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MENSAJE DEL CARD. TARCISIO BERTONE,
SECRETARIO DE ESTADO,
EN NOMBRE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI,
CON OCASIÓN DEL XXXI
MEETING
PARA LA AMISTAD ENTRE LOS PUEBLOS

(Rímini, 22-28 de agosto de 2010)

 

 

A Su Excelencia Reverendísima
Mons. Francesco Lambiasi
Obispo de Rímini

Excelentísimo señor obispo:

Con alegría tengo el placer de transmitirle el saludo cordial del Santo Padre a usted, a los organizadores y a todos los participantes en el Meeting para la amistad entre los pueblos que se celebra en Rímini.

Este año el título de vuestro importante encuentro —«La naturaleza que nos impulsa a desear cosas grandes es el corazón»— nos recuerda que en el fondo de la naturaleza de todo hombre se encuentra una imborrable inquietud que lo impulsa a la búsqueda de algo que satisfaga su anhelo. Todo hombre intuye que precisamente en la realización de los deseos más profundos de su corazón puede encontrar la posibilidad de realizarse, de perfeccionarse, de llegar a ser verdaderamente él mismo.

El hombre sabe que no puede responder por sí solo a sus propias necesidades. Aunque se engañe pensando que es autosuficiente, experimenta que no puede bastarse a sí mismo. Necesita abrirse a otra realidad, a algo o a alguien, que pueda darle lo que le falta. Por decirlo así, debe salir de sí mismo hacia lo que tenga la capacidad de colmar la amplitud de su deseo.

Como subraya el título del Meeting, la meta última del corazón del hombre no es cualquier cosa, sino sólo las «cosas grandes». El hombre a menudo tiene la tentación de detenerse en las cosas pequeñas, en las que dan una satisfacción y un placer «barato», en las que satisfacen por un momento, cosas fáciles de obtener pero en definitiva ilusorias. En la narración evangélica de las tentaciones de Jesús (cf. Mt 4, 1-4) el diablo insinúa que es «el pan», es decir, la satisfacción material lo que puede saciar al hombre. Esto es una mentira peligrosa, porque contiene sólo una parte de verdad. En efecto, el hombre vive también de pan, pero no sólo de pan. La respuesta de Jesús desvela la falsedad última de esta posición: «No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mt 4, 4). Sólo Dios basta. Sólo él sacia el hambre profunda del hombre. Quien ha encontrado a Dios, lo ha encontrado todo. Las cosas finitas pueden dar la apariencia de satisfacción o de alegría, pero sólo lo Infinito puede llenar el corazón del hombre: «Inquietum est cor nostrum, donec requiescat in te», «Nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti» (san Agustín, Confesiones, I, 1). El hombre, en el fondo, necesita sólo una cosa que lo contiene todo, pero antes debe aprender a reconocer, también a través de sus deseos y de sus anhelos superficiales, lo que necesita realmente, lo que quiere verdaderamente, lo que satisface la capacidad de su corazón.

Dios vino al mundo para despertar en nosotros la sed de las «cosas grandes». Se ve bien en la página evangélica, de inagotable riqueza, que narra el encuentro de Jesús con la samaritana (cf. Jn 4, 5-42), de la que san Agustín nos ha dejado un comentario luminoso. La samaritana vivía la insatisfacción existencial de quien todavía no ha encontrado lo que busca: había tenido «cinco maridos» y en aquel momento convivía con otro hombre. Esa mujer, como de costumbre, había ido a sacar agua del pozo de Jacob y encontró allí a Jesús, sentado, «fatigado del camino», en la canícula del mediodía. Después de pedirle de beber, es Jesús mismo quien le ofrece agua, y no un agua cualquiera, sino «agua viva», que puede apagar su sed. Y así él se abría espacio «poco a poco (…) en el corazón de ella» (san Agustín, Comentario al Evangelio de Juan XV, 12), suscitando el deseo de algo más profundo que la simple necesidad de satisfacer la sed material. San Agustín comenta: «Aquel que pedía de beber tenía sed de la fe de esa mujer» (ib., XV, 11). Dios tiene sed de nuestra sed de él. El Espíritu Santo, simbolizado en el «agua viva» de la que habla Jesús, es precisamente ese poder vital que apaga la sed más profunda del hombre y le da la vida total, la vida que este busca y espera sin conocerla. La samaritana dejó entonces el cántaro en el suelo «que ya no le servía, más aún, se había convertido en un peso: ahora anhelaba saciar su sed sólo con aquella agua» (ib., XV, 30).

También los discípulos de Emaús viven frente a Jesús la misma experiencia. De nuevo es el Señor quien hace «arder el corazón» a los dos mientras caminaban «con aire entristecido» (cf. Lc 24, 13-35). Aunque no habían reconocido a Jesús resucitado durante el trayecto que hicieron con él, sentían que su corazón «estaba ardiendo», retomaba vida, tanto es así que, cuando llegaron al pueblo, «insistieron» para que se quedara con ellos. «Quédate con nosotros, Señor»: es la expresión del deseo que palpita en el corazón de todo ser humano. Este deseo de «cosas grandes» debe transformarse en oración. Los Padres sostenían que rezar no es sino arder en deseo vehemente del Señor. En un hermosísimo texto san Agustín define la oración como expresión del deseo y afirma que Dios responde dilatando hacia él nuestro corazón: «Dios (…), suscitando en nosotros el deseo, dilata nuestra alma; y dilatando nuestra alma, la hace capaz de acogerlo» (Comentario a la primera carta de Juan, IV, 6). Por nuestra parte, debemos purificar nuestros deseos y nuestras esperanzas para poder acoger la dulzura de Dios. «Esta —prosigue san Agustín— es nuestra vida: ejercitarnos en el deseo» (ib.). Rezar delante de Dios es un camino, una escalera: es un proceso de purificación de nuestros pensamientos, de nuestros deseos. A Dios le podemos pedir todo, todo lo que es bueno. La bondad y el poder de Dios no conocen límite entre cosas grandes y cosas pequeñas, entre cosas materiales y espirituales, entre cosas terrenas y celestiales. En el diálogo con él, poniendo toda nuestra vida ante sus ojos, aprendemos a desear las cosas buenas, a desear, en el fondo, a Dios mismo. Se narra que, en uno de sus momentos de oración, santo Tomás de Aquino oyó al Señor crucificado que le decía: «Has escrito bien sobre mí, Tomás; ¿qué deseas?». «Nada fuera de ti» fue la respuesta del santo doctor. «Nada fuera de ti». Aprender a rezar es aprender a desear y así aprender a vivir.

A los cinco años del fallecimiento de monseñor Luigi Giussani, el Sumo Pontífice se une espiritualmente a los miembros del Movimiento de Comunión y Liberación. Como recordó durante la audiencia en la plaza de San Pedro el 24 de marzo de 2007, «don Giussani se empeñó (…) en despertar en los jóvenes el amor a Cristo, “camino, verdad y vida”, repitiendo que sólo él es el camino hacia la realización de los deseos más profundos del corazón del hombre».

Al comunicar a los participantes en el Meeting estas reflexiones, deseando que sirvan para conocer, encontrar y amar cada vez más al Señor y testimoniar en nuestro tiempo que las «grandes cosas» que anhela el corazón humano se encuentran en Dios, Su Santidad Benedicto XVI asegura su oración y de buen grado le envía a usted, señor obispo, a los responsables y los organizadores y a todos los presentes su bendición apostólica.

Uno cordialmente también mis mejores deseos y aprovecho la ocasión para confirmarme suyo devotísimo en el Señor.

Cardenal Tarcisio Bertone
Secretario de Estado

 

 

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