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HOMILÍA DEL CARDENAL ANGELO SODANO,
SECRETARIO DE ESTADO,
EN LA MISA CELEBRADA EN QUITO


Domingo 8 de diciembre de 2002

 

"Desbordo de gozo con el Señor y me alegro con mi Dios" (Is 61, 10). Con estas palabras de la antífona de entrada de la santa misa de hoy, expreso mi profunda gratitud al Señor por encontrarme aquí, en esta tierra bendita del Ecuador.

Quiero, ante todo, dirigir un deferente saludo, lleno de cordialidad, al señor presidente de la República, ing. Gustavo Noboa Bejarano, y a las distinguidas autoridades que participan en esta celebración eucarística. Para todos mi reconocimiento por el servicio que prestan al amado pueblo ecuatoriano y por los esfuerzos con que se dedican a la búsqueda del bien común y del verdadero progreso.

Con un espíritu fraterno, como un abrazo de comunión, saludo asimismo al señor cardenal Antonio González Zumárraga, arzobispo de Quito, y a cada uno de los señores arzobispos y obispos del Ecuador, pastores y guías del pueblo de Dios que peregrina en estas tierras. También deseo manifestar mi gran afecto a los sacerdotes y diáconos, ministros de Dios y de la Iglesia, que día a día, "aguantando el peso del día y del calor", contribuyen con su acción pastoral al crecimiento y desarrollo de la fe entre sus hermanos.

Me dirijo también a los religiosos y religiosas que, fieles al llamado del divino Maestro, viven su consagración al Señor, enriqueciendo con su carisma a estas Iglesias particulares. Finalmente, saludo a todos los fieles, hermanos en Cristo, llamados a formar parte del pueblo de Dios, a dar testimonio cristiano siendo "sal de la tierra y luz del mundo" en esta hora histórica y en esta tierra bendita.

Siempre he conservado un grato recuerdo del pueblo ecuatoriano, al que conozco y estimo desde hace más de cuarenta años, cuando en septiembre de 1961 llegué por primera vez a Quito como agregado a la nunciatura apostólica. Recuerdo con cariño al cardenal De la Torre, al nuncio Bruniera, así como a tantos beneméritos sacerdotes, religiosos y laicos de esta tierra. Hoy, el Señor me concede la gracia de encontrarme de nuevo aquí.

Soy portador del saludo y la bendición del Papa. Como bien sabéis, se siente muy cercano a cada uno de vosotros en sus ya 25 años de pontificado. Esa cercanía tuvo un momento privilegiado cuando les visitó en el año 1985 y, además de esta capital, pudo llegar hasta Latacunga, Cuenca y Guayaquil, acogiendo en su corazón a todos los ecuatorianos, del campo y de la ciudad, de la sierra, de la selva y de la costa, hasta las islas Galápagos. Con su saludo, me ha encargado expresamente que os haga presentes sus mejores deseos en orden a un progreso espiritual y material del país.

Me alegra que esta visita al Ecuador coincida con la fiesta de la Inmaculada Concepción de María. Hoy es fiesta en todo el orbe católico; este día adquiere un sabor especial en Quito, donde tanto se venera a la Madre del Señor y, bajo esa invocación, es tenida como celestial patrona.

Esta fiesta pone de relieve un privilegio singular de María de Nazaret, que, en previsión de los méritos de Cristo, fue preservada desde su concepción de toda mancha de pecado. Es así Inmaculada o, como dicen los orientales, "Toda Santa", pues no hay en ella ni pecado ni sus tristes consecuencias. Es imagen de lo que están llamados a ser la Iglesia y cada uno de sus hijos, como reza  el prefacio de la misa de hoy:  "comienzo e imagen de la Iglesia, Esposa de Cristo, llena de juventud y hermosura".

La Inmaculada se presenta así como llena de hermosura. Por eso, el pueblo cristiano la ha invocado y cantado como la "Tota pulchra". Nosotros no hemos tenido el privilegio de ser inmaculados como ella; sin embargo, en nuestra existencia, con la ayuda de la gracia de Dios, estamos llamados a ser santos y, de ese modo, gozar de la misma gloria que ella tiene en el cielo.

La llamada a la santidad es tan antigua como el cristianismo mismo, pues Jesucristo inicia su misión pública con este llamado:  "Convertíos y creed en el evangelio" (Mc 1, 15). Toda nuestra existencia  debe estar orientada a alcanzar esa meta, pues "esta es la voluntad  de  Dios:  vuestra santificación" (1 Ts 4, 3), un compromiso que no atañe sólo a algunos, sino a todos los bautizados. La oración asidua, la participación en la eucaristía dominical, el recurso frecuente al sacramento de la reconciliación, el incremento de la formación cristiana, la práctica de las obras de caridad, la promoción de la justicia, el ejercicio de las virtudes son, entre otros, los medios principales de santificación que el Papa Juan Pablo II, en la carta apostólica Novo millennio ineunte, que se podría calificar como el gran programa eclesial para el tercer milenio, señala como convenientes en este itinerario hacia la santidad.

La santidad, que en María inmaculada brilla de modo excepcional y para nosotros es una meta a alcanzar con la ayuda de la gracia de Dios, compromete a cultivar los valores cristianos y humanos fundamentales, no sólo en la esfera de lo personal, sino también en la vida pública y social. Tenemos que procurar, con todas las fuerzas, el bien común, cooperando de forma generosa y solidaria a la edificación de una sociedad cada vez mejor, más justa, más libre. Todos deben dejarse guiar en su actuación por los valores éticos inscritos en la naturaleza misma del ser humano.
El Ecuador, rico en raíces cristianas y con nobles tradiciones católicas, es una sociedad con una alta vocación democrática en el conjunto de América Latina. Ese patrimonio espiritual justifica una esperanzadora confianza ante el futuro. Es preciso tener en cuenta la necesidad de una referencia a los valores últimos y a la verdad suprema que guíe y oriente la acción pública, pues como escribe el Papa en la encíclica Centesimus annus:  "Las ideas y las convicciones humanas pueden ser instrumentalizadas fácilmente para fines de poder. Una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia" (n. 46).

María inmaculada nos precede y acompaña en el camino hacia Dios; es nuestra abogada y poderosa intercesora. Nos unimos cariñosamente a ella para confiarle nuestra vida, nuestros gozos y esperanzas, nuestras preocupaciones y éxitos, seguros de que sabrá presentarlos a su divino Hijo.

¡Oh María inmaculada!, ante ti nos presentamos hoy, repitiendo con el arcángel Gabriel:  Ave María, llena de gracia; con toda la Iglesia te decimos "Tota pulchra", toda hermosa, tú, que eres la gloria, la alegría, el honor de nuestro pueblo.

Ante la imagen que te representa gloriosa hacia el cielo y vencedora de la serpiente, te damos gracias por todos los dones que has concedido al querido pueblo ecuatoriano, por los frutos de santidad que han madurado en estas tierras, por la fe católica que aquí ha perseverado desde hace casi cinco siglos.

Mirando al futuro, nos confiamos a tu intercesión y nos entregamos en tus brazos amorosos. Mira a quienes sufren en el cuerpo o en el espíritu, y sé fuente de abundante consuelo para todos.
Da a los jóvenes un anhelo por la belleza que tú reflejas y que tiene su origen en la belleza de Dios.
Concede a las familias el don de la fidelidad, del amor y de la concordia.

Bendice a todos los hijos del Ecuador, los que viven aquí y los que han emigrado en búsqueda de mejores condiciones de vida para sí y para los suyos, pero que, aunque lejos de la patria, te llevan siempre en el corazón.

Tú, que eres Reina de los Apóstoles y estabas con ellos en el cenáculo cuando vino el Espíritu Santo, mira con amor de Madre a los obispos, sacerdotes y demás ministros de la Iglesia, para que con fidelidad y fuerza trabajen por la difusión del Evangelio, haciendo de todos los pueblos la gran familia de los hijos de Dios.

De modo particular te pedimos hoy por el  Santo  Padre, el Papa Juan Pablo II, el Papa que se proclama "Todo tuyo", para que seas tú siempre su ayuda y su consuelo.
Aparta siempre de nuestros horizontes el flagelo de la guerra.

Tú, que eres Reina de la paz, concede el don de la concordia a todos los pueblos y, como Madre del Amor hermoso, intercede por nosotros, para que podamos vivir unidos bajo el vínculo de la caridad, como hijos del mismo Padre celestial, y colaboremos unánimes en la construcción de la civilización del amor.

Y, cuando llegue la hora de nuestra muerte, acude solícita en nuestra ayuda, recibiéndonos en tu regazo materno para presentarnos a Jesús, fruto bendito de tu vientre.
A él la gloria y el honor por los siglos de los siglos. Amén.

 

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