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ACTOS CONMEMORATIVOS DEL VIII CENTENARIO
DEL NACIMIENTO DE SAN FRANCISCO DE ASÍS

HOMILÍA DEL LEGADO PONTIFICO, CARDENAL CASAROLI,
EN LA BASÍLICA DE SAN
FRANCISCO

Domingo 4 de octubre de 1981

 

Sobre el trasfondo entretejido de luces y sombras de la Iglesia y de Europa entre el final del siglo XII y principios del XIII, destaca luminosa y paradójica, gigantesca en su aparente fragilidad, la figura de Francisco de Asís. Así se le apareció en el sueño revelador al Pontífice Inocencio III, en actitud de sostener la vacilante majestad de la basílica Lateranense, "Mater et Caput omnium Ecclesiarum".

1. A nosotros, que podemos contemplar hoy los frutos ricamente madurados en estos casi ocho siglos desde sus vicisitudes terrenas, como nutridos por la inexhausta linfa vital del árbol franciscano, no nos resulta difícil reconocer, por esto, su característica nativa, genuina y profundamente evangélica.

A los contemporáneos que no podían ciertamente presagiar este futuro, la persona y la acción de Francisco, tan nuevas, tan extrañas a los esquemas comprobados por siglos de experiencias y confirmados autorizadamente, no exentos —en la superficie— de semejanzas poco tranquilizadoras, y por asonancias inquietantes, fácilmente les pudieron parecer —como parecieron desde el principio— extrañas y sospechosas.

Y sublime locura fue en realidad la del hijo de Pietro Benardone. Pero tan transparentemente inspirada en la de Jesús de Nazaret, que irrisiones y desconfianzas dejaron bien pronto paso a la veneración y espera gozosa de una desbordante primavera de la Iglesia, bendecida en aquel tiempo también por la más contenida, pero también vivísima empresa apostólica de Domingo de Guzmán y de sus Predicadores.

Mérito de ambos fundadores fue su resuelta y nítida adhesión a la Iglesia católica —herida por tantas deficiencias de sus hijos y de su misma jerarquía, pero siempre Madre— y especialmente la veneración y la obediencia profesada e inculcada hacia el Magisterio y la autoridad de los sucesores de Pedro; mérito de éstos es el haber sabido comprender la autenticidad del carisma de los grandes innovadores y haber sostenido, defendido y orientado su acción, para el mejor servicio de la comunidad cristiana.

2. Tan impresionante fue la admiración por fray Francisco que ya a los hombres de su tiempo pareció poco cuanto él había hecho por su Señor y lo que Dios había hecho por él. La leyenda quiso responder a la sed de lo maravilloso, que la misma maravilla de su vida parecía haber agudizado, más que satisfecho.

Incluso su nacimiento, del que hoy inauguramos la conmemoración ocho veces centenaria, se imaginó parecido al de Cristo. Pero signo de la novedad que él debía traer a la Iglesia pudo ser inconscientemente el cambio, querido por su padre, de su nombre, Juan —nombre de antigua y noble tradición cristiana y, antes ya judía— en el de Francisco —inusitado entonces y escasamente significativo—, nombre que él haría tan preclaro y glorioso.

3. Si yo me pregunto a qué se puede tratar de reducir la esencia de esta novedad, me parece que consiste en que Francisco de Asís supo hacer descubrir de nuevo a los cristianos de su siglo y a los de los tiempos posteriores, el gusto áspero y robusto del Evangelio tal como es, genuino y sincero; que sólo a quien sabe aceptarlo y se esfuerza por vivirlo en su integridad descubre la oculta dulzura, por la que es para los hombres fuente de perfecta alegría.

Aspereza de penitencia y exuberancia de alegría marcan la existencia de fray Francisco desde el momento de su plena conversión a Dios, o mejor, se funden en una armonía que hace de ella algo singular, único. E inimitable en su perfección.

Ciertamente él tuvo entre sus primeros y lejanos discípulos quienes supieron acercarse a esa perfección. Gracias a Dios, esta capacidad no se ha agotado ni siquiera en nuestros días. Pero una imitación tan admirable de Cristo parece privilegio de no muchos elegidos, aun entre los numerosos a quienes ha atraído y continúa atrayendo con fuerza el ideal franciscano.

4. Precisamente un ideal. Luz que brilla e ilumina; señala un camino que lleva a una meta plenamente alcanzable para pocos, como faro que parece alejarse a medida que nos empeñamos en acercarnos a él.

Pero ésta es su victoria: haber encendido y continuar encendiendo en innumerables almas el deseo, el esfuerzo, la esperanza de una perfección tan alta que no parece de este mundo; aun cuando algunos —antes que nadie Francisco— han demostrado lo contrario.

Y una de las penas que más dolorosamente sintió el fundador de los Hermanos Menores parece haber sido ésta precisamente: tener que darse cuenta de la distancia que separaba la belleza radiante de un propósito de vida angélica en carne humana, de la capacidad de realizarla para los más, incluso entre los que se sentían arrebatados por ella.

La "Regula Bullata" de 1223, que también él redactó, o quizá mejor, aceptó obediente y confiado como estaba en la sabiduría práctica y amiga de la Sede Apostólica, y en particular del cardenal que había pedido él como protector de la Orden, Ugolino, obispo de Ostia, quien al llegar a Papa con el nombre de Gregorio IX, se sentiría apremiado, pocos años después, a proclamar la santidad de Francisco; esa Regla, digo, debió parecerle un poco como águila con las alas despuntadas mientras él soñaba falanges de discípulos dispuestos a darse temerariamente con él "al vuelo loco" (cf. Dante. Inf. C. 26, 125).

El testamento de 1226, en la víspera casi de su muerte, pareció a alguno como "el último aletazo" de Francisco para reafirmar en su integridad con palabras, además de con el ejemplo de la propia vida, la pureza de su ideal.

Este documento, sin fuerza jurídica, que, según su autor "es un recuerdo, una admonición, una exhortación", ha continuado siendo fuente de inspiración profunda para todo el movimiento franciscano.

5. Las palabras que le dirigió el Crucifijo en San Damián: "Anda, repara mi casa que, como ves, está en ruinas", Francisco las había tomado a la letra; asumió, pues, como un honor la reconstrucción con sus manos de aquellas paredes vacilantes. Pero el mandato del Señor era más amplio y comprometido; y Francisco, quizá sin darse cuenta del todo enseguida, lo realizará fielmente entregándose, junto con sus discípulos, a la reforma de toda la Iglesia de Dios mediante la predicación y el ejemplo, con perfecta obediencia y reverencia —y ésta fue la característica y garantía de la autenticidad de su obra reformadora— a la legítima autoridad de la Iglesia, sobre todo del Papa.

También hoy, y quizá hoy por más razones de manera particular, la Iglesia necesita una acción que tutele y le devuelva su belleza evangélica que debe ser su característica, en la pureza de la doctrina y en el heroísmo de la caridad. Una acción generosa, valiente, realizada siempre en unión con aquellos —Papa y obispos— a quienes el Espíritu Santo ha confiado el gobierno espiritual.

En su opción de vida, Francisco de Asís tomó como esposa —para sí y para los suyos— a la pobreza, pobre entre los más pobres, "menor" entre los menores, entre los rudos, los ignorantes, los enfermos más repugnantes, los deshechos de la sociedad. Así le ha cantado nuestro sumo poeta; así le han visto, admirado, los contemporáneos y los que vendrían después.

Para él fue el medio de hacerse perfecto imitador de Cristo. Fue un medio para asegurarse completa libertad.

Una objeción se presenta al espíritu moderno: antes que rebajarse a estar entre los pobres y hacerse uno de ellos, ¿no es más cristiano tratar de levantarlos de su miseria a un nivel digno de hombres?

El ejemplo de San Francisco no contradice la afirmación implícita en esta pregunta. Pero parece querernos enseñar que, prescindiendo de toda motivación mística y ascética de su opción, llegando a captar precisamente la abyección de los miserables, compartiendo su sufrimiento, su humillación, sus forzadas renuncias, sólo identificándose así con ellos, es posible darse totalmente, sin reservas o cansancios, al duro trabajo de su redención.

Redención que, para Francisco, fue esencialmente religiosa y moral. Pero el razonamiento vale igual para la redención social del pobre.

6. ¡Mucho, pues, tiene que enseñar Francisco de Asís también a nuestro tiempo!

Es de desear que este año ocho veces centenario de su nacimiento lleve a muchos a reflexionar, atraiga a muchos a la imitación.

¡Que sea un año de gracia!

¡Que pase nuevamente su figura, pobre y luminosa, por los caminos del mundo; por los caminos de esta Italia que lo tiene como Patrono singular; que pase por los palacios a los cuales no desdeñó entrar, recordando que también allí pueden anidar dolor y miseria; por las casas y barrios de los pobres que fueron sus amigos predilectos! ¡Que pase, llevando el mensaje evangélico, tan exigente y, al mismo tiempo, tan exquisitamente poético y tan profundamente humano! ¡Que pase repitiendo a cada uno de los hombres de nuestros días, a todos los pueblos del mundo, su saludo: "El Señor te dé paz"!

i Y nosotros le seguiremos, susurrando: Quam pulchri pedes...! ¡Qué hermosos son esos pies, doloridos por el largo camino, llagados por las piedras y las zarzas de tantos senderos, heridos por los clavos que traspasaron los de su Señor: los pies de nuestro grande y amable Hermano, que vuelve a anunciar la paz, a anunciar el bien: a todos los hombres de buena voluntad!

 

 

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