03 - 05.10.2008 RESUMEN - INAUGURACIÓN DE LA XII ASAMBLEA GENERAL ORDINARIA DEL SÍNODO DE LOS OBISPOS INAUGURACIÓN DE LA XII ASAMBLEA GENERAL ORDINARIA DEL SÍNODO DE LOS OBISPOS - HOMILÍA DEL SANTO PADRE A las 9:30 de esta mañana, 5 de octubre de 2008, XXVII domingo del tiempo "per annum", en la Basílica de San Pablo Extramuros, ante la tumba del apóstol san Pablo, el Santo Padre Benedicto XVI ha presidido la Concelebración de la Eucaristía con los Padres Sinodales, con ocasión de la Apertura de la XII Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos, que se celebrará en la Sala del Sínodo del Vaticano hasta el 26 de octubre de 2008, sobre el tema La Palabra de Dios en la vida y la misión de la Iglesia. Con el canto de Laudes regiae, a las 9:15, ha dado inicio el ingreso en la Basílica. Los celebrantes, guíados por los maestros de ceremonias, se han situado en sus respectivos lugares alrededor del Altar de la Confesión. A continuación, los señores cardenales y los componentes de la Presidencia de la XII Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos han participado en la procesión de ingreso con el Santo Padre. Con el Papa han concelebrado los Padres Sinodales y los colaboradores: 52 cardenales, 14 miembros de las Iglesias orientales, 45 arzobispos, 130 obispos. Se encontraban presentes también 85 presbíteros, de los cuales12 eran Padres Sinodales, 5 oficiales de la Secretaría General, 30 oyentes, 5 expertos, 4 encargados de prensa, 24 asistentes y 5 traductores. Han subido al altar para la Oración Eucarística los presidentes delegados S. Em R. Card. George PELL, arzobispo de Sidney (AUSTRALIA), S. Em. R. Card. William Joseph LEVADA, Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la fe (CIUDAD DEL VATICANO) y S. Em. R. Card. Odilo Pedro SCHERER, arzobispo de São Paulo (BRASIL); el Relator General S. Em. R. Card. Marc OUELLET, P.S.S., arzobispo de Québec (CANADÁ); el Secretario General S.E.R. Mons. Nikola ETEROVIĆ, Secretario General del Sínodo de los Obispos (CIUDAD DEL VATICANO); el Secretario Especial S.E.R. Mons. Laurent MONSENGWO PASINYA, arzobispo de Kinshasa (REPÚBLICA DEMOCRÁTICA DEL CONGO). Durante el Sagrado Rito, después de la lectura del Evangelio, el Santo Padre ha pronunciado la siguiente Homilía: HOMILÍA DEL SANTO PADRE ¡Venerados Hermanos en el Episcopado y en el Sacerdocio, queridos hermanos y hermanas! La primera Lectura, sacada del Libro del profeta Isaías, así como la página del Evangelio según san Mateo, han propuesto a nuestra asamblea litúrgica una sugestiva imagen alegórica de la Sagrada Escritura, la imagen de la viña, de la que ya hemos oido hablar los domingos anteriores. La pericope inicial del relato evangélico hace referencia al cántico de la viña que encontramos en Isaías. Se trata de un canto ambientado en el contexto otoñal de la vendimia: una pequeña obra maestra de la poesía hebrea, que debía de ser muy familiar a los que escuchaban a Jesús y de la que, como de otras referencias de los profetas (cf Os 10,1; Jer 2,21; Ez 17,3-10; 19,10-14; Sal 79,917), se entendía bien que la viña indicaba a Israel. A su viña, al pueblo elegido, Dios reserva los mismos cuidados que un esposo fiel prodiga a su esposa (cfr Ez 16,1-14; Ef 5,25-33). La imagen de la viña, junto a la de las bodas, describe, por tanto, el proyecto divino de la salvación, y se presenta como una conmovedora alegoría de la alianza de Dios con su pueblo. En el Evangelio, Jesús retoma el cántico de Isaías, pero lo adapta a los que le escuchan y a la nueva hora de la historia de la salvación. El acento no se pone tanto en la viña como más bien en los viñadores, a los cuales los siervos del patrón piden, en su nombre, los frutos. Pero los siervos fueron maltratados e incluso asesinados. ¿Cómo no vamos a pensar en las vicisitudes del pueblo elegido y en la suerte reservada a los profetas enviados por Dios? Al final, el propietario de la viña lleva a cabo un último intento: manda a su propio hijo, convencido de que al menos a él lo escucharán. Sin embargo sucedió lo contrario: los viñadores lo matan precisamente porque es el hijo, es decir, el heredero, convencidos de que así podrán apropiarse fácilmente de la viña. Estamos asistiendo, así pues, a un salto de cualidad respecto a la acusación de violación de la justicia social, como aparece en el cántico de Isaías. Aquí vemos claramente cómo el desprecio hacia la orden impartida por el dueño se transforma en desprecio hacia él: no es la simple desobediencia a un precepto divino, es el auténtico rechazo a Dios: aparece el misterio de la cruz.- Lo que denuncia la página evangélica interpela a nuestro modo de pensar y de actuar. No habla solamente de la hora de Cristo, del misterio de la Cruz de aquel momento,sino de la presencia de la Cruz en todos los tiempos. Interpela, de manera especial, a los pueblos que han recibido el anuncio del Evangelio. Si nos fijamos en la historia, nos vemos obligados a ver, y no pocas veces, la frialdad y la rebeldía de cristianos incoherentes. Por consiguiente, Dios, sin faltar nunca a su promesa de salvación, ha tenido que recurrir con frecuencia al castigo. Nos surge de modo espontáneo pensar, en este contexto, en el primer anuncio del Evangelio, del que surgieron comunidades cristianas inicialmente florecientes, que luego han desaparecido y que hoy sólo se recuerdan en los libros de historia. ¿No podría suceder lo mismo en nuestra época? Naciones que antes estaban llenas de fe y de vocaciones, ahora están perdiendo su identidad, bajo la influencia deletérea y destructiva de una cierta cultura moderna. Hay quien, al decidir que Dios está muerto, se declara dios a sí mismo, pues se considera el único artífice de su destino, el propietario absoluto del mundo. Al desembarazarse de Dios y sin esperar de Él la salvación, el hombre cree que tiene la capacidad de hacer lo que le agrada y que se puede poner como único patrón de sí mismo y de su modo de actuar. Pero cuando el hombre elimina a Dios de su propio horizonte, declara a Dios muerto, ¿es verdaderamente feliz? ¿Se vuelve verdaderamente libre? Cuando los hombres se proclaman propietarios absolutos de sí mismos y únicos propietarios de lo creado, ¿pueden verdaderamente construir una sociedad donde reinan la libertad, la justicia y la paz? ¿No sucede, más bien, - como la crónica cotidiana demuestra ampliamente - que se extienden el arbitrio del poder, de los intereses egoístas, de la injusticia y la explotación, así como de la violencia en todas sus formas? El punto de llegada, al final, es que el hombre se encuentra más solo y la sociedad más dividida y confusa. Pero en las palabras de Jesús hay una promesa: la viña no será destruida. Mientras abandona a su destino a los labradores infieles, el patrón no se aparta de su viña y la confía a otros siervos fieles. Esto indica que, si en algunas regiones la fe se debilita hasta extinguirse, habrá siempre otros pueblos preparados a recibirla. Es por esto que Jesús, mientras cita el Salmo 117 [118]: la piedra que desecharon los albañiles se ha convertido en la piedra angular (v. 22), asegura justamente que su muerte no será la derrota de Dios. Muerto, Él no permanecerá en la tumba sino, más bien, lo que parecía ser una ruina total, significará el principio de una victoria definitiva. A su dolorosa pasión y muerte en la cruz, seguirá la gloria de la resurrección. La viña seguirá todavía produciendo uva y será dada en alquiler por su dueño a otros labradores que le paguen los frutos a su tiempo (Mt 21, 41). La imagen de la viña, con sus implicaciones morales, doctrinales y espirituales, volverá en el discurso de la Última Cena, cuando, al saludar a los Apóstoles, el Señor diga: Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el viñador. Todo sarmiento que en mí no da fruto, lo corta, y todo el que da fruto lo limpia, para que dé más fruto (Jn 15, 1-2). A partir del evento pascual, la historia de la salvación conocerá entonces un cambio decisivo, y serán sus protagonistas los otros campesinos que, injertados como brotes en Cristo, verdadera vid, traerán frutos abundantes de vida eterna (cf. Orazione colletta). Entre estos campesinos estamos también nosotros, injertados en Cristo, que quiere devenir Él mismo la verdadera viña Oremos para que el Señor que nos da su sangre, que se da a Sí mismo, en la Eucaristía, nos ayude para dar frutopara la vida eterna y para nuestro tiempo. El mensaje consolador que recogemos de estos textos bíblicos es la certeza de que el mal y la muerte no tienen la última palabra, sino que el que vence al final es Cristo. ¡Siempre! La Iglesia no se cansa de proclamar esta Nueva Noticia, como sucede también hoy, en esta Basílica dedicada al Apóstol de las gentes, quien por primera vez difundió el Evangelio en vastas regiones de Asia menor y Europa. Renovaremos de manera significativa este anuncio durante la XII Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos, que tiene como tema: La Palabra de Dios en la vida y en la misión de la Iglesia. Quisiera aprovechar para saludaros con afecto cordial a todos vosotros, venerados Padres sinodales, y a quienes forman parte de este encuentro como expertos, oyentes e invitados especiales. Es muy grato además acoger a los Delegados fraternos de las otras Iglesias y Comunidades eclesiásticas. Al Secretario General del Sínodo de los Obispos y a sus colaboradores les doy el reconocimiento de todos nosotros por la comprometida colaboración realizada durante estos meses, además de desearles que tengan ánimo ante la fatiga que les espera en las próximas semanas. Cuando Dios habla, pide siempre una respuesta; su acción salvadora requiere la cooperación humana; su amor espera ser correspondido. Que no suceda nunca, queridos hermanos y hermanas, lo que narra el texto bíblico a propósito de la viña: Y esperó que diese uvas, pero dio agraces (cfr. Is 5,2). Sólo la Palabra de Dios puede cambiar profundamente el corazón del hombre, por eso es importante que establezcan con ella una intimidad creciente cada uno de los creyentes y las comunidades. La Asamblea sinodal se centrará en esta verdad fundamental para la vida y la misión de la Iglesia. Nutrirse de la Palabra de Dios es para ella su principal y fundamental tarea. En efecto, si el anuncio del Evangelio constituye su razón de ser y su misión, es indispensable que la Iglesia conozca y viva lo que anuncia, para que su predicación sea creíble, a pesar de las debilidades y las miserias de los hombres que la componen. Sabemos, además, que el anuncio de la Palabra, en la escuela de Cristo, tiene como contenido el Reino de Dios (cf. Mc 1, 14-15), pero el Reino de Dios es la misma persona de Jesús, que con sus palabras y con sus obras ofrece la salvación a los hombres de todas las épocas. Es interesante al respecto la consideración de san Jerónimo: El que no conoce las Escrituras, no conoce la potencia de Dios ni su sabiduría. Ignorar las Escrituras significa ignorar a Cristo (Prólogo al comentario del profeta Isaías: PL 24,17). En este Año Paulino escucharemos con especial urgencia el grito del Apóstol de las gentes: ¡ay de mí si no predicara el Evangelio! (1 Co 9, 16); grito que para todos los cristianos es una invitación insistente para ponerse al servicio de Cristo. La mies es mucha (Mt 9, 37), repite hoy también el Divino Maestro: muchos todavía no lo han encontrado y están esperando el primer anuncio de su Evangelio; otros, aunque hayan recibido una formación cristiana, han ido perdiendo el entusiasmo y mantienen con la Palabra de Dios un contacto sólo superficial; otros también se han alejado de la práctica de la fe y necesitan una nueva evangelización. No faltan personas de rectos principios que se plantean algunas preguntas esenciales sobre el sentido de la vida y de la muerte, preguntas a las que sólo Cristo puede proporcionar respuestas satisfactorias. Por eso resulta indispensable que los cristianos de todos los continentes estén dispuestos a dar respuesta a todo el que les pida razón de su esperanza (cfr. 1 P 3, 15), anunciando con júbilo la Palabra de Dios y viviendo comprometidos con el Evangelio. Venerados y queridos Hermanos, que nos ayude el Señor a preguntarnos juntos, durante las próximas semanas de trabajos sinodales, cómo podemos hacer para que sea cada vez más eficaz el anuncio del Evangelio en este nuestro tiempo. Recordamos a todos lo necesario que es poner en el centro de nuestra vida la Palabra de Dios, recibir a Cristo como a nuestro único Redentor, como Reino de Dios en persona, para hacer que su luz ilumine cada ámbito de la humanidad: de la familia a la escuela, a la cultura, al trabajo, al tiempo libre y a los demás sectores de la sociedad y de nuestra vida. Cuando participamos en la Celebración eucarística, recordamos siempre el estrecho lazo que existe entre el anuncio de la palabra de Dios y el sacrificio eucarístico: es el mismo Misterio que se ofrece a nuestra contemplación. Por eso la Iglesia -como afirmó el Concilio Vaticano II- ha venerado siempre las Sagradas Escrituras al igual que el mismo Cuerpo del Señor, no dejando de tomar de la mesa y de distribuir a los fieles el pan de vida, tanto de la palabra de Dios como del Cuerpo de Cristo, sobre todo en la Sagrada Liturgia. Con toda razón el Concilio concluye: Como la vida de la Iglesia recibe su incremento de la renovación constante del misterio Eucarístico, así es de esperar un nuevo impulso de la vida espiritual de la acrecida veneración de la palabra de Dios que "permanece para siempre" (Dei Verbum 21.26). Que el Señor nos conceda acercarnos con fe a la doble mesa de la Palabra y del Cuerpo y Sangre de Cristo. Que María Santísima nos consiga este don, que guardaba todas estas cosas, y las meditaba en su corazón (Lc 2, 19). Que sea Ella la que nos enseñe a escuchar las Escrituras y a meditarlas en un proceso interior de maduración que no separe nunca la inteligencia del corazón. Y que vengan en nuestra ayuda también los santos, especialmente el Apóstol san Pablo, que durante este año estamos descubriendo cada vez más como intrépido testigo y heraldo de la Palabra de Dios. ¡Amén! [00006-04.05] [NNNNN] [Texto original: italiano] |