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JUAN PABLO II

ÁNGELUS

Domingo 7 de enero de 1996

 

Amadísimos hermanos y hermanas:

1. A la luz de la Epifanía que acabamos de celebrar, reanudo hoy la reflexión sobre el concilio Vaticano II, considerando el decreto Ad gentes sobre la actividad misionera de la Iglesia.

Este decreto nos recuerda, ante todo, que la Iglesia es, «por naturaleza, misionera» (n. 2). En efecto, el Espíritu de Cristo la impulsa hacia todas las latitudes, apremiada por la necesidad íntima de comunicar la buena noticia, que es el sentido y el núcleo mismo del Evangelio: ¡Dios ama al hombre! Dios se hizo hombre en Cristo, el Verbo encarnado, el Redentor. Acogiendo a Cristo como su Redentor, el hombre recibe su filiación y la vida divina. ¿Cómo podría no difundir la Iglesia una noticia tan hermosa y tan decisiva? Anunciándola, no sólo obedece al mandato de Cristo, sino que también continúa en el mundo su misión y, en cierto sentido, lo hace visible con la fuerza del Espíritu Santo.

Dentro de esta misión fundamental, a la que toda la comunidad cristiana está llamada, ya su servicio, se sitúan las misiones ad gentes, cuyo fin propio, como explica el Concilio, es «la evangelización y la implantación de la Iglesia en los pueblos o grupos en los que no ha arraigado aún» (Ad gentes, 6).

2. A lo largo de los siglos, la tradición misionera de la Iglesia ha escrito páginas estupendas de historia. También hoy numerosos misioneros consagran su vida a la causa del Evangelio y a la promoción del hombre, entregándose sobre todo en favor de los más pobres, en situaciones a menudo difíciles y peligrosas, a veces llamados a dar el testimonio supremo del martirio. Con las palabras previas de los padres conciliares, deseo enviar un saludo muy afectuoso a todos esos heraldos del Evangelio, «especialmente a aquellos que sufren persecución por el nombre de Cristo» (ib., 42).

Es verdad que la acción misionera de la Iglesia a lo largo de los siglos ha conocido también algunos límites. Pero el Concilio tomó y propuso nuevamente lo mejor de esta extraordinaria aventura apostólica, cuando subrayó que el anuncio cristiano, aun evitando toda forma de sincretismo, no quiere perjudicar nunca la identidad y la riqueza cultural de los pueblos. Su objetivo es un auténtico encuentro entre los pueblos y el Evangelio, para que «todo lo bueno que se halla sembrado en los corazones y la mente de los hombres o en los ritos y culturas propias de los pueblos, no perezca, sino que sea sanado, elevado y consumado» (ib., 9). Desde este punto de vista, tiene gran importancia la atención que el Concilio dedica a la promoción de las Iglesias particulares en los territorios de misión, alentando la formación del clero nativo y de un laicado maduro, capaces de inculcar el Evangelio en el entramado vital de las etnias y las naciones.

3. Que en el umbral del tercer milenio la Virgen santísima, Estrella de la evangelización, obtenga para la Iglesia un impulso misionero siempre renovado. Ella nos haga aceptar la advertencia del Concilio, cuando recuerda que «su primera y principal obligación en pro de la difusión de la fe es vivir profundamente la vida cristiana» (ib., 36). El testimonio de los creyentes sea para el mundo de hoy una nueva epifanía de Cristo, de su alegría y de su salvación.

Al final del tiempo litúrgico de la Navidad y la Epifanía, hago mías las palabras del apóstol Juan: La luz de Cristo brilla en las tinieblas (cf. Jn 1, 5) y las del apóstol Pablo: «Despojémonos, pues, de las obras de las tinieblas. (...) Como en pleno día, procedamos con decoro» (Rm 13, 12-13). Debemos aceptar esa invitación, para que el año nuevo sea, como todos nos deseamos, un año realmente feliz.



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