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MENSAJE DEL CARD. SECRETARIO DE ESTADO TARCISIO BERTONE,
EN NOMBRE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI,
CON OCASIONE DE LA 32ª EDICIÓN
DEL MEETING PARA LA AMISTAD ENTRE LOS PUEBLOS

(Rímini, 21-27 de agosto de 2011)

10 agosto 2011

 

A Su Excelencia Reverendísima
Mons. Francesco Lambiasi
Obispo de Rímini

Excelencia reverendísima, también este año tengo la alegría de transmitir el cordial saludo del Santo Padre a vuestra excelencia, a los organizadores y a todos los participantes en el Meeting para la amistad entre los pueblos, que se realiza en estos días en Rímini. El tema escogido para la edición 2011 —«Y la existencia se llena de una inmensa certidumbre»— suscita interrogantes diversos y profundos: ¿Qué es la existencia? ¿Qué es la certeza? Y sobre todo: ¿cuál es el fundamento de la certeza, sin la cual el hombre no puede vivir? Sería interesante entrar en la riquísima reflexión que la filosofía, desde sus albores, ha desarrollado en torno a la experiencia del existir, del ser, llegando a conclusiones importantes, pero con frecuencia también contradictorias y parciales.

Sin embargo, podemos ir directamente a lo esencial partiendo de la etimología latina del término existencia: ex sistere. Heidegger, interpretándola como un «no permanecer», puso de relieve el carácter dinámico de la vida del hombre. Pero ex sistere evoca en nosotros al menos otros dos significados, todavía más descriptivos de la experiencia humana del existir y que, en cierto sentido, están en el origen del dinamismo analizado por Heidegger. La partícula ex nos hace pensar en una proveniencia y, al mismo tiempo, en una separación. La existencia sería, por lo tanto, un «estar, siendo provenientes de» y, al mismo tiempo, un «ir más allá», casi un «trascender» que define de modo permanente el mismo «estar». Tocamos aquí el nivel más originario de la vida humana: su creaturalidad, su ser estructuralmente dependiente de un origen, su ser querido por alguien hacia el cual, casi inconscientemente, tiende.

Monseñor Luigi Giussani, que con su fecundo carisma está en el origen de la manifestación de Rímini, insistió con frecuencia en esta dimensión fundamental del hombre. Y con razón, porque precisamente de la conciencia de esa dimensión deriva la certeza con que el hombre afronta la existencia. El reconocimiento de su propio origen y la «proximidad» de este mismo origen a todos los momentos de la existencia son la condición que permite al hombre una auténtica maduración de su personalidad, una mirada positiva hacia el futuro y una fecunda incidencia histórica. Este es un dato antropológico verificable ya en la experiencia cotidiana: un niño está tanto más cierto y seguro cuanto más experimenta la cercanía de sus padres. Pero precisamente en el ejemplo del niño entendemos que, por sí sólo, el reconocimiento del propio origen y, consecuentemente, de la propia dependencia estructural no basta. Incluso podría parecer un peso del cual conviene librarse, como la historia ha demostrado ampliamente. Lo que hace «fuerte» al niño es la certeza del amor de sus padres. Es necesario, por lo tanto, entrar en el amor de quien nos ha querido para poder experimentar el carácter positivo de la existencia. Si falta una de las dos, la conciencia del origen y la certeza de la meta de bien al que el hombre está llamado, resulta imposible explicar el dinamismo profundo de la existencia y comprender al hombre. Ya en la historia del pueblo de Israel, sobre todo en la experiencia del éxodo descrita en el Antiguo Testamento, se comprueba que la fuerza de la esperanza deriva de la presencia paterna de Dios que guía a su pueblo, de la memoria viva de sus acciones y de la promesa luminosa acerca del futuro.

El hombre no puede vivir sin una certeza sobre su propio destino. «Sólo cuando el futuro es cierto como realidad positiva, se hace llevadero también el presente» (Benedicto XVI, Spe salvi, 2). Pero, ¿sobre qué certeza puede el hombre fundar razonablemente la propia existencia? ¿Cuál es, en definitiva, la esperanza que no defrauda? Con la venida de Cristo la promesa que alimentaba la esperanza del pueblo de Israel llega a su cumplimiento, asume un rostro personal. En Cristo Jesús el destino del hombre ha sido arrancado definitivamente de la nebulosidad que lo rodeaba. A través del Hijo, con el poder del Espíritu Santo, el Padre nos ha desvelado definitivamente el futuro positivo que nos espera. «El hecho de que este futuro exista cambia el presente; el presente está marcado por la realidad futura, y así las realidades futuras repercuten en las presentes y las presentes en las futuras» (ib. 7).

Cristo resucitado, presente en su Iglesia, en los sacramentos y con su Espíritu, es el fundamento último y definitivo de la existencia, la certeza de nuestra esperanza. Él es el eschaton ya presente, aquel que hace de la existencia misma un acontecimiento positivo, una historia de salvación en la que cada circunstancia revela su verdadero significado en relación con lo eterno. Si falta esta consciencia, es fácil caer en los peligros del actualismo, en el sensacionalismo de las emociones, en donde todo se reduce a fenómeno, o de la desesperación, en la que cada circunstancia parece sin sentido. Entonces la existencia se convierte en una búsqueda afanosa de acontecimientos, de novedades pasajeras, que, al final, defraudan. Sólo la certeza que nace de la fe permite al hombre vivir de modo intenso el presente y, al mismo tiempo, trascenderlo, descubriendo en él los reflejos de lo eterno, al que el tiempo está ordenado. Sólo el reconocimiento de la presencia de Cristo, fuente de la vida y destino del hombre, es capaz de despertar en nosotros la nostalgia del Paraíso y proyectarnos así con confianza hacia el futuro, sin temores y sin falsas ilusiones.

Los dramas del siglo pasado han demostrado ampliamente que cuando falta la esperanza cristiana, es decir, cuando falta la certeza de la fe y el deseo de las «cosas últimas», el hombre se pierde y se convierte en víctima del poder, empieza a pedir la vida a quien no la puede dar. Una fe sin esperanza ha provocado el surgimiento de una esperanza sin la fe, intramundana. Hoy más que nunca los cristianos, estamos llamados a dar razón de nuestra esperanza, a testimoniar en el mundo el «más allá» sin el cual todo permanece incomprensible. Pero para esto es necesario «renacer», como dijo Jesús a Nicodemo, dejarse regenerar por los sacramentos y por la oración, redescubrir en ellos el cauce de toda auténtica certeza. La Iglesia, haciendo presente en el tiempo el misterio de la eternidad de Dios, es el sujeto adecuado de esta certeza. En la comunidad eclesial la pro-existencia del Hijo de Dios nos alcanza; en ella la vida eterna, a la que toda la existencia está destinada, se hace experimentable ya desde ahora. «La inmortalidad cristiana —afirmaba a comienzos del siglo pasado el padre Festugière— tiene como carácter propio el ser la expansión de una amistad». ¿Qué es, de hecho, el Paraíso, sino la realización definitiva de la amistad con Cristo y entre nosotros? En esta perspectiva, prosigue el religioso francés, «poco importa a continuación dónde se encuentre uno. El cielo es en verdad allí donde está Cristo. Así, el corazón que ama no desea otra alegría sino la de vivir siempre junto al amado». La existencia, por tanto, no es un avanzar ciego, sino un ir al encuentro de aquel que nos ama. Sabemos, por tanto, a dónde vamos, hacia quién nos dirigimos, y esto orienta toda la existencia.

Excelencia, deseo que estos breves pensamientos puedan ser de ayuda para quienes participan en el Meeting. Su Santidad Benedicto XVI asegura a todos, con afecto, su recuerdo en la oración y, deseando que la reflexión de estos días refuerce la certeza de que sólo Cristo ilumina plenamente nuestra existencia humana, envía de corazón a usted, a los responsables y a los organizadores de la manifestación, así como a todos los presentes, una bendición apostólica especial. También yo aprovecho la circunstancia para expresarles mi más cordial saludo.

 

 

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