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CONCELEBRACIÓN EUCARÍSTICA EN EL 750 ANIVERSARIO
DE LA MUERTE DE SAN ANTONIO DE PADUA

HOMILÍA DEL CARD. AGOSTINO CASAROLI

Domingo 6 de septiembre de 1981

 

Cuando en la grandiosidad y recogimiento de esta basílica llegan a su término las celebraciones litúrgicas conmemorativas del 750 aniversario de la muerte de aquel a quien los patavinos y cuantos vienen aquí desde todas las partes la tierra, llaman afectuosamente el "Santo", casi me parece ver reunidos hoy aquí con nosotros, y con el Santo Padre Juan Pablo II que, imposibilitado de venir, a Padua en esta ocasión, sin embargo está presente espiritualmente, a multitudes de hombres de todos los continentes que dirigen el pensamiento y la oración al; "Santo de todo el mundo", como lo definió el gran Pontífice León XIII.

De hecho, es bien difícil encontrar una ciudad o pueblo del orbe católico donde no haya un altar o, al menos, una imagen de Antonio de Padua; y su figura serena y pacificadora ilumina con su sonrisa millones de casas cristianas en las que por su medio la fe alimenta la esperanza en la Providencia del Padre celestial.

En efecto, Santo de la Providencia e intercesor dispuesto siempre y potente ante aquélla, es considerado y tenido por los creyentes, sobre todo por los mus humildes e indefensos, y no sólo por éstos. Este hijo de la generosa tierra portuguesa, que abordó no por voluntad propia en las playas de Sicilia y de allí subió hasta Asís, donde todavía irradiaba la presencia del "Pobrecillo", y luego al norte de Italia para hacer, por fin, de esta ilustre ciudad su ciudad, vinculada indisolublemente a su nombre a lo largo de los siglos.

El Santo a quien el Papa Pablo VI llamó una vez con primorosa expresión "este querido San Antonio, amado, bueno, e incluso muy cortés, pues se prodiga en servir sigue ejerciendo su hechizo extraordinario en numerosos fieles, seguros de encontrar en él escucha paciente y bien dispuesta incluso en las pequeñas dificultades y contrariedades de la vida cotidiana y, más aún, en las más grandes, que empujan al hombre a recurrir a alguien que apoye y dé eficacia a su súplica a Dios.

"Si quaeris miracula...". Este himno antiguo que compuso Juliano de Espira poco después de la canonización de Antonio, es decir, al año o poco más de su muerte, sigue expresando la relación de muchos cristianos con el taumaturgo de Padua. Y a veces parece como si este tipo de relación empobreciera un poco la figura del Santo e incluso favoreciera formas poco claras de religiosidad popular.

Lejos de mí turbar el clima de confianza creado a lo largo de siglos de experiencia y que ha dado lugar a lo que se ha llamado con razón "el fenómeno antoniano".

Pero en una circunstancia excepcional como ésta y después de que un nuevo florecer de estudios entusiastas ha tratado de redescubrir, por así decir —y lo ha conseguido—, la estatura auténtica y verdadera dimensión del Santo de Padua, es obligado preguntarse si acaso no tiene otro mensaje más vasto, más elevado, que lanzar al mundo recogido este año en el recuerdo de aquel lejano 13 de junio de 1231, cuando en la soledad del eremitorio de Arcella y a la vuelta de su refugio de Camposampiero, este gran hijo de San Francisco lo siguió a casi cinco años del tránsito a su Padre, cumpliendo en sí lo que había escrito en un sermón sobre la resurrección del Señor: "Cuando el alma llega a esta altura, entonces falla el vigor del cuerpo, y el rostro palidece y la carne flaquea".

Su muerte, prematura en relación con los años de su peregrinación terrena, coronó una vida tan resplandeciente que jamás hubiera podido alcanzar mayor luminosidad ni alturas mayores.

Los diez años últimos de su peregrinación breve y, a la vez, intensa los había dedicado a la enseñanza y al trienio de gobierno provincial, al ministerio sacerdotal y sobre todo a la predicación. A partir del comienzo imprevisto y sorprendente de Forlí, se transforma en heraldo de la Palabra, y recorre incansable el norte de Italia y el sur de Francia, y vuelve a Italia hasta la Cuaresma, que predicó aquí en Padua en vísperas del fin de su vida, exhausto y sin fuerzas, pero con una oratoria que arrastraba, tejida de enseñanzas y ejemplos. " La vida —del predicador— debe ser entusiasta, y luminosa la doctrina", dejará escrito.

Entre sus oyentes figuran también doctores y poderosos —en la primavera de 1228, el Papa Gregorio IX quiso que predicara a los cardenales y a la Curia Romana—, pero su público habitual estaba constituido por multitudes inmensas, formadas en su mayoría por gente sencilla y pobre.

Sin embargo, las enseñanzas que impartía a unos y a otros, eran fruto de preparación honda y prolongada. ¡Oh, los años serenos de meditación y estudio durante la adolescencia y la juventud especialmente en el silencio solemne de los claustros agustinos de Lisboa y de Santa Cruz de Coimbra, cual atleta que la gracia preparaba misteriosamente a la aventura extraordinaria que lo convirtió en uno de los primeros franciscanos egregios, ejemplo de humildad, pobreza y penitencia, y portador al mismo tiempo —en la Orden apenas nacida— de la exigencia de fuerte interés cultural que Francisco llegó casi a temer como peligro contra "el cultivo de la oración y el espíritu de devoción" que él entendía era deber primario y fundamental de sus frailes!

Las antiguas representaciones del Santo lo muestran con el símbolo de la ciencia y la sabiduría en la mano: un libro. Es la sabiduría precisamente, más que su poder taumatúrgico, lo que cantan cual característica excepcional suya, los contemporáneos de Antonio.

Su cultura, que no despreciaba el conocimiento de las ciencias humanísticas ni tampoco las naturales, ya desde los comienzos se centró, a decir verdad, en el Libro sagrado, la Biblia. Luego de haberle escuchado, Gregorio IX llegó a llamarlo "Arca del testamento" y "Estuche de las Sagradas Escrituras". Y dice la tradición que cuando el mismo Pontífice lo canonizó en Espoleto, se dirigió a él con la invocación: "O Doctor optime Antoni...!", reconociéndole así Doctor de la Iglesia

Este reconocimiento fue ratificado solemnemente en 1946 por el Papa Pío XII. Pero lo que más me impresiona es el calificativo que se le atribuye cual distintivo entre otras lumbreras de la Iglesia que llevan nombres ilustres y títulos sugestivos: ¡el calificativo de Doctor Evangelicus!

A la luz de este título me parece descubrir el verdadero mensaje que San Antonio de Padua nos dirige a nosotros en particular, hombres de finales del siglo XX de la era cristiana.

Este mensaje se encuadra en la obra taumatúrgica, en la "cortesía" en escuchar y servir de que hablaba el Papa Pablo VI, la cual casi ha ocultado a los ojos de muchos cristianos el verdadero rostro del Santo, el de Doctor y evangelizador. Pues al igual que los Apóstoles de Jesús enviados al mundo, predicó y hoy quiere seguir predicando el Evangelio de Cristo, y lo hace "Domino cooperante et sermonem confirmante, sequentibus signis" (Mc 16, 20). Los signos maravillosos, manifestación de amor y bondad, que el pueblo cristiano continúa atribuyendo a la intercesión del Santo, van encaminados principalmente a confirmar a los hombres en la verdad, a reforzar su fe vacilante o despertarla si está dormida, a que doctos e indoctos acojan la luz del Evangelio.

Con acierto se ha elegido por lema del año antoniano la afirmación de Cristo sobre sí mismo que Antonio hizo suya: "Evangelizare pauperibus misit me" (Lc 4, 18), "Dios me ha enviado a evangelizar a los pobres".

De esto, del Evangelio tiene necesidad el mundo de hoy. Del Evangelio, de su doctrina y espíritu.

Apareció en el mundo hace casi dos milenios cual luz en las tinieblas y mensaje de esperanza; anuncio de alegría para los inciertos, los oprimidos, los desilusionados, los descorazonados; fuego de amor traído a la tierra para que se inflame.

Después de tantos siglos de que la voz del Maestro se alzó en un rincón perdido del gran Imperio de Roma y se difundió por todo el orbe debemos cuestionarnos sobre lo que ha sido hoy de esa luz, de esa esperanza, de ese fuego; sobre cuántas miradas se dirigen a ese cielo que El nos abre para mostrarnos al Padre e indicarnos el camino que lleva hasta El; sobre cuántos corazones aceptan de verdad su ley de amor y fraternidad que no conoce barreras ni límites, ni odios, ni injusticias, ni opresiones, ni guerras.

Cuando el hombre moderno muchas veces se interroga angustiado sobre su existencia y su destino; cuando la humanidad llega incluso a preguntarse si acaso no está a punto de quedar aplastada de un momento a otro bajo sus últimos éxitos crecientes en la ciencia y en la técnica, esta voz siempre antigua y siempre nueva debe resonar con fuerza e insistencia renovados sobre la tierra.

A ello nos invita a nosotros, sacerdotes y cristianos todos, el Doctor Evangélico. E invita a todos a no cerrar los ojos á esta luz, ni el oído y el corazón a tan gran mensaje que es mensaje de salvación, justicia, amor y paz. Descienda su bendición sobre Italia y sobre el mundo; y surja una nueva primavera de esperanza a la luz de la Buena Nueva para la humanidad entera.

 

 

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