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HOMILÍA DEL CARDENAL TARCISIO BERTONE
DURANTE LA MISA CELEBRADA
EN LA CATEDRAL DE RÍO GALLEGOS, ARGENTINA

Martes 13 de noviembre de 2007

 

Queridos hermanos y hermanas: 

La primera lectura, tomada del libro de la Sabiduría, es un canto lleno de confianza en el Dios de la vida. El texto sagrado nos dice que el hombre no fue creado para la muerte ni Dios se goza en ella. Dios no encuentra su dicha en afligir al hombre. Antes bien, fue el diablo quien, con su seducción, arrancó al hombre de la incorruptibilidad a la que estaba llamado, como imagen de Dios que es.

Por tanto, la vida del hombre no es una carrera ciega que termina en el abismo y la oscuridad de la muerte. El autor sagrado, trascendiendo esta visión nihilista e inmanentista, confiesa abiertamente que la vida de los justos, es decir, de los creyentes, está en manos de Dios, o lo que es lo mismo, Dios es el sentido del hombre.

Conviene releer esta página de la Escritura una y otra vez para no sucumbir a la tentación que embarga a muchos de nuestros hermanos, haciéndoles llevar una vida triste y angustiada. Lejos de estas visiones parciales, nosotros no podemos afligirnos "como los hombres sin esperanza" (1 Ts 4, 13). En efecto, el hombre no es, como piensan algunos, un ser para la muerte, no es el mero resultado de una caprichosa combinación de elementos químicos, sino que es fruto del amor de Dios. Con su venida al mundo, Cristo ha devuelto al hombre la esperanza que el diablo le arrebató con sus engaños. Frente a la ola de materialismo que nos circunda con frecuencia, el cristiano sabe que la última palabra de Dios sobre el hombre no es de muerte o exterminio, sino de salvación. Esto no quiere decir que la fe cristiana sea un narcótico para paliar nuestras penas ni un torrente de vanas ilusiones. Al contrario, la fe es una roca donde podemos fundamentar nuestra existencia. Dios nunca defrauda al hombre y quien se apoya en él encuentra la verdadera plenitud para su existencia.

Si muchas corrientes de pensamiento niegan al ser humano un porvenir, nosotros sabemos que el futuro del hombre tiene un nombre concreto: Jesucristo. Por consiguiente, el que ha acogido interiormente su Palabra y le da una respuesta positiva en su corazón; el que se dedica a meditarla y la lleva a la práctica; el que por el bautismo ha configurado su vida con Cristo y entra a formar parte de su Iglesia, viviendo en la fraternidad de los hijos de Dios, ese encuentra su dicha en esta vida y la felicidad perdurable en la eterna.

Ahora bien, creer en Cristo y cultivar su amistad no exime al hombre de los sufrimientos de la vida, pero sí que le da una fuerza especial para poder afrontarlos con serenidad. Cuando el discípulo de Cristo encuentra dificultades le sucede igual que al oro que es probado en el crisol, que adquiere un mayor valor. De esta manera, el cristiano que pasa por la escuela del dolor alcanza una madurez especial al unir sus padecimientos a los de Cristo, completando así lo que le falta a su pasión y beneficiando con su testimonio a los demás miembros de la Iglesia. Las dificultades cotidianas, por tanto, cuando se afrontan desde la fe, no son un motivo para la depresión, sino una ocasión para acercarse más a Dios y sentirse solidario con los hermanos que pasan por la misma tribulación. En este sentido podemos decir, con toda seguridad, que Dios no es un obstáculo para el hombre, sino Aquel que puede colmar sus aspiraciones más auténticas y apagar su sed de inmortalidad. Dios es, entonces, el que abre horizontes nuevos al hombre, nunca el que los cierra.

Que esta certeza nos lleve a bendecir al Señor "en todo tiempo" y que "su alabanza esté siempre en nuestros labios", como hemos repetido con el salmista. Que  esta  serenidad que procede de sentirnos amados por Dios y creados  por  él en el amor, nos impulse a irradiar este amor entre nuestros hermanos. Así seremos luz en medio de un mundo sumergido a menudo en el pozo del egoísmo y de la autosuficiencia.

Al participar en esta Eucaristía, pidamos a Cristo que nos infunda su Espíritu vivificante para no mirar al prójimo como si fuera un rival o un competidor, sino como a un hermano. Supliquémosle que nos conceda esa humildad de la que hoy nos ha hablado en su Evangelio y que nos ha de llevar, no a gloriarnos de nosotros mismos, sino a cumplir con sencillez y esmero nuestros deberes personales, familiares, profesionales y cívicos; a sembrar por doquier la justicia y la paz; a ser constructores de un mundo fraterno, en donde triunfe la honradez y la verdad.

Tomando parte diariamente en el banquete de la Eucaristía, nos iremos asemejando a Jesús, manso y humilde de corazón. De este modo, lejos de presumir de nuestros méritos, nos entregaremos con constancia a cumplir la voluntad de Dios y podremos servir con diligencia a nuestros hermanos. Entonces será el mismo Cristo quien nos haga sentar a su mesa, se ceñirá y será él mismo quien nos sirva (cf. Lc 12, 37). Este futuro, que el libro de la Sabiduría promete a los que Dios probó y halló dignos de sí, nosotros esperamos alcanzarlo por intercesión de santa María la Virgen, la humilde Esclava del Señor, la que dijo siempre:  "Hágase en mí según tu palabra" (Lc 1, 38).

Amén.

 
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