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INTERVENCIÓN DEL CARDENAL ROGER ETCHEGARAY
EN UNA MESA REDONDA
COMO PREPARACIÓN PARA LA CONFERENCIA
CONTRA EL RACISMO


Ginebra, 3 de agosto de 2001

Muchas gracias, señora Mary Robinson, por haberme invitado a participar en esta mesa redonda, como preludio de la Conferencia mundial contra el racismo, que se celebrará simbólicamente en Durban, República Sudafricana, cuyas frágiles cicatrices del apartheid muestran hasta dónde puede llegar el desprecio del hombre. Testigo durante quince años de tanto horror y vergüenza en todos los continentes, ¿qué puedo decirles ahora en cinco minutos?

Vivimos en una época en que las evidencias más elementales necesitan ser demostradas, proclamadas e, incluso, pregonadas a los cuatro vientos para que se impongan. Así sucede con el racismo. No se transige con él, se lo destierra dondequiera que se camufla y se lo combate con ahínco. Jamás se podrá desterrar totalmente este mal, que no cesa de renacer de sus cenizas; aunque su nombre se ha desacreditado, la realidad racista sigue viviendo, hoy más que nunca, bajo máscaras diversas. ¿Cómo explicar tal persistencia, después de tantas campañas, intensas y generosas, por parte de las Naciones Unidas, de las Iglesias y de numerosas organizaciones no gubernamentales?

El racismo es una llaga que sigue misteriosamente abierta en el costado de la humanidad. Frente a su extensión y a su trivialización, el antirracismo de ayer parece hoy poco adecuado, y no sólo hace falta reavivar sus convicciones permanentes, sino también renovar sus argumentaciones e incluso cambiar algunas veces su blanco. Algunos analistas han llegado a decir que el racismo tiene su doble en un cierto antirracismo:  existe una forma de militancia que, lejos de debilitar el racismo, lo acentúa. La noción misma de racismo se ha de usar con discreción, porque se corre el riesgo de diluirla, clasificando bajo su nombre cualquier tipo de comportamiento injusto.

Un debate sobre el racismo no puede prescindir de su historia. No se aparta de un manotazo, como un mosquito molesto, el zumbido de un pasado mancillado por el hastío del hombre hasta la negación de lo humano. Esta memoria es necesaria para aclarar y orientar el presente por el camino de la justicia, pero no debería resultar abrumadora. Nadie puede permanecer prisionero de su pasado, por grave que sea. La memoria se cura como el cuerpo; está llamada a dejarse purificar, pero no a ser manipulada. "La novedad liberadora del perdón debe sustituir a la insistencia inquietante de la venganza", dice el Papa Juan Pablo II, que invita a una relectura de la historia:  "Este es un verdadero desafío, incluso de orden pedagógico y cultural. ¡Un desafío de comportamiento civilizado!" (Mensaje para la Jornada mundial de la paz de 1997, n. 3:  L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 20 de diciembre de 1996, p. 10).

En una anatomía del racismo, no se puede hoy observar solamente los movimientos de los hombres y los pueblos, sino también el funcionamiento de los Estados y las naciones, sobre todo cuando una nación tiende a convertirse en la medida suprema de sus ciudadanos, identificándose con una etnia. Además, como nos enseña Juan Pablo II, "la historia ha mostrado que (...) cuando los Estados ya no son iguales, las personas terminan por no serlo tampoco. De esta manera, se anula la solidaridad natural entre los pueblos, se pervierte el sentido de las proporciones y se desprecia el principio de la unidad del género humano" (Discurso al Cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede, 15 de enero de 1994, n. 7:  L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 21 de enero de 1994, p. 19).

Tras el descubrimiento del nuevo mundo, la gran cuestión que surgió y que los entendidos discutieron fue:  "Dime qué es un hombre. ¿Los indios tienen alma?". Hoy, recorriendo el mundo entero, ¿quién podría pretender que no se formule aún con tanta urgencia, con tanta extrañeza? Frente a los puntos de referencia que se desplazan o se esfuman, el hombre moderno titubea, duda de sí mismo, y el combate antirracista llega a un punto muerto. Este combate es como una guerra de desgaste; es, sin duda alguna, el más duro de todos los combates por los derechos del hombre.
Tiene por objeto la igualdad fundamental de todos los hombres, y constituye una especie de desafío del espíritu contra la naturaleza, puesto que en los hombres se acentúa más la diversidad que la igualdad. Reconocer que el otro, en su diversidad, es verdaderamente igual a mí, resulta difícil y entraña innumerables consecuencias. Nada más natural que decir "todo hombre es mi hermano", y vivir esta fraternidad, sobre todo cuando la Biblia, en el relato de Caín y Abel, revela nuestro origen:  todos somos descendientes de un criminal fratricida.

Como hombre de Iglesia, quiero proponeros una idea más que un programa. En la lucha contra el racismo, nadie debería ser reducido únicamente a su carácter racista, por obstinado que sea. Él también es "mi hermano". El Evangelio da a cada uno la posibilidad de cambiar la actitud racista. La Iglesia es muy consciente de las flaquezas históricas o actuales de algunos de sus miembros; pero toda discriminación racial se sitúa en las antípodas de su fe cristiana, y el respeto total del otro significa mucho más que resignarse a la tolerancia como a una prueba inevitable.

Señora Mary Robinson, acompaño con mi oración a su equipo hasta Durban, para que la Conferencia mundial, de la que usted se encarga en nombre de las Naciones Unidas, sea verdaderamente signo de que todos los hombres y mujeres, del primero al cuarto mundo, están llamados a entrar juntos en el "mundo global" para vivir en él libres y felices. En un libro editado por la Unesco hace más de treinta años (El derecho de ser un hombre), el director de entonces, René Maheu, concluía su prefacio con estas palabras:  "Por grandes que hayan sido los esfuerzos realizados y los progresos alcanzados, y por heroicos que hayan sido los innumerables sacrificios, el precio de la libertad del hombre aún no ha sido pagado por el hombre, ni siquiera ha sido definido según su justo valor. (...) En este mismo momento, millones de seres humanos, semejantes nuestros, aplastados o sublevados, nos esperan a ti y a mí".

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