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INAUGURACIÓN DE LAS CELEBRACIONES
CON OCASIÓN DEL XV CENTENARIO DEL NACIMIENTO DE SAN BENITO
ALOCUCIÓN DEL SECRETARIO DE ESTADO, AGOSTINO CASAROLI,
DURANTE
LA MISA CELEBRADA EN LA ABADÍA DE MONTECASSINO
Viernes 21 de marzo de 1980
1. El suelo que pisamos está marcado, y casi diríamos abrumado por siglos de
historia; una historia que se inserta en la Europa y a veces se confunde con
ella.
Esa historia está ligada, primeramente, a la persona y, luego, a la herencia
espiritual de un hombre: Benito de Nursia, de cuyo nacimiento —según la cronologia oficial— se celebra este año el XV
centenario.
Desde su Umbría nativa, tras algunos años de estudio en Roma, siendo un
jovencito de quince años, se había retirado para estar más cerca de Dios al
eremitorio agreste y sugestivo de Subiaco, donde había dado luego comienzo a
una organización de vida cenobítica según un modelo tomado de precedentes
experiencias, importadas del Oriente. En la madurez ya de los años, impulsado
por. una idea interior más que por las externas circunstancias recordadas en su
biografía, Benito emprendió después su camino hacia el sur, deteniéndose en el
monte de Cassino, que se le reveló lugar adecuado para dar, desde sus alturas,
a Italia, a Europa y al mundo, regla y ejemplo a la forma de vida monástica que
habría de ser la típica de Occidente.
En el presente año, quince veces jubilar, el abad del monasterio por él
fundado —heredero y sucesor de una serie de hombres, muchos de ellos de nombre
eminente y fama gloriosa que nos vuelven a llevar hasta San Benito— ha querido
solemnizar el día que la tradición había reservado a su fiesta litúrgica, en el
comienzo de la primavera mediterránea, invitando a los Representantes de los
Estados europeos, acreditados tanto ante la Santa Sede como ante la República
italiana, junto a los de Estados Unidos de América y del Canadá, que tienen con
Europa especiales vínculos ideales y políticos de unidad, elocuentemente
expresados por la común participación en la Conferencia de Helsinki sobre la
Seguridad y Cooperación de Europa: como para formar una corona de los países de
este antiguo continente en torno a aquel que fue llamado Padre de Europa y
declarado por el Papa Pablo VI su principal Patrono.
¡Gracias os sean dadas por haber aceptado la invitación!
Hay entre vosotros muchos que pertenecen a la Iglesia católica, que fue la de
Benito de Nursia; otros que comparten su fe en Cristo; otros también que, sin
ser o llamarse cristianos, comparten con nosotros la fe en los valores de los
cuales fue y sigue siendo San Benito uno de los símbolos más preclaros e
ilustres.
2. Este encuentro nos invita a volver, con el recuerdo, a los tiempos en que
San Benito apareció en la escena de Italia y de Europa. Tiempos oscuros y
difíciles, más oprimidos por la preocupación y el miedo que abiertos a la
esperanza.
Sólo pocos años antes de su nacimiento, en el 476, las manos del hérulo Odoacro
habían quitado la corona del Imperio romano de Occidente —para entregarla, más
simbólica que realmente, al Emperador instalado en la segunda Roma, a orillas
del Bósforo— de la cabeza de un joven que, casi por cruel ironía de la historia
llevaba sobre sus frágiles hombros los nombres fatídicos del fundador de Roma y
del Imperio que de esa ciudad tomó el nombre.
Y así, con Rómulo Augusto, llamado sarcásticamente Augústulo, la
primera Roma
parecía cerrar melancólicamente su carrera de "Caput mundi", capital del mundo.
Carrera que, sin embargo, habría reemprendido —o mejor dicho, continuado—, aun
entre alternativas de eclipses y esplendores, como centro de un mucho más amplio
—mejor dicho, universal— imperio espiritual. Y habría de conservar siempre, aun
en los momentos más oscuros, el orgullo, no infundado, de permanecer, a lo
largo de los Siglos, corno "la Urbe", "la Ciudad".
El gesto de Odoacro, señalaba, en cierto sentido, el momento conclusivo de un
proceso histórico que había visto a Roma extender sus confines desde Escocia a
Arabia; desde el Rin y el Danubio al Eufrates y al Norte de África, para
encontrarse después con que había dé enfrentarse con la realidad de tantos
pueblos sometidos. Roma había comprendido que —necesitada, como estaba, de
soldados para mantener y dilatar sus conquistas, de brazos para cultivar sus
tierras y desarrollar su propio comercio—habría sido imposible, además de dañoso
para sus intereses, transformar sus victorias en estragos. Por eso, procuró más
bien atraer hacia sí a los vencidos, dándoles sus leyes y sus normas de vida.
La tentativa habría podido verosímilmente lograrse con relativa sencillez, a
través de los mecanismos de una gradual habituación a la vida en común y de una
casi insensible fusión, que habría de llevar poco a poco a una progresiva
—aunque fatigosa— integración, gracias a la cual el Imperio de Roma se habría
ido enriqueciendo con nuevas y valiosas energías vitales, ensanchando al mismo
tiempo los espacios de su civilización.
El emperador Caracalla, al conceder en el año 212 —por motivos personales—la
ciudadanía romana a los súbditos del Imperio que no eran esclavos, ponía en
cierto modo el sello de un reconocimiento oficial al ya avanzado proceso de
integración a los recién llegados al viejo tronco; ese proceso, que había
permitido al antiguo poeta afirmar: "Nos sumus romani, qui fuvimus ante
rudini", así como al hebreo Pablo apelarse al César, contra las insidias de sus
coterráneos y la inercia facilona de funcionarios, proclamando: "Civis romanus
sum".
Pero el curso de la historia había sido bruscamente alterado no tanto por las
sacudidas propias de las fases de ajuste, como sobre todo, en una realidad
compleja y contradictoria como la del Imperio romano, por la presión
desordenada de las tribus nómadas y guerreras apiñadas en los confines del
vastísimo territorio, al otro lado de la frontera que lo separaba de un mundo
muy amplio también y tenebroso. Tal presión, dictada por la sed de nuevos
espacios de conquista y de posesión, o por el deseo de rico botín, se fue
haciendo más tumultuosa e insistente por la amenaza que representaban las
nuevas tribus llegadas todavía de más lejos, impelidas también ellas por igual
sed e iguales ansias.
Concretamente, las hordas de los hunos, expulsadas de las fronteras del Extremo
Oriente, habían comenzado a cabalgar hacia el Oeste, aniquilando o haciendo huir
a otras hordas, menos feroces y prepotentes que ellas, y aumentando hasta el marasmo las luchas entre tribus y tribus, entre fuerzas bárbaras y fuerzas
imperiales, compuestas también ellas mismas en gran parte, y no pocas veces
guiadas, por bárbaros más o menos integrados.
Obligados a huir precisamente por los hunos, los godos de
Alarico habían afirmado su suerte en el territorio del Imperio, llevando su audacia hasta llegar —en
los primeros albores del siglo V— junto a las murallas de Roma. Por primera
vez, tras la lejana empresa de Breno, la Urbe veía profanada su majestad por
los pies del enemigo. Era el año 410 y el mundo todavía considerado civilizado había asistido al hecho, atónito y casi incrédulo.
La autoridad y la fuerza de los sucesores de Augusto en Occidente se habían ido inexorablemente desgastando, hasta
convertirse poco menos que en un simulacro; sin que ni siquiera la ayuda de los Soberanos de Constantinopla, cuando se decidían a prestarla —lo que no
siempre sucedía— fuera capaz de sostenerlas.
Contra un Imperio ya agotado, hacia la mitad del mismo siglo V, se había
abatido, fulmínea y desastrosa, la furia del rey de los hunos, Atila, "el azote
de Dios". Y no se había todavía apagado el siniestro resplandor de su paso por
el suelo de Francia y el norte de Italia, cuando los vándalos de Genserico,
navegando desde África, venían a repetir la empresa profanadora de Alarico
contra esa Roma que Atila había respetado.
3. En este clima de destrucción y de pavor, mientras por todo el Occidente —por
decirlo con el poeta itálico:— "rugía el invierno de la barbarie" y aparecía
oscurecida la estrella imperial de Rama, despuntaba por el cielo de Umbría la de
aquel que en su mismo nombre llevaba como un presagio de bendición.
El arco de su vida, desde el 480 al 547, vino a coincidir más o menos con la
etapa de la presencia dominadora en Italia de otros godos, que habían
permanecido hasta entonces en Oriente bajo la esclavitud de los hunos, y eran
invitados ahora por el Emperador de Bizancio, Zenón, a venir, conducidos por
Teodorico, a arrebatar la península de las manos de Odoacro, que la había hecho
feudo suyo. Si a la muerte de San Benito el reino de los godos en Italia no
había llegado todavía a su fin, él lo previó, sin embargo, y lo anunció al
penúltimo de sus caudillos, el rey Totila, cuando vino a visitarlo, en otoño del
542, aquí sobre la cumbre de Montecassino.
Escaso consuelo, sin embargo, porque a la dominación goda sucedió en Italia, más
duradera y no menos desastrosa, la dominación longobarda, bajo la cual sufrió su
primera destrucción la abadía de Montecassino, cerca de un siglo después del
nacimiento de su fundador.
4. Podríamos preguntarnos qué habría sido de la herencia de Roma si se hubiera
encontrado sola, expuesta al choque de las invasiones y de las destrucciones
bárbaras.
Es siempre peligroso, aunque a veces resulte demasiado fácil, tratar de
adivinar el curso de una historia que no tuvo lugar, en base a hipótesis que
no , se realizaron; pero en nuestro caso, no sería ciertamente errado suponer
que esa herencia se habría, en gran parte, perdido para la utilidad e incluso
para el conocimiento de la posteridad. Y Europa hubiera sido poco más que una
expresión geográfica, privada de esa unidad cultural, que aun entre profundas
diversidades y no menos profundos y ásperos contrastes, la ha convertido en
patria de pueblos con una radical identidad de tradiciones, problemas y
destinos.
La fuerza que orientó en esa dirección el porvenir de Europa, en los siglos
que siguieron al ocaso del Imperio de Occidente fue —y pocos historiadores se
atreverían a negarlo— la existencia de un elemento mediador, extraño a Roma en
sus orígenes, pero que de Roma recogió, aun dentro del carácter de su misión
espiritual, la vocación universal de civilización: el cristianismo. No sólo
como doctrina, sino con la concreta expresión de su organización eclesial, que
tuvo su origen en el Pescador de Galilea convertido en el primer Obispo romano:
Esa fe, que desde Constantino se convirtió en religión del Imperio, aunque
durante mucho tiempo no penetraría aún en ella toda su realidad social,
especialmente en las campiñas —en los pagos (de donde el paganismo trajo después
su nombre)—, fue también acogida muy pronto incluso por no pocos pueblos
bárbaros.
Y aunque el Imperio ya había sido, lamentablemente, desgarrado por las herejías
(más difundida entonces la arriana, a la que se adhirieron los godos y los
vándalos y, durante algún tiempo, los longobardos), el cristianismo seguía
siendo siempre una religión fuertemente unificadora y rica de fermentos
poderosamente innovadores, frente a la multiplicidad de los dioses de Roma y
de las burdas divinidades de las tribus llegadas de fuera.
Esa fe indicaba un Díos, único, justo y paternal. Ante El, todos los pueblos,
todos los hombres son hermanos: iguales e igualmente merecedores de respeto.
De ese modo, al derecho de la fuerza, al método del atropello, a la
contraposición y al odio entre los pueblos y entre los hombres, a la
justificación de la violencia y de la venganza, el cristianismo contraponía
—escuchado, aunque frecuentemente no seguido— la ley de la justicia, más aún, de
la misericordia y del amor. En otras palabras, la enseñanza de la fraternidad,
incluso entre gentes de diverso origen y diferente historia, entre antiguos
enemigos, entre vencedores y vencidos.
De ahí otra consecuencia. Proclamando la ilicitud del recurso a la fuerza y el
despojo del más débil para procurarse los medios de vida, el cristianismo venía
a enseñar, con el deber, la dignidad del trabajo, que los romanos consideraban
indigno de hombres libres y los bárbaros prohibido a los guerreros.
5. El fermento cristiano, en lucha con la sordidez de una materia reacia y
recalcitrante, trabajó poco a poco la masa, bárbara o romana, cosechando frutos
de inesperada riqueza y logrando transformaciones que incidieron profundamente
en la historia de Europa.
La Iglesia con su jerarquía, y el Papa con su suprema dignidad, se manifestaron a la vez centros de evangelización de las antiguas y nuevas gentes y
—también por la carencia de los poderes del Estado— de defensa de los vencidos,
tutela de los inermes, protección contra el hambre y las consecuencias de la
carestía, de las epidemias, de las adversidades naturales, tristes aliadas de
la guerra y de las devastaciones subsiguientes. Continúa siendo emblemática,
entre otras figuras que han impresionado menos a la fantasía popular, la de León
Magno irguiéndose, con su desarmada majestad, para detener a Atila en el camino
hacia Roma.
6. La acción múltiple de la Iglesia, única fuerza viva que siguió siendo capaz,
en esa prolongada época de descomposición de un viejo mundo que moría, de
imponer respeto al mundo nuevo que estaba tumultuosamente ocupando el puesto de
aquél, estuvo ligada indisolublemente a la de las instituciones monásticas. Y
quien dice monaquismo de Occidente, dice Benito de Nursia, el cual,
insertándose en un movimiento ya existente, pero todavía en sus comienzos, y
tomando de las reglas antes escritas. elementos preciosos que su claro espíritu
romano supo equilibradamente componer en una síntesis innovadora, marca el punto
de partida de esa vigorosa expansión de la vida monástica en todo el Occidente,
que representa uno de los fenómenos más característicos y más ricos de positivas
consecuencias. en ese período histórico en que fue construida Europa.
Sobre el ejemplo y con la aplicación de la regla de San Benito, o al menos
inspirándose en ella, toda una red de monasterios comenzó entonces a cubrir el
suelo del continente creando, diríamos, el entramado de la nueva realidad que se
estaba gestando.
Uno de los mayores méritos de los monasterios, después de la admirable
floración de vida religiosa y la amplia obra de evangelización que constituían,
naturalmente, su primer y esencial objetivo, fue el de haber encaminado hacia
la civilización a grandes sectores de poblaciones todavía bárbaras o
infertilizadas por el dominio barbárico, logrando al mismo tiempo el
resurgimiento de la economía rural destruida.
Abadías y monasterios fueron, en efecto —además de faros de vida espiritual y de
apostolado evangélico—, escuela de trabajo y centros de actividades,
especialmente agrícolas y productivas.
El principio benedictino de que la vida monástica no fuera solamente ejercicio
de ascética, de penitencia —en el sentido, por ejemplo, de algunos modelos
orientales no desconocidos del todo, por otra parte, en Occidente—, sino que a
los actos característicos de la vida consagrada a Dios debiera unirse una
actividad productiva —para el mantenimiento del monasterio y en provecho de los
demás (colonos, peregrinos o indigentes)— al ser aplicado, como lo fue, en tan
amplia escala, modificó con el tiempo el rostro del continente mortal, mente
desolado, echando los cimientos de futuros desarrollos.
El lema "Ora el labora" (Reza y trabaja), elegido como símbolo de la
espiritualidad benedictina, demostró ser germen poderoso de progreso, religioso
y civil a la vez; porque la oración unida a la meditación, lejos de poder
construir motivo de ocio, daba incentivo, aliento, entusiasmo y alegría a la
fatiga del trabajo, muy dura especialmente en los comienzos de las diversas
fundaciones y en algunas condiciones climatológicas y ambientales; y el trabajo,
lejos de alejar de la unión con Dios y de su servicio, asumía significado y
valor de oración, de disciplina moral, de ejercicio de caridad.
Las actividades de los monasterios no se limitaron, de todas formas, solamente
al trabajo manual o agrícola, sino que se extendieron a otros sectores, que
podríamos llamar intelectuales. Característico, por ejemplo, el interés
dedicado a la transcripción de antiguos códices, para el enriquecimiento de
las bibliotecas y para el uso cotidiano de los monjes. Y si la primera atención
de éstos se dirigió, naturalmente, a la colección de oraciones litúrgicas, a
la Biblia, a los textos de la regla y de formación ascética, no tardó en
alargarse también a los testimonios del pensamiento y de la literatura profana
de los siglos pasados. Así, se evitó que quedaran fatalmente perdidas para la
posteridad y se favoreció el nacimiento de esa gran cultura que logró integrar
los valores del humanismo pagano en una síntesis cristiana.
En la oración, en el trabajo, en la disciplina, firme y mansa a la vez, de la
familia monástica, donde el abad representaba la autoridad paterna de Dios y
donde todos se sentían hermanos, sin distinción de procedencia o de condición
social, los monasterios llegaron a ser el crisol en que los hijos de pueblos
diversos y aun enemigos, opresores y oprimidos, libres y siervos, aprendieron a
sentirse y a vivir en igualdad. Y así, los muros de esta abadía vieron unidos
juntamente, hacia la mitad del siglo VIII, al franco Carlomagno y al longobardo
Raquis, los cuales —depuesta por uno de ellos la corona real y perdida por el
otro— habían venido a buscar aquí paz para su espíritu.
De ese modo, los monasterios enseñaban a los pueblos, más con el ejemplo vivido
que con la enunciación de una doctrina, el camino para la realización de lo que
fue y sigue siendo la aspiración profunda de los hombres, al menos de los que
no se ilusionan con sacar de la guerra gloria y riquezas, sino que padecen sus
lutos y destrucciones: la paz.
Y "Pax" es el saludo que nos ha acogido al entrar en esta casa. Lo cual no puede
haber dejado de impresionaros especialmente a vosotros, hombres políticos; a
vosotros, señores Embajadores, cuya tarea es servir la causa de la paz y cuyo
dolor verla siempre frágil y expuesta a tantos peligros.
7. Yo quisiera aprovechar esta celebración del XV centenario del nacimiento de
San Benito de Nursia para repetíos solemnemente a vosotros —y por vuestro medio
a los países que representáis el mensaje, espiritual y civil a la vez, que el
Santo, desde la altura de esta colina, consagrada a su memoria, lanza todavía
hoy a Europa y al mundo.
Sí, al mundo. Porque la herencia de ejemplo y de enseñanza dejada por San
Benito es un bien universal. Y si las circunstancias históricas le obligaron a
actuar en el ámbito europeo —más aún, en una parte del continente—, si la misma
irradiación de su modelo de vida monástica no penetró en el Oriente cristiano
heredero, por otra parte, de análogas tradiciones no menos nobles, eso que fue
privilegio para Europa, no ha privado ni puede privar al resto del mundo de la
luz de su espiritualidad, de la fuerza del germen de civilización que él trajo y
del que sigue siendo símbolo.
No obstante, el mensaje de San Benito de Nursia se dirige en especial a esta
Europa, sobre la que continúan pesando tantas responsabilidades frente al mundo,
para bien y para mal. En ella estalló el incendio que por dos veces se propagó,
envolviendo a una gran parte del globo, en la primera mitad de nuestro siglo. En
ella tuvieron su cuna muchos movimientos de pensamiento y acción, que luego se
esparcieron más allá de sus fronteras. Europa tiene, por tanto, la especial
obligación de ser, en esta época de nuevos y grandes peligros, que parecen
querer apagar las esperanzas surgidas al acabar el segundo conflicto mundial,
elemento de equilibrio y de paz.
Pero a Europa, al mundo, debemos recordar que la paz no es una cosa fácil. La
paz es fruto vigoroso de la clara visión política y de la decidida voluntad de
todos los hombres responsables de la suerte de los pueblos, así como de los
pueblos mismos. Y tan ardua aparece, sobre todo en los momentos de más
encendidas pasiones y de complicadas situaciones objetivas, esta convergencia
del acierto y de la buena voluntad de todos, que el hombre se ha sentido
siempre inclinado a considerar la paz como un "don de Dios". Un don, sin
embargo, que es a la vez conquista. El lema benedictino "Ora et labora" debe
encontrar también aquí, quizá más que en otros casos, su aplicación.
El mensaje de San Benito vuelve a recordarnos que la paz tiene condiciones
insoslayables. La paz no puede vivir si no es con la justicia, la cual comporta
el reconocimiento y el respeto de los derechos de todas las naciones, de todos
los individuos, de su libertad y de su igualdad. La paz queda amenazada mortalmente cuando el más débil es explotado por el más fuerte.
El mensaje de San Benito ha anticipado la visión moderna, poniendo como quicio
de su regla de vida —junto a la oración— el trabajo. La falta de lo necesario
para vivir, para llevar una vida digna de seres humanos, es fuente difícilmente
contenible de revolución; la alternativa al trabajo, como medio para asegurar
eso que es necesario, es la rapiña, es decir, la guerra. Esta antigua ley, al
asomarse en nuestros días sobre la escena del mundo tantos nuevos pueblos para
los cuales el hambre —por no hablar de otras condiciones de existencia— es
realidad o amenaza cotidiana, ha alcanzado un significado y una dimensión
nueva: hasta el punto de que el Papa Pablo VI pudo afirmar que "el desarrollo es
el nuevo nombre de la paz". El desarrollo tiene por condición el compromiso de
los países que nacen y la cooperación de los más avanzados, en una manifestación
de generosidad que es, a la vez, acto de solidaridad humana, de justicia y de
acierto político.
El mensaje —religioso y moral— de Benito de Nursia nos recuerda, por último,
que las raíces de la paz se adentran en lo profundo del corazón y de la
conciencia del hombre. Allí donde residen a veces el egoísmo, la indiferencia
hacia los demás, incluso el odio, deben ser fomentados desde la infancia los
sentimientos de la fraternidad, de la corresponsabilidad de cada uno con
respecto a las suertes de toda la familia humana; para decirlo cristianamente,
del amor.
¡Que el mundo escuche este mensaje! Y pueda toda Europa,
volviendo a las fuentes de su historia, tan profundamente marcada —lo mismo en
Oriente que en Occidente— de una luminosa tradición cristiana, que es al mismo tiempo tan
genuinamente humana, abierta, por tanto, a las aportaciones de cultura de
diverso signo, con tal de que sean fieles a un auténtico humanismo... que pueda
esa Europa encontrar nuevamente las razones esenciales de su unidad, las cuales,
aun en las vicisitudes de esta nueva fase de su multisecular aventura, marcada
por tensiones y divisiones que pueden parecer insuperables, le permitan
garantizar a sus pueblos una paz segura y fecunda; no en contraposición sino en
servicio de la paz y de la Cooperación entre todos los pueblos del mundo, para
la seguridad común y el común progreso.
Este voto, que es al mismo tiempo un solemne compromiso frente a la historia,
lo expresamos ante el Patrono de Europa en esta su morada, teatro, guía y
víctima de las terribles destrucciones de la guerra, y resurgida una vez más
de sus escombros: monumento de fraternidad y de paz, símbolo y triunfo de la
voluntad de vida, más fuerte que el odio y la muerte, incancelable como la
esperanza de los pueblos.
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