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SANTA MISA CON LOS NUNCIOS APOSTÓLICOS DE ORIENTE MEDIO
PRESIDIDA POR EL CARDENAL SECRETARIO DE ESTADO

HOMILÍA DEL CARDENAL PIETRO PAROLIN

Capilla Paulina
Sábado 4 de octubre de 2014

 

Nuestra reunión es fruto de la paz traída al mundo por Cristo, que se convierte en don para todos nosotros, en Eucaristía, viniendo a alimentarnos todos los días con la novedad de su vida divina; y está iluminada por la noble y santa figura de san Francisco, que testimonia el camino de la caridad, de la humildad y de la pobreza como sendas privilegiadas para llegar a ser verdaderamente criaturas nuevas, capaces de comprender y cumplir la voluntad del Padre y llegar a la salvación.

El santo de Asís nos enseña la razón, la valentía y la paciencia del diálogo, incluso con los más lejanos, para que, conquistados por la pureza de nuestras intenciones, puedan arrepentirse y desistir de sus proyectos de violencia y abuso.

Hoy celebramos esta santa Eucaristía con conmoción por todo lo que está sucediendo en algunos países de Oriente Medio.

Nos sentimos profundamente preocupados al ver la creciente amenaza a la paz y turbados por las condiciones de las comunidades cristianas que viven en los territorios entre Siria e Irak, controlados por una organización que desprecia el derecho y adopta métodos terroristas para intentar expandir su poder.

Por eso dichas comunidades, que desde los tiempos apostólicos viven en esa tierra, tienen que afrontar situaciones de grave peligro y abierta persecución, y con frecuencia se ven obligadas a abandonar todo y a escapar de sus hogares y de su país.

Es triste constatar cuán persistentes y activas son las fuerzas del mal y cómo en algunas mentes corruptas ha ganado terreno la convicción de que la violencia y el terror son métodos que se pueden usar para imponer a los demás la propia voluntad de poder, disimulada incluso con la pretensión de consolidar una determinada concepción religiosa.

Se trata claramente de una perversión del auténtico sentido religioso, que tiene efectos dramáticos y al que es necesario responder. La Iglesia no puede permanecer en silencio ante las persecuciones que sufren sus hijos, y la comunidad internacional no puede permanecer neutral entre los agredidos y el agresor.

«Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti» (Salmo 15). Así reza el salmista. Él, a quien no faltan dificultades y adversarios violentos, se dirige confiado al Señor. Los impíos y sus maquinaciones no lo descorazonan, porque sabe que su vida está en las manos de Dios. Sabe que su auténtica fuerza y seguridad es el Señor, que le da paz y alegría y está preparando para él un futuro definitivo de felicidad. Por tanto, una alegría que no desaparece ni siquiera en la tribulación y en el peligro, puesto que se funda en Dios. Una alegría como la que experimentó san Francisco, hasta tal punto unido a Cristo crucificado, que recibió los estigmas en su misma carne. Es la alegría de todo fiel cristiano que sabe que la Providencia guía a la historia y que las fuerzas del mal no prevalecerán.

Esta certeza que nos alegra, lejos de dejarnos inactivos o transformarnos en espectadores indiferentes, nos impulsa individualmente y como comunidad cristiana, como Iglesia, a rezar con constancia y confianza y a tomar todas las iniciativas concretas que sirvan para sensibilizar a los Gobiernos y a la opinión pública. Hay que tratar de hacer todo lo posible para aliviar las condiciones de nuestros hermanos en la prueba y para detener a los violentos. La Providencia también quiere servirse de nosotros, de nuestra libertad y de nuestra laboriosidad y creatividad, de nuestras iniciativas y de nuestro compromiso diario.

Los cristianos perseguidos y todos los que sufren injustamente han de poder reconocer a la Iglesia como la institución que los defiende, que reza y actúa por ellos, que no teme afirmar la verdad, convirtiéndose en palabra de quien no tiene voz, en baluarte y apoyo de quien está abandonado, refugiado y discriminado.

En efecto, todo depende de Dios y de su gracia, pero es preciso actuar como si todo dependiera de nosotros, de nuestra oración y nuestra solidaridad.

Os agradezco, queridos nuncios que trabajáis en Oriente Medio, que hayáis aceptado esta invitación a estar presentes durante estos días en el Vaticano para profundizar cum et sub Petro la situación en los países adonde fuisteis enviados a representar a la Santa Sede. Os agradezco la contribución que con vuestro trabajo y vuestra presencia dais a la paz y a la comprensión entre los pueblos. A través de vosotros se escucha la voz del Santo Padre, a través de vosotros se aclara la acción de la Sede apostólica en favor del derecho a la vida y en favor de la libertad religiosa, fundamentos de los derechos humanos. A través de vuestra acción prudente se sensibiliza a los Gobiernos y a las organizaciones internacionales sobre su deber de garantizar, del modo establecido por el derecho internacional, la paz y la seguridad, a fin de evitar que los agresores ocasionen daño.

Todos estamos llamados a realizar con empeño esta tarea por la paz en el mundo, por la continuidad y el desarrollo de la presencia de las comunidades cristianas en Oriente Medio y por el bien común de la humanidad.

En el himno de júbilo, tomado del pasaje de Mateo que hemos proclamado, Jesús da gracias y alaba al Padre por haber revelado los misterios divinos a los pequeños, a los sencillos y puros de corazón (cf. Mateo 11, 25), a los que no se cierran al amor de Dios pensando que no lo necesitan y pueden prescindir de él. Y este misterio revelado es Jesucristo, en quien se manifiesta el verdadero rostro del Padre y cuyo yugo es en verdad suave y su peso ligero, mientras que los otros yugos son de tal pesadez e inhumanidad que deforman y desfiguran el rostro del ser humano.

Que san Francisco, profundamente unido a Cristo, nuestra paz, y por eso profeta de la paz y del diálogo, interceda por nosotros, nos ayude a ser testigos creíbles de Cristo resucitado y pida al Señor que convierta el corazón de los violentos y los pliegue a su yugo suave.