a Aquel que es efectivamente su centro, principio activo de su unidad y también de su misión:  Jesús, que se hizo semilla, la más pequeña de las semillas, para entrar en las fibras más íntimas de la creación y de la humanidad, y transformar así desde dentro el cosmos y la historia; Jesús que se hizo levadura, el mejor de los fermentos, para que la humanidad tenga vida en abundancia (cf. Jn 10, 10) y crezca hasta el grado más alto de su madurez, hasta convertirse en "morada de Dios con los hombres" (Ap 21, 3).

Estas breves pero incisivas parábolas evangélicas nos ayudan también a interiorizar mejor el tema de este Congreso eucarístico nacional que ahora estamos concluyendo:  "Cristo se ha ofrecido por nosotros para que tengamos vida en él". Como ya he tenido ocasión de recordar en Chimbote, este tema pone al Congreso en estrecha relación con la reciente Conferencia general del Episcopado latinoamericano que ha tenido lugar en Aparecida el pasado mayo, y que fue inaugurada solemnemente por el Santo Padre Benedicto XVI. No puede haber auténtica renovación en las comunidades cristianas, no será posible dar vida a la deseada "gran misión continental" en Latinoamérica, si no es partiendo de Cristo y poniendo la Eucaristía en el centro de todo. Sí, hemos de partir constantemente de la Eucaristía. Jamás debemos cansarnos de mirar e imitar a Jesús que, como el grano de trigo caído en la tierra, se ha sacrificado muriendo en la cruz. De su muerte ha brotado la vida nueva, plena, eterna; vida que se entrega a quien entra en comunión real y personal con él y con su misterio de amor. "Comer a Cristo" significa, pues —como expresa muy bien nuestro lenguaje común—, "entrar en comunión" con él. Él en nosotros y nosotros en él. Dios en el hombre y el hombre en Dios.

De este misterio de amor, de la comunión personal con Cristo brota la auténtica comunión eclesial. He aquí por qué la Eucaristía, que ha de ser siempre el centro de la vida de cada una de nuestras comunidades, comporta y exige de nosotros un estilo de profunda comunión. La Eucaristía crea comunión y educa a la comunión. Escribiendo a los cristianos de Corinto, san Pablo destaca con claridad cómo sus divisiones, que se manifestaban en las asambleas eucarísticas, estaban en contraste con lo que celebraban, es decir, la Cena del Señor. En consecuencia, el Apóstol invita a todos a reflexionar sobre la verdadera realidad de la Eucaristía, para comprometerse a recuperar el espíritu de comunión fraterna (cf. 1 Co 11, 17-34). San Agustín se ha hecho eco de esta exigencia de modo certero y, recordando las palabras del Apóstol:  "Ustedes son el cuerpo de Cristo y cada uno en su lugar es parte de él" (1 Co 12, 27), observa:  "Si vosotros sois su cuerpo y sus miembros, sobre la mesa del Señor está lo que es vuestro misterio; y recibís lo que es vuestro misterio" (Sermo 272:  PL 38, 1247). Queridos hermanos y hermanas del Perú, sólo si esta comunión anima a cada una de las comunidades será posible para ustedes afrontar con confianza los grandes desafíos del momento presente. Únicamente Cristo puede dar esperanza verdadera a su país y a las poblaciones del continente latinoamericano. Permaneciendo fieles a su Evangelio, podrán caminar en sintonía con el ritmo de la Iglesia universal.

¿Quién podrá ayudarnos a cumplir esta misión que a todos nos incumbe si no es María, Madre de Cristo y de la Iglesia? A ella consagramos hoy esta nación en unión espiritual con los santuarios dedicados a ella en las regiones de este hermoso país:  en el norte, el santuario de la Virgen de la Puerta en Otuzco, la Libertad; al sur, el santuario de la Virgen de Chapi, Arequipa; en la meseta, el santuario de la Virgen de la Candelaria, Puno, sin olvidar "Nuestra Señora de la Evangelización", que ustedes veneran en la basílica catedral de Lima, y que el siervo de Dios Juan Pablo II coronó en su visita de 1985, honrándola después, en la visita siguiente, con la rosa de oro.

A ti nos encomendamos, María, que invocamos bajo la advocación de Virgen de la Merced, Gran Mariscala del Perú, Nuestra Señora de la Evangelización, Virgen del Carmelo y con otros hermosos títulos tan entrañables para el pueblo peruano. A ti consagramos a los pastores, a los sacerdotes y a los seminaristas, a los religiosos y las religiosas, a los catequistas y los agentes de pastoral, a los jóvenes y los ancianos, a las familias, las ciudades y las aldeas de esta tierra, puestos desde hace siglos bajo tu protección maternal. Continúa, María, velando sobre la Iglesia y sobre la nación. Haz que todos los cristianos sean cada vez más discípulos fieles de Cristo; alcanza concordia, justicia y paz para el pueblo del Perú, para el continente americano y para el mundo entero. Madre de Dios y Madre nuestra, escúchanos. Amén.

 
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