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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN LA 28ª ASAMBLEA PLENARIA
DEL CONSEJO PONTIFICIO «COR UNUM»


Sala del Consistorio
Viernes 13 de noviembre de 2009

 

Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:

Me complace saludaros a cada uno de vosotros, miembros, consultores y oficiales del Consejo pontificio "Cor unum", reunidos aquí para la asamblea plenaria, en la que tratáis el tema: "Itinerarios formativos para los agentes de la caridad". Saludo al cardenal Paul Josef Cordes, presidente del dicasterio, y le agradezco las cordiales palabras que me ha dirigido, también en vuestro nombre. Expreso a todos mi reconocimiento por el valioso servicio que prestáis a la actividad caritativa de la Iglesia. Mi pensamiento se dirige especialmente a los numerosos fieles que, por diversas razones y en todas partes del mundo, donan con generosidad y entrega su tiempo y sus energías para testimoniar el amor de Cristo, buen samaritano, que se inclina sobre los necesitados en el cuerpo y en el espíritu. Puesto que, como subrayé en la encíclica Deus caritas est, "la naturaleza íntima de la Iglesia se expresa en una triple tarea: anuncio de la Palabra de Dios (kerygma-martyria), celebración de los sacramentos (leiturgia) y servicio de la caridad (diakonia)" (n. 25), la caridad pertenece a la naturaleza misma de la Iglesia.

Al actuar en este ámbito de la vida eclesial, cumplís una misión que se sitúa en una tensión constante entre dos polos: el anuncio del Evangelio y la atención al corazón del hombre y al ambiente en el que vive. Este año dos acontecimientos eclesiales especiales han puesto de relieve este aspecto: la publicación de la encíclica Caritas in veritate y la celebración de la Asamblea especial para África del Sínodo de los obispos sobre la reconciliación, la justicia y la paz. Desde perspectivas distintas pero convergentes, han puesto de manifiesto que la Iglesia, en su anuncio salvífico, no puede prescindir de las condiciones concretas de vida de los hombres a los que es enviada. Contribuir a mejorarlas forma parte de su vida y de su misión, puesto que la salvación de Cristo es integral y atañe al hombre en todas sus dimensiones: física, espiritual, social y cultural, terrena y celestial. Justamente de esta conciencia nacieron a lo largo de los siglos muchas obras e instituciones eclesiales destinadas a la promoción de las personas y de los pueblos, que han dado y siguen dando una contribución insustituible al crecimiento, al desarrollo armónico e integral del ser humano. Como reafirmé en la encíclica Caritas in veritate, "el testimonio de la caridad de Cristo mediante obras de justicia, paz y desarrollo forma parte de la evangelización, porque a Jesucristo, que nos ama, le interesa todo el hombre" (n. 15).

Desde esta perspectiva se ha de ver el compromiso de la Iglesia para el desarrollo de una sociedad más justa, en la que se reconozcan y respeten todos los derechos de los individuos y de los pueblos (cf. ib., 6). En este sentido muchos fieles laicos llevan a cabo una provechosa acción en el campo económico, social, legislativo y cultural, y promueven el bien común. Dan testimonio del Evangelio, contribuyendo a construir un orden justo en la sociedad y participando en primera persona en la vida pública (cf. Deus caritas est, 28). Ciertamente, no es competencia de la Iglesia intervenir directamente en la política de los Estados o en la construcción de estructuras políticas adecuadas (cf. Caritas in veritate, 9). La Iglesia con el anuncio del Evangelio abre el corazón a Dios y al prójimo, y despierta las conciencias. Con la fuerza de su anuncio defiende los derechos humanos verdaderos y se compromete por la justicia.

La fe es una fuerza espiritual que purifica a la razón en la búsqueda de un orden justo, liberándola del riesgo siempre presente de dejarse "deslumbrar" por el egoísmo, el interés y el poder. En realidad, como demuestra la experiencia, incluso en las sociedades más desarrolladas desde el punto de vista social, la caritas sigue siendo necesaria: el servicio del amor nunca es superfluo, no sólo porque el alma humana necesita siempre, además de las cosas materiales, el amor, sino también porque persisten situaciones de sufrimiento, de soledad, de necesidad, que requieren entrega personal y ayudas concretas.

Al prestar una atención amorosa al hombre, la Iglesia siente latir dentro de sí la plenitud de amor suscitada por el Espíritu Santo, el cual ayuda al hombre a liberarse de las opresiones materiales, a la vez que asegura consuelo y apoyo al alma, liberándola de los males que la afligen. La fuente de este amor es Dios mismo, misericordia infinita y amor eterno. Por lo tanto, cualquier persona que presta su servicio en los organismos eclesiales que gestionan iniciativas y obras de caridad, no puede menos de tener este objetivo principal: dar a conocer y experimentar el rostro misericordioso del Padre celestial, puesto que en el corazón de Dios Amor está la respuesta verdadera a las expectativas más íntimas de todo corazón humano.

¡Cuán necesario es para los cristianos mantener la mirada fija en el rostro de Cristo! ¡Sólo en él, plenamente Dios y plenamente hombre, podemos contemplar al Padre (cf. Jn 14, 9) y experimentar su infinita misericordia! Los cristianos saben que están llamados a servir y a amar al mundo, aun sin ser "del mundo" (cf. Jn 15, 19); a llevar una Palabra de salvación integral del hombre, que no se puede encerrar en el horizonte terreno; a permanecer, como Cristo, totalmente fieles a la voluntad del Padre hasta el don supremo de sí mismos, para que sea más fácil percibir la necesidad de amor verdadero que todo corazón alberga. Este es el camino que debe recorrer quienquiera que desee testimoniar la caridad de Cristo, si quiere seguir la lógica del Evangelio.

Queridos amigos, es importante que la Iglesia, insertada en las vicisitudes de la historia y de la vida de los hombres, se convierta en un canal de la bondad y del amor de Dios. Que así sea para vosotros y para cuantos trabajan en el vasto ámbito del que se ocupa vuestro Consejo pontificio. Con este deseo, invoco la intercesión materna de María sobre vuestros trabajos y, renovando mi agradecimiento por vuestra presencia y por la obra que realizáis, os imparto con gusto a cada uno de vosotros y a vuestras familias mi bendición apostólica.



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