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VISITA DEL CARDENAL TARCISIO BERTONE A CUBA
CON OCASIÓN DEL X ANIVERSARIO DEL VIAJE DE JUAN PABLO II

HOMILÍA EN LA MISA CELEBRADA EN SANTA CLARA

Sábado 23 de febrero de 2008

 

«¡Bendice, alma mía, al Señor, y todo mi ser a su santo nombre. Bendice, alma mía, al Señor, y no olvides sus beneficios!» (Sal 102,1-2).

Estas palabras del salmo que hemos proclamado expresan acertadamente mis sentimientos de gozo al poder estar aquí con todos Ustedes, para compartir la fe que nos une y transmitir la cercanía espiritual de Su Santidad Benedicto XVI a esta Iglesia particular de santa Clara, que está en sus oraciones y por la que se interesa con paterna solicitud. Él me encargó que les dijera a todos Ustedes que ocupan un puesto especial en el corazón del Papa.

Dirijo un fraterno saludo al Señor Obispo de Santa Clara, Monseñor Marcelo Arturo González Amador, a los queridos Hermanos en el Episcopado, a los Sacerdotes, a los Diáconos, a los Seminaristas, a las comunidades Religiosas y a los miembros de las distintas Parroquias de esta Diócesis, así como a los fieles venidos de Cienfuegos y de otros lugares. Saludo también cordialmente a las Autoridades nacionales y locales que nos acompañan.

Animados por el salmista, que nos ha invitado a no olvidar los beneficios del Señor, queremos elevar en esta Eucaristía una ferviente alabanza a Dios por haber bendecido esta tierra, "la más hermosa que ojos humanos han visto", con aquella memorable visita que el Siervo de Dios Juan Pablo II realizara a la misma, hace ahora diez años.

El monumento al Papa, que dentro de poco tendré el honor de inaugurar, perpetuará este recuerdo y evocará continuamente que el Santo Padre vino a Cuba a compartir con todos Ustedes la «convicción profunda de que el Mensaje del Evangelio conduce al amor, a la entrega, al sacrificio y al perdón, de modo que si un pueblo recorre este camino es un pueblo con esperanza de un futuro mejor» (Discurso en la ceremonia de bienvenida en el Aeropuerto Internacional "José Martí", 21 de enero de 1998, n. 4).

Fue justamente aquí, un 22 de enero de 1998, donde el venerado Pontífice presidió por vez primera la Santa Misa en suelo cubano para pedir por las familias de esta Nación.

Con un solo corazón, imploramos del Señor que continúe sosteniendo con su gracia la abnegada e ingente labor evangelizadora que Pastores y fieles están llevando a cabo en esta tierra, a la vez que deseamos renovar la plegaria que Juan Pablo II dirigiera a Dios por los matrimonios y las familias cubanas, para que fieles a las virtudes que las distinguen, entre las que destacan la solidaridad y la confianza mutua, el respeto de los hijos hacia los padres y la voluntad de construir un mundo mejor sin reparar en sacrificios, sepan afrontar los retos actuales apoyados en Jesús, el único que puede colmar verdaderamente la felicidad a la que todo hombre aspira (Cf. Juan Pablo II, Homilía en la Misa celebrada en el Instituto Superior de Cultura Física "Manuel Fajardo" de Santa Clara, 22 de enero de 1998, nn. 3-4).

Como hoy San Lucas nos ha presentado, Cristo vino al mundo para revelarnos que Dios es Padre de inmensa misericordia y que nosotros somos sus hijos, destinatarios privilegiados de su amor. No somos, por tanto, esclavos de nadie. Somos hijos amados de Dios y esta dignidad nunca se nos podrá arrebatar.

En este mundo todo acaba. Lo único que jamás se agota es el amor de Dios, que no quiere que se pierda ni uno solo de sus hijos, antes bien, su corazón rebosa de júbilo cuando el hombre responde a su amistad. Por este motivo, bien pudo afirmar Su Santidad Benedicto XVI, que "sólo el amor de Dios puede cambiar desde dentro la existencia del hombre y, en consecuencia, de toda sociedad, porque sólo su amor infinito lo libra del pecado, que es la raíz de todo mal. Si es verdad que Dios es justicia –proseguía el Papa–, no hay que olvidar que, sobre todo, es amor: si odia el pecado, es porque ama infinitamente a cada persona humana. Nos ama a cada uno de nosotros, y su fidelidad es tan profunda que no se desanima ni siquiera ante nuestro rechazo" (Homilía en la Parroquia romana de Santa Felicidad e hijos, mártires, 25 de marzo de 2007).

La certeza de la bondad de Dios ha de suscitar en nuestro interior manantiales de esperanza e impulsarnos a poner en práctica la palabra de Cristo, que nos pide seguir sus huellas y acoger a todos sin distinción, incluso a los que no comparten nuestra fe. Así, imitaremos al Padre celestial, que respeta la libertad de cada uno y atrae a todos hacia sí con su amor inquebrantable. Al mismo tiempo, se pondrá de manifiesto que los cristianos estamos llamados, no a devolver mal por mal, sino a ofrecer a nuestros semejantes lo mejor que tenemos: el amor de Dios revelado en Cristo Jesús, amor que es más fuerte que cualquier agravio.

En sintonía con esta enseñanza, tengamos la valentía de ser testigos de la caridad de Cristo allá donde estemos, ya sea en el hogar o en la fábrica, en el hospital o por la calle. Las circunstancias podrán cambiar, lo que debe permanecer inmutable es nuestra identificación con los sentimientos y las actitudes de Jesús. Entonces, lograremos con su gracia edificar una civilización en donde la mentira, la injusticia, la opresión o la violencia sean derrotadas por la fuerza del perdón y la verdad. Dios nos dio prueba de que esto es posible, pues en Cristo crucificado y resucitado nos mostró que la última palabra en la historia no la tiene el mal, sino el bien.

En este camino, no faltarán contrariedades y problemas. Ahora bien, nada debe amedrentarnos. En medio de nuestras vicisitudes, la confianza en el Señor, la escucha atenta de su Palabra, la participación asidua en los Sacramentos y la oración personal deben ser la fuente de nuestra fortaleza. No seamos remisos, pues, y busquemos el tiempo y los medios para profundizar en el conocimiento de Cristo, y para afianzar nuestros vínculos de amistad con Él. Jesús no es un personaje de ficción o un simple héroe. Tampoco es una idea abstracta, sino una Persona, "que Dios ha hecho para nosotros sabiduría, justicia, santificación y redención" (1 Co 1,30). Jesús es el Pastor anunciado por Miqueas en la primera lectura (Cf. Miq 7,14-20). Por tanto, Él nunca abandonará a su grey. Que nadie se sienta, pues, olvidado o solo, abandonado o fracasado, porque Dios se ha encarnado en Cristo para entender nuestro lenguaje y para que ninguno de nuestros sufrimientos le fuera ajeno.

Que lo tengan esto en cuenta, particularmente, los jóvenes que participan en esta celebración y aquellos otros que, gracias a su palabra, podrán recibir la Buena Noticia de que Dios los ama y quiere compartir con ellos el camino de la vida.

Queridos jóvenes, permítanme Ustedes que les proponga con sencillez que miren al Señor Jesús. Él los enriquecerá con su gracia para que se atrevan a emprender el camino del amor que no exige, sino que se entrega sin pedir nada a cambio. Dejen que Jesús los transforme por dentro y tengan la valentía de preguntarse si Él los llama a seguirlo con una vida de especial consagración, para que Ustedes sean dispensadores de sus misterios y se dediquen a servir a los demás desinteresadamente.

Los invito a que se hagan eco de estas palabras entre sus coetáneos y amigos. Con su compromiso y testimonio de fe, sean para los que les rodean un signo que los lleve a interpelarse y los conduzca a descubrir que el hombre nuevo es aquel que tiene la audacia de amar a Dios, y a los demás, con todo su corazón.

Queridos hermanos, la novedad que hace realmente libre al hombre no viene de una propuesta humana, sino de Dios, que nos ha amado primero y nos ha dado ejemplo. Que ninguno de los aquí presentes se contente simplemente con realizar lo debido o lo que está estipulado, sino que la caridad de Ustedes desborde toda medida y alcance a descubrir las necesidades del otro para ponerse a su disposición con entrañas de misericordia. Que sepan Ustedes conmoverse ante las desdichas de los demás, dando así cumplimiento a las palabras de Cristo, que dijo: "Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis" (Mt 25,40). Para que su amor sea duradero y desprendido, el cristiano debe orar a Dios sin desfallecer. Sin ello, el servicio a los demás corre el riesgo de convertirse en mera filantropía, o tal vez en propaganda, y fácilmente puede decaer ante la magnitud de los desafíos y urgencias que debe que afrontar. Por el contrario, si se reza con perseverancia, de esa oración mana aquella serenidad que, por encima de las incomprensiones y confusiones del mundo que le rodea, permite al discípulo de Jesús implicarse con constancia en la historia cotidiana, con el convencimiento de que Dios es Padre y lo ama, aunque su silencio siga siendo a menudo incomprensible para él (Cf. Deus caritas est, 38).

Queridos hermanos, les ruego que, al terminar esta celebración, lleven Ustedes el saludo y el afecto del Papa a todos los hogares de esta Diócesis y de los sitios de donde provienen, particularmente a aquellos en donde haya personas que sufren, niños o ancianos. A todos ellos díganles que el Señor los quiere y que nunca los dejará solos.

Pongo todas estas intenciones bajo la mirada de la Virgen María, a quien los hijos de esta Patria veneran con el glorioso título de la Caridad del Cobre. Acudan a Ella, porque Ella les llevará siempre a Jesús, fruto bendito de su seno. A la Madre de Dios le suplico que los custodie en su amor y les ayude en su vida diaria.

Amén.

 

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