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VIAJE APOSTÓLICO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II A EXTREMO ORIENTE

SANTA MISA DEL SECRETARIO DE ESTADO
EN LA LEPROSERÍA DE TALA

HOMILÍA DEL CARDENAL AGOSTINO CASAROLI

Martes 17 de febrero de 1981

 

Queridos hermanos y hermanas:

Doy gracias a Dios por la oportunidad de celebrar esta Misa con vosotros hoy. El privilegio de acompañar al Santo Padre en su visita pastoral a Filipinas, me proporciona ocasiones tales como ésta de experimentar la vitalidad de la fe de la Iglesia en vuestro país y palpar personalmente el testimonio de servicio que se está dando en nombre del Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo.

Es verdad que estoy aquí en representación del Papa. Pero quiero aseguraros que personalmente experimento gran alegría al cumplir este encargo. El Santo Padre me ha pedido que venga aquí a deciros su cariño y amor; en cambio él visitará a otras personas de Manila que padecen la enfermedad de Hansen. Las palabras del Papa a vuestros compañeros de sufrimiento se pueden aplicar a vosotros, y estoy seguro de que reflexionaréis sobre ellas.

Por mi parte, al celebrar la Eucaristía aquí con vosotros, quisiera recordaros las palabras del Apóstol Pablo: "Pues cuantas veces comáis este pan y bebáis este cáliz, anunciáis la muerte del Señor hasta que venga" (1 Cor 11, 26).

La muerte de Cristo que estamos proclamando aquí hoy es el precio pagado por nuestra redención del pecado y, por consiguiente, de la muerte. Pues es el pecado la causa por la que entró la muerte en el mundo, como nos recuerda San Pablo.

La muerte, que de momento pareció la derrota definitiva de Cristo, fue en realidad su victoria, su victoria sobre el pecado y la muerte, sobre el mal moral y los males que minan el cuerpo humano y lo llevan a la muerte.

En realidad, según hemos oído en la primera lectura de Isaías "él tomó sobre sí nuestras enfermedades y cargó con nuestros dolores... en sus Hagas hemos sido curados" (Is 53, 1-5). La victoria de Cristo fue y es nuestra victoria.

Este pensamiento es la fuente de nuestra alegría.

Y sin embargo, pues el pecado que está dentro de nosotros puede y debe ser vencido ahora, la destrucción de la muerte, de la "muerte enemiga" con las palabras del Apóstol Pablo, llegará la última, al final del tiempo.

Mientras tanto la muerte sigue dominando el mundo con sus secuelas dolorosas de enfermedad, sufrimiento y penas.

Estáis experimentando estas cosas —¡y con qué dureza!— en vuestro cuerpo y en vuestra mente.

Yo os deseo y es éste el mismo deseo del Papa, que vuestros sufrimientos de ahora se vean aliviados realmente, si no vencidos por completo, por el cuidado amoroso de los que os atienden y por los avances de la ciencia humana que ha entablado una lucha noble contra la enfermedad y el dolor.

Pero os deseo también que mientras tanto no olvidéis las grandes verdades cristianas que pueden y deben consolaros y transformar los sufrimientos que el Señor permite.

De hecho, con Cristo lo viejo pasó y todo se ha hecho nuevo, incluso el sufrimiento (cf. 2 Cor 5, 17).

Todo el que es bautizado en Cristo se transforma en criatura nueva, con nueva visión de sí mismo, de su vida y del mundo. Y esta persona puede decir: "Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí. Y aunque al presente vivo en carne, vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí" (Gál 2, 20). Y el cristiano considera sus propios sufrimientos como destinados a completar lo que todavía falta a los padecimientos de Cristo: sufrimiento redentor como el de Cristo, encaminado a la victoria final del amor de Cristo sobre el mal y la muerte.

Esta es la Buena Noticia que Cristo nos brinda e incluye lo que el Santo Padre me ha pedido que os comunique hoy, pues la muerte y resurrección de Cristo hablan de la profundidad del amor de Cristo a vosotros con mayor fuerza que lo puedan expresar las palabras. Por tanto, acudid a Cristo en vuestros sufrimientos. Ofreced la vida de Cristo que está en vosotros a vuestros hermanos y hermanas necesitados también de conocer su amor. Que el servicio al prójimo os lleve a una vida de oración más intensa y ofreced esta oración por la vida de la Iglesia.

Sé que me permitiréis dedicar una palabra en este momento a quienes trabajan con tanta entrega en la atención a los que residen en este centro. En nombre del Papa saludo a los administradores, doctores, enfermeras, técnicos y voluntarios que prestan ayuda, cuidados e interés a quienes sufren. Tenéis oportunidad especial de ver en el enfermo y el débil la presencia de Cristo que comunica gozo a vuestra vida.

Quiero también agradecer la colaboración bondadosa de los miembros de la Asociación filipina de la Soberana Orden de Malta. A través de su cooperación generosa los residentes de Tala han recibido grandes ayudas. Bajo el patronazgo de la fundación de Tala se ha establecido una escuela de artes y oficios titulada al cardenal Santos. Aquí el arte de la cerámica y la fabricación de azulejos permite a los residentes de Tala ofrecer a la sociedad una aportación útil. Ello no sólo les da posibilidad de gozar de cierto grado de independencia económica, sino que les da la experiencia de bastarse a sí mismos y de su valor individual. Admiro todo lo que habéis sido capaces de hacer aquí y os ofrezco mi estímulo.

Queridos amigos: El amor ejercitado en el servicio de nuestro prójimo, el sufrimiento que nos acerca al misterio de Cristo y la muerte que padeció Cristo por obediencia al Padre están íntimamente relacionados. En cada uno de estos hechos encontramos razones para proclamar una muerte que trae esperanza, consuelo y vida nueva a cada persona, la muerte de Cristo que ahora está resucitado de entre los muertos. Al continuar compartiendo este Sacrificio eucarístico, pidamos que en cada sufrimiento, en nuestro amor y también —sí— en nuestra muerte, nos hagamos más parecidos a Cristo que da vida al mundo.

 

 

 

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