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DISCURSO DEL CARDENAL AGOSTINO CASAROLI,
SECRETARIO DE ESTADO,
CON MOTIVO DEL 50 ANIVERSARIO DE RADIO VATICANO


Sábado 31 de enero de 1981

Todavía está vivísimo en el recuerdo del que tiene el honor de hablaros —y lo está ciertamente en el de aquellos, entre los presentes, para quienes los acontecimientos de hace 50 años no son hechos perdidos en la niebla de una historia no vivida—, aquel 12 de febrero de 1931 cuando, joven seminarista, me vi convocado, con los superiores y condiscípulos, ante la presencia de un objeto, entonces todavía misterioso, ciertamente bastante raro y atrevido, que se llamaba —y .continúa llamándose— la radio.

Desde ese aparato, tras el anuncio dado por aquel a quien el mundo debía una tan nueva maravilla de la ciencia y de la técnica, se alzaba una voz, grave y solemne —como era su costumbre—, pero en aquel momento más vibrante que lo acostumbrado, con una especie de hierático tono profético. Y hieráticamente solemnes resultaban las palabras, tomadas del cántico de Moisés, de los Salmos y del "grandilocuente" Profeta Isaías, que el Papa se sentía autorizado, en aquel momento, a hacer suyas: "Audite coeli quae loquor, audiat terra verba oris mei" (Dt 32, 1). Audite haec omnes gentes, auribus percipite omnes qui habitatis orbem..." (Sal 48, 1). "Audite insulae et attendite populi de longe" (Is 49, 1).

Así inauguraba el Sumo Pontífice la estación de Radio del Vaticano. Poco antes, Guglielmo Marconi había dicho: "Durante cerca de 20 siglos el Pontífice Romano ha hecho oír la palabra de su divino Magisterio en el mundo, pero ésta es la primera vez que su voz viva puede percibirse simultáneamente en toda la superficie de la tierra". "Las ondas eléctricas transportarán a todo el mundo, a través de los espacios, su palabra de paz y de bendición".

El Papa no ocultaba su admiración por la ciencia (más aún, en una de sus fatigosas, ¡pero qué profundas! improvisaciones, hablaba de las "asechanzas de la ciencia"), y por el hombre que, en aquellas circunstancias, representaba a la ciencia y casi la personificaba: "Grandes fuerzas se agitan en torno a nosotros, y potencias, verdaderas potencias de la naturaleza, son frenadas, encauzadas y sometidas a la obediencia de determinadas finalidades". Y, con la admiración, la curiosidad, el "deseo de saber como nunca la mente humana vea, por decirlo así, vea con una visión tan clara, mida con medidas tan exactas, lo que . el ojo no ve y la mano no alcanza".

Al conmemorar hoy aquí el acontecimiento histórico, y como reviviendo la emoción y la admiración del Papa y de cuantos lo acompañaban en la inauguración de lo que Pío XI llamaba —y lo era entonces— "la última palabra de la técnica y de la ciencia", no podemos menos de admirar y alegrarnos, juntos, por los progresos que ese "nuevo admirable instrumento de conversación mundial" (según la bella expresión del Papa) ha conocido en estos 50 años —bajo la sabia y experta dirección de los padres de la Compañía de Jesús— abriendo a la palabra del Papa espacios y posibilidades de penetración entonces insospechadas y quizá insospechables.

La filmación cinematográfica reconstruida con atento y casi amoroso cuidado, las gigantografías y los recuerdos históricos expuestos en esta exposición, a la vez que recuerdan aquellos tiempos que podríamos llamar heroicos, son también testimonios emblemáticos de la fe y de la entrega de hombres que, como Guglielmo Marconi, dedicaron su intuición, su inteligencia y su capacidad al desarrollo de ese medio nuevo que tanta parte había de tener en la historia de las comunicaciones entre las gentes, y tantas posibilidades iba a ofrecer a la Iglesia.

Comparando las imágenes de los primeros tiempos con las instalaciones y montaje actual, a la admiración y a la complacencia se une' una gran, exaltante esperanza: la esperanza de los futuros aún más maravillosos progresos a los que puede aspirar la humanidad en éste como en otros campos.

Bien lejos del ingenuo entusiasmo que la empresa, ciertamente maravillosa por su novedad y casi temeraria en sus días, del señor Montgolfier había suscitado en el cándido poeta, hasta hacerle dirigir a la humanidad la estupefacta pregunta: "¿Qué te falta ya? Romper hasta el dardo de la muerte" (V. Monti, al señor de Montgolfier, 35), bien lejos de semejante conmovedora exaltación, el hombre moderno, avezado a otras altas conquistas y a su incesante progreso, mira ya con la conciencia de la amplitud de los campos que hay que explorar, aun cuando con un orgullo que corre el riesgo de llegar a estar con frecuencia y peligrosamente fuera de medida, a las espléndidas aventuras abiertas aún a su inteligencia y a su capacidad de violar los secretos y de dominar las fuerzas de la naturaleza.

La Santa Sede, que estuvo en la vanguardia para animar al genio de Marconi y para recurrir confiadamente a su obra para que en las realizaciones de la ciencia se tributase el mayor homenaje que les corresponde, esto es, el de convertirlas en instrumento al servicio de la humanidad, la Santa Sede —digo— no puede menos de animar, también hoy, a los científicos y a los investigadores a escrutar cada vez más profundamente los misterios que los circundan y en los cuales se puede descubrir cada vez más luminosa "la gloria de Aquel que lo mueve todo" (Divina Comedia, pár. 1, 1).

Que sepan hacerlo con ese espíritu casi religioso, con esa encantadora modestia que hacía decir a Guglielmo Marconi, cercano a nosotros con su recuerdo, en esta sala dedicada a él, y en presencia de sus ¡lustres familiares: "Con la ayuda de Dios, que pone tantas misteriosas fuerzas de la naturaleza a disposición de la humanidad, he podido preparar este instrumento que proporcionará a los fieles de todo el mundo el consuelo de oír la voz del Santo Padre".

Y que pueda el "maravilloso instrumento de conversación mundial", que él donó a la humanidad, servir, nunca al diálogo de la mentira y del odio, sino siempre al diálogo que haga crecer el conocimiento, la comprensión, la colaboración pacífica entre pueblos y países. Así como continuará sirviendo para hacer resonar incesantemente, en todas las partes del mundo, con los idiomas más diversos, desde la humilde y sublime colina del Vaticano, "la palabra de bendición y de paz" del Vicario de Cristo.

 

 

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