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PALABRAS DEL CARDENAL AGOSTINO CASAROLI
ANTES DEL SOLEMNE FUNERAL DEL CARDENAL WYSZYNSKI

Plaza de la Victoria, Varsovia
Domingo 31 de mayo de 1981

 

Nos inclinamos reverentes y emocionados ante los restos mortales de un hombre, de un obispo que sus contemporáneos —como adelantándose al juicio de la posteridad— han inscrito ya entre los Grandes de la historia de la Iglesia y de su patria.

Parecía que la Providencia lo hubiese preparado a las grandes tareas que le reservaban las vicisitudes de Polonia, de Europa y del mundo.

Su inteligencia, su generosidad de corazón y su fortaleza de ánimo, templados por largos años de severa disciplina moral y espiritual, han hecho de él un protagonista, que no será olvidado, de las horas trágicas y heroicas de su tierra, un protagonista de la vida de la Iglesia de nuestros días.

El Señor le concedió ver coronado, por así decir, el milenio de fidelidad de su gente a Cristo, con la elección del primer Papa polaco, del primer Papa eslavo; y ahora le ha otorgado antes de cerrar los ojos a la luz de esta tierra, el gozo de verlo devuelto al amor y la esperanza de millones y millones de hombres, después de un atentado que ha horrorizado y estremecido al mundo.

Su amor a la Iglesia y a la patria no rehuía la lucha cuando se la imponía su conciencia. Pero en él la fortaleza iba unida a esa prudencia cristiana y a esa moderación responsable, que son también signo de amor.

Fue hombre de esperanza invencible. Una esperanza alimentada por la confianza en las virtudes de su pueblo y, sobre todo, por su fe en Dios y por su relación de amor filial con la Madre de Cristo, que fue fuerza y dulzura de su vida, tan plenamente vivida y a menudo tan llena de sufrimientos.

Ahora recemos por él. Recemos con él. Recemos por las que fueron, y sin duda siguen siendo, las grandes pasiones de su vida: la Iglesia y Polonia.

Esta Iglesia que sin él se siente más pobre en la tierra. Esta Polonia que corresponde con sus lágrimas, sus esperanzas y sus propósitos al amor que ha recibido de él.

 

 

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