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CARTA DEL CARDENAL AGOSTINO CASAROLI,
EN NOMBRE DEL SANTO PADRE,
A LOS PARTICIPANTES EN UN SIMPOSIO INTERNACIONAL
SOBRE LA EUCARISTÍA CELEBRADO EN TOLOSA
CON OCASIÓN DEL CONGRESO EUCARÍSTICO DE LOURDES

 

Al cardenal Hyacinthe Thiandoum,
Presidente del Simposio Internacional
sobre el tema "Responsabilidad, participación, Eucaristía''.
Tolosa (Francia).

Señor cardenal:

Con motivo de su reciente designación como presidente del Simposio Internacional que debe preceder en Tolosa al Congreso Eucarístico de Lourdes, el Santo Padre me ha encargado de manifestarle su aliento y sus deseos. El espera, en efecto, que las comunicaciones, los intercambios, los debates y los momentos de oración pongan claramente de relieve al mismo tiempo las necesidades del mundo en su realidad y la doctrina eucarística en su autenticidad.

Ciertamente, no todos los aspectos del misterio eucarístico —cuyo sentido principal es el de dar gracias en unión con la ofrenda de Cristo para la salvación del mundo— pueden ser objeto de estudio en el marco del Simposio: ésta será, entre otras, la tarea del Congreso Eucarístico, la de profundizar en el tema de "Jesucristo, pan partido para un mundo nuevo". Pero los debates que tendrán lugar en Tolosa no podrán ignorarlos y por ello, después de haber realizado un inventario de las necesidades humanas, se aplicarán expresamente a comprender cómo la dinámica efe la participación fraterna está para los cristianos vinculada a la Eucaristía y conduce a importantes compromisos en la práctica.

Los participantes harán bien en afrontar claramente, ante todo, la realidad del mundo y en particular de las regiones o de conjuntos humanos menos favorecidos, donde el hambre, pero también diversas amenazas, se proyectan sobre la vida del hombre o sobre sus derechos inalienables. Los cristianos deben tener el valor de reconocer tales situaciones concretas. Cristo mismo se identificó con aquellos que sufren hambre, con quienes pasan sed, con los enfermos, los extranjeros, los encarcelados. El multiplicó los panes y solazó a los enfermos. El invitó a todos y cada uno de los hombres a pararse ante su semejante necesitado, como el samaritano del Evangelio, a convertirse en prójimo suyo, y a proporcionarle una ayuda eficaz. Vuestro primer paso deberá ser, pues, el de encontrar de nuevo al hombre en su necesidad de justicia, de mutua solidaridad, de consideración respetuosa, de amor, y de realizar todo esto más allá y prescindiendo de las pantallas ideológicas, que con frecuencia clasifican a los hombres o enmascaran los problemas auténticos; deberá ser también el de investigar con la máxima objetividad posible las causas humanas de estas miserias, poniendo de relieve las realizaciones positivas emprendidas con el fin de solucionarlas.

La tarea original consistirá entonces en determinar de qué forma la fraternidad deseada se enraíza, por lo que toca a los cristianos, en la Eucaristía. Es ésta una perspectiva que hay que profundizar como conviene, de modo que este gran sacramento, este misterio, no quede reducido a una ética de reparto de bienes materiales, ni a un combate en favor de la justicia, aunque uno y otro sean necesarios. Este don, ¿no es ante todo el de Dios Padre, que da al mundo a su Hijo, verdadero Dios y verdadero hombre, salvador y hermano? Este don, ¿no es el de Cristo, que entrega su vida para la salvación del mundo y nos confía el memorial de esta entrega? Si Cristo da a los creyentes su pan de vida y los invita a que también ellos compartan su pan, es que ante todo ha liberado el corazón del hombre de su pecado y de su egoísmo, al precio de la ofrenda sacrificial de su cuerpo y de su sangre. Este don es también el don del Espíritu Santo, que esparce el amor en nuestros corazones a fin de que, participen en la comunión trinitaria. La "participación" se enraíza, pues, en la fuente divina y vuelve a ella, con el fin de completarse en el banquete del más allá.

La salvación querida y realizada por Cristo es la que abarca a todo el hombre; incluye en primer lugar la conversión, la renuncia al pecado que impide al hombre amar a Dios y al prójimo de acuerdo con el Evangelio. El pan que nos es dado recibir en la Eucaristía es el que desciende del cielo para injertar en nosotros la vida y la caridad de Cristo.

Es evidente que en esta óptica —en la que vosotros con toda razón insistiréis— la Eucaristía significa la caridad, la recuerda, la hace presente y la realiza, tal como escribía el Santo Padre en su Carta para el Jueves Santo de 1980: "Con este don insondable y gratuito, que es la caridad revelada, hasta el extremo, en el sacrificio salvífico del Hijo de Dios, del que la Eucaristía es una señal indeleble, nace en nosotros una viva respuesta de amor" (núm. 5). ¿Y cómo pretender amar a Dios sin amar al prójimo (cf. 1 Jn 4, 19)? "El auténtico sentido de la Eucaristía se convierte de por sí en una escuela de amor activo al prójimo... Ella, en efecto, demuestra qué valor debe de tener a los ojos de Dios todo hombre, nuestro hermano y hermana, si Cristo se ofrece a Sí mismo de igual modo a cada uno... Asimismo debemos hacernos particularmente sensibles a todo sufrimiento y miseria humana, a toda injusticia y ofensa, buscando el modo de repararlos de manera eficaz" (Carta Domenicae Cenae, 6).

Sí, la Eucaristía construye la Iglesia y llama sin cesar a la Iglesia a ser ella misma una comunión fraternal y un fermento de fraternidad en el mundo. En la Misa, antes de comulgar, pedimos a nuestro Señor Jesucristo la gracia de ser "fieles a sus mandamientos", que se resumen en la caridad.

No se trata sólo de pronunciar buenas palabras o de alimentar buenos sentimientos: la caridad se manifiesta necesariamente en los actos, en las actitudes concretas, en las responsabilidades de servicio, de participación y no sólo entre cristianos, sino también con relación a todos nuestros hermanos los hombres. La caridad presupone un compromiso efectivo y vigoroso: el grito de los que mueren de hambre y de violencia no puede esperar. La caridad busca siempre más justicia. Lo proclamaba Juan Pablo II en Saint-Denis el 31 de mayo de 1980: "El mundo querido por Dios es un mundo de justicia"; y añadía: "Los cristianos ni pueden ni quieren preparar este mundo de verdad y de justicia en el odio, sino sólo en el dinamismo del amor". Este amor no conoce ningún exclusivismo de personas, de clases sociales, de naciones, de razas, ni siquiera con relación a aquellos que se consideran "enemigos". Este es el espíritu de las bienaventuranzas. Y esto es, en definitiva, lo que caracteriza la solidaridad y la fraternidad que manan de la Eucaristía.

Cada cristiano alimentado por la Eucaristía está llamado a dar un testimonio de esta naturaleza en la familia, en su lugar de trabajo o de vida, sin que ello le exima de participar también en las iniciativas que se proyectan sobre las necesidades más universales, y en particular a las de los países menos favorecidos. Las comunidades cristianas deben también dar un testimonio comunitario. Se trata de hacer progresar la dinámica de la justicia y de la solidaridad, en las mentalidades y en las estructuras, pero siempre a partir de personas que tienen que convertirse de sus egoísmos personales y colectivos.

Un mundo más fraterno se construye también en colaboración con todos los hombres de buena voluntad, tanto si comparten como si no comparten nuestra fe. En el plano de las instancias sociales, económicas, jurídicas y políticas, nacionales e internacionales, es importante que los cristianos contribuyan a traducir su preocupación por la justicia y el amor en el espíritu de las decisiones y en los textos que se adopten. ¿No es cierto que el Simposio de Tolosa debe subrayar y fomentar esta clase de compromiso?

El Santo Padre desea que el conjunto de esta reflexión en profundidad sea provechosa para la Iglesia, constituya un feliz preludio al culto y a la meditación eucarísticas que caracterizarán el Congreso de Lourdes y le asegure una prolongación fructífera en el plano de la caridad. Y ruega al Espíritu Santo que guíe a todos los participantes, a los cuales envía de corazón su bendición apostólica.

A usted, señor cardenal, le confía el encargo de fomentar la buena marcha del Simposio, junto con los obispos que estarán presentes. Por mi parte, uno mis propios deseos a este mensaje de Su Santidad, al mismo tiempo que le expreso mi fraternal saludo.

Roma, 6 de julio de 1981

Cardenal Agostino CASAROLI
Secretario de Estado

 

 

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