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MENSAJE DEL SANTO PADRE FRANCISCO,
FIRMADO POR EL CARDENAL SECRETARIO DE ESTADO,
CON OCASIÓN DEL XXXIV MEETING PARA LA AMISTAD ENTRE LOS PUEBLOS
(RÍMINI, 18 - 24 DE AGOSTO DE 2013)

 

Excelencia Reverendísima:

Con alegría le transmito el saludo cordial del Santo Padre Francisco a Su Excelencia, a los organizadores y a todos los participantes del Meeting para la amistad entre los pueblos, que llega a su XXXIV edición. El tema elegido —«Una emergencia: el hombre»— intercepta la gran urgencia de evangelización de la que tantas veces ha hablado el Santo Padre, siguiendo a sus predecesores, y ha suscitado en él profundas consideraciones que a continuación le refiero.

El hombre es el camino de la Iglesia: así escribía el beato Juan Pablo II en su primera encíclica, Redemptor hominis (cf. n. 14). Esta verdad sigue siendo válida, también y sobre todo en nuestro tiempo, cuando la Iglesia, en un mundo cada vez más globalizado y virtual, en una sociedad cada vez más secularizada y privada de puntos de referencia estables, está llamada a redescubrir su propia misión, concentrándose en lo esencial, y buscando nuevos caminos de evangelización.

El hombre sigue siendo un misterio, irreductible a cualquier imagen que de él se forme en la sociedad y que el poder mundano trate de imponer. Misterio de libertad y de gracia, de pobreza y de grandeza. ¿Pero qué significa que el hombre es el «camino de la Iglesia»? Y sobre todo, ¿qué quiere decir para nosotros hoy recorrer este camino?

El hombre es camino de la Iglesia porque es el camino recorrido por Dios mismo. Desde los albores de la humanidad, después del pecado original, Dios se pone en busca del hombre. «¿Dónde estás?» —preguntó a Adán, que se escondía en el jardín (Gn 3, 9). Esta pregunta, que aparece al inicio del libro del Génesis y que no deja de resonar a lo largo de toda la Biblia y en cada momento de la historia que Dios, a lo largo de los milenios, ha construido con la humanidad, alcanza en la encarnación del Hijo su expresión más alta. Afirma san Agustín en su comentario al Evangelio de Juan: «Permaneciendo junto al Padre, [el Hijo] es verdad y vida; haciéndose hombre, se hizo camino» (i, 34, 9). Por tanto, es Jesucristo «el camino principal de la Iglesia», pero puesto que Él «es también el camino hacia cada hombre», el hombre se convierte en «el camino primero y fundamental de la Iglesia» (cf. Redemptor hominis, 13-14).

«Yo soy la puerta», afirma Jesús (Jn 10, 7): yo soy, por tanto, el portal de acceso a todos los hombres y a todas las cosas. Sin pasar a través de Cristo, sin concentrar en Él la mirada de nuestro corazón y de nuestra mente, no entenderemos nada del misterio del hombre. Y así, casi de forma inadvertida, nos veremos obligados a imitar del mundo nuestros criterios de juicio y de acción, y cada vez que nos acerquemos a nuestros hermanos en humanidad seremos como esos «ladrones y salteadores» de los que habla Jesús en el Evangelio (cf. Jn 10, 8). De hecho, también el mundo, a su modo, está interesado en el hombre. El poder económico, político, mediático, necesita del hombre para perpetuarse e inflarse a sí mismo. Y por eso a menudo trata de manipular a las masas, de inducir deseos, de eliminar lo más precioso que el hombre posee: la relación con Dios. El poder teme a los hombres que están en diálogo con Dios porque eso les hace libres y no asimilables.

Esta es, por lo tanto, la emergencia-hombre que el Meeting para la amistad entre los pueblos pone este año en el centro de su reflexión: la urgencia de restituir al hombre a sí mismo, a su más alta dignidad, a la unicidad y preciosidad de toda existencia humana desde su concepción hasta su término natural. Hay que volver a tomar en consideración la sacralidad del hombre y al mismo tiempo decir con fuerza que es sólo en la relación con Dios, es decir, en el descubrimiento y en la adhesión a la propia vocación, donde el hombre puede alcanzar su verdadera estatura. La Iglesia, a la que Cristo confió su Palabra y sus Sacramentos, custodia la mayor esperanza, la posibilidad más auténtica de realización para el hombre, en todas las latitudes y en todos los tiempos. ¡Qué gran responsabilidad tenemos! No guardemos para nosotros este precioso tesoro que todos, conscientemente o no, buscan. Salgamos con valentía al encuentro de los hombres y mujeres de nuestro tiempo, de los niños y los ancianos, de los «doctos» y la gente sin instrucción alguna, de los jóvenes y las familias. ¡Salgamos al encuentro de todos, sin esperar a que sean ellos los que nos busquen! Imitemos en esto a nuestro divino Maestro, que dejó su cielo para hacerse hombre y estar cerca de cada uno de nosotros. No sólo a las iglesias y a las parroquias, por tanto, sino a todos los ambientes, llevemos el perfume del amor de Cristo (cf. 2 Co 2, 15). A las escuelas, a las universidades, a los lugares de trabajo, a los hospitales, a las cárceles; pero también a las plazas, a las calles, a los centros deportivos y a los locales donde la gente se encuentra. ¡No seamos avaros al donar lo que nosotros mismos hemos recibido sin mérito alguno! No debemos tener miedo de anunciar a Cristo tanto en las ocasiones oportunas como en las inoportunas (cf. 2 Tm 4, 2), con respeto y con franqueza.

Esta es la tarea de la Iglesia, y esta es la tarea de todo cristiano: servir al hombre yendo a buscarlo hasta los rincones sociales y espirituales más escondidos. La condición de credibilidad de la Iglesia en esta misión suya de madre y maestra es la fidelidad a Cristo. La apertura hacia el mundo está acompañada, y en cierto sentido es posible, por la obediencia a la verdad, de la cual la Iglesia misma no puede disponer. «Una emergencia: el hombre» significa, pues, la emergencia de volver a Cristo, de aprender de Él la verdad sobre nosotros mismos y sobre el mundo, y con Él y en Él ir al encuentro de los hombres, especialmente de los más pobres, por quienes Jesús siempre mostró su predilección. Y la pobreza no es sólo la material. Existe una pobreza espiritual que aferra al hombre contemporáneo. Somos pobres de amor, sedientos de verdad y justicia, mendigos de Dios, como sabiamente el siervo de Dios monseñor Luigi Giussani siempre destacó. La mayor pobreza es la falta de Cristo, y mientras no llevemos a Jesús a los hombres siempre habremos hecho por ellos demasiado poco.

Excelencia, deseo que estos breves pensamientos puedan ser de ayuda para aquellos que participan en el Meeting. Su Santidad Francisco asegura a todos su cercanía en la oración y su afecto; y desea que los encuentros y las reflexiones de estos días enciendan en el corazón de todos los participantes un fuego que alimente y sostenga su testimonio del Evangelio en el mundo. Y de corazón le envía a Usted, a los responsables, a los organizadores de este evento, así como a todos los presentes, una especial bendición apostólica.

Uno también yo un cordial saludo y aprovecho la ocasión para confirmarme con sentido de distinguido respeto.

 
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