I DOMINGO DE ADVIENTO - CONVOCACIÓN DEL AÑO SANTO
HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
Basílica de San Pedro
Domingo 29 de noviembre de 1998
1. «Vayamos jubilosos al encuentro del Señor» (Estribillo del Salmo responsorial).
Son las palabras del Salmo responsorial de esta liturgia del primer domingo de Adviento, tiempo litúrgico que renueva año tras año la espera de la venida de Cristo. En estos años que estamos viviendo en la perspectiva del tercer milenio, el Adviento ha cobrado una dimensión nueva y singular. Tertio millennio adveniente: el año 1998, que está a punto de terminar, y el año próximo 1999 nos acercan al umbral de un nuevo siglo y de un nuevo milenio.
«En el umbral» ha comenzado también esta celebración: en el umbral de la basílica vaticana, ante la puerta santa, con la entrega y la lectura de la bula de convocación del gran jubileo del año 2000.
«Vayamos jubilosos al encuentro del Señor» es un estribillo que está perfectamente en armonía con el jubileo. Es, por decir así, un «estribillo jubilar», según la etimología de la palabra latina iubilar, que encierra una referencia al júbilo. ¡Vayamos, pues, con alegría! Caminemos jubilosos y vigilantes a la espera del tiempo que recuerda la venida de Dios en la carne humana, tiempo que llegó a su plenitud cuando en la cueva de Belén nació Cristo. Entonces se cumplió el tiempo de la espera.
Viviendo el Adviento, esperamos un acontecimiento que se sitúa en la historia y a la vez la trasciende. Al igual que los demás años, tendrá lugar en la noche de la Navidad del Señor. A la cueva de Belén acudirán los pastores; más tarde, irán los Magos de Oriente. Unos y otros simbolizan, en cierto sentido, a toda la familia humana. La exhortación que resuena en la liturgia de hoy: «Vayamos jubilosos al encuentro del Señor» se difunde en todos los países, en todos los continentes, en todos los pueblos y naciones. La voz de la liturgia, es decir, la voz de la Iglesia, resuena por doquier e invita a todos al gran jubileo.
2. Estos últimos tres años que preceden al 2000 forman un tiempo de espera muy intenso, orientado a la meditación sobre el significado del inminente evento espiritual y sobre su necesaria preparación. El contenido de esa preparación sigue el modelo trinitario, que se repite al final de toda plegaria litúrgica. Así pues, vayamos jubilosos hacia el Padre, por el camino que es nuestro Señor Jesucristo, el cual vive y reina con él en la unidad del Espíritu Santo.
Por eso, el primer año lo dedicamos al Hijo; el segundo, al Espíritu Santo; y el que comienza hoy —el último antes del gran jubileo— será el año del Padre. Invitados por el Padre, vayamos a él mediante el Hijo, en el Espíritu Santo. Este trienio de preparación inmediata para el nuevo milenio, por su carácter trinitario, no sólo nos habla de Dios en sí mismo, como misterio inefable de vida y santidad, sino también de Dios que viene a nuestro encuentro.
3. Por este motivo, el estribillo «Vayamos jubilosos al encuentro del Señor» resulta tan adecuado. Nosotros podemos encontrar a Dios, porque él ha venido a nuestro encuentro. Lo ha hecho, como el padre de la parábola del hijo pródigo (cf. Lc 15, 11-32), porque es rico en misericordia, dives in misericordia, y quiere salir a nuestro encuentro sin importarle de qué parte venimos o a dónde lleva nuestro camino. Dios viene a nuestro encuentro, tanto si lo hemos buscado como si lo hemos ignorado, e incluso si lo hemos evitado. Él sale el primero a nuestro encuentro, con los brazos abiertos, como un padre amoroso y misericordioso.
Si Dios se pone en movimiento para salir a nuestro encuentro, ¿podremos nosotros volverle la espalda? Pero no podemos ir solos al encuentro con el Padre. Debemos ir en compañía de cuantos forman parte de «la familia de Dios». Para prepararnos convenientemente al jubileo debemos disponernos a acoger a todas las personas. Todos son nuestros hermanos y hermanas, porque son hijos del mismo Padre celestial.
En esta perspectiva, podemos leer la bimilenaria historia de la Iglesia. Es consolador constatar cómo la Iglesia, en este paso del segundo al tercer milenio, está experimentando un nuevo impulso misionero. Lo ponen de manifiesto los Sínodos continentales que se están celebrando estos años, incluido el actual para Australia y Oceanía. Y también lo confirman los informes que llegan al Comit é para el gran jubileo sobre las iniciativas puestas en marcha por las Iglesias locales como preparación para ese histórico acontecimiento.
Quisiera saludar, en particular, al cardenal presidente del comité, al secretario general y a sus colaboradores. Mi saludo se extiende también a los cardenales, a los obispos y a los sacerdotes aquí presentes, así como a todos vosotros, queridos hermanos y hermanas, que participáis en esta solemne liturgia. Saludo en especial al clero, a los religiosos, a las religiosas y a los laicos comprometidos de Roma, que, junto con el cardenal vicario y los obispos auxiliares, están aquí esta mañana para inaugurar la última fase de la misión ciudadana, dirigida a los ambientes de la sociedad.
Es una fase importante, en la que la diócesis realizará una amplia labor de evangelización en todos los ámbitos de vida y de trabajo. Al terminar la santa misa, entregaré a los misioneros la cruz de la misión. Es necesario que Cristo sea anunciado y testimoniado en cada lugar y en cada situación. Invito a todos a sostener con la oración esta gran empresa. En particular, cuento con la aportación de las monjas de clausura, de los enfermos, de las personas ancianas que, a pesar de que les es imposible participar directamente en esta iniciativa apostólica, pueden dar una gran contribución con su oración y con la ofrenda de sus sufrimientos para disponer los corazones a la acogida del anuncio evangélico.
María, que el tiempo de Adviento nos invita a contemplar en espera activa del Redentor, os ayude a todos a ser apóstoles generosos de su Hijo Jesús.
4. En el evangelio de hoy hemos escuchado la invitación del Señor a la vigilancia. «Velad, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor». Y a continuación: «Estad preparados, porque a la hora que menos penséis vendrá el Hijo del hombre» (Mt 24, 42.44). La exhortación a velar resuena muchas veces en la liturgia, especialmente en Adviento, tiempo de preparación no sólo para la Navidad, sino también para la definitiva y gloriosa venida de Cristo al final de los tiempos. Por eso, tiene un significado marcadamente escatológico e invita al creyente a pasar cada día, cada momento, en presencia de Aquel «que es, que era y que vendrá» (Ap 1, 4), al que pertenece el futuro del mundo y del hombre. Ésta es la esperanza cristiana. Sin esta perspectiva, nuestra existencia se reduciría a un vivir para la muerte.
Cristo es nuestro Redentor: Redemptor mundi et Redemptor hominis, Redentor del mundo y Redentor del hombre. Vino a nosotros para ayudarnos a cruzar el umbral que lleva a la puerta de la vida, la «puerta santa» que es él mismo.
5. Que esta consoladora verdad esté siempre muy presente ante nuestros ojos, mientras caminamos como peregrinos hacia el gran jubileo. Esa verdad constituye la razón última de la alegría a la que nos exhorta la liturgia de hoy: «Vayamos jubilosos al encuentro del Señor». Creyendo en Cristo crucificado y resucitado, creemos en la resurrección de la carne y en la vida eterna.
Tertio millennio adveniente. En esta perspectiva, los años, los siglos y los milenios cobran el sentido definitivo de la existencia que el jubileo del año 2000 quiere manifestarnos.
Contemplando a Cristo, hagamos nuestras las palabras de un antiguo canto popular polaco:
«La salvación ha venido por la cruz;
éste es un gran misterio.
Todo sufrimiento tiene un sentido:
lleva a la plenitud de la vida».
Con esta fe en el corazón, que es la fe de la Iglesia, inauguro hoy, como Obispo de Roma, el tercer año de preparación para el gran jubileo. Lo inauguro en el nombre del Padre celestial, que «tanto amó (...) al mundo que le dio su Hijo único, para que quien cree en él (...) tenga la vida eterna» (Jn 3, 16).
¡Alabado sea Jesucristo!
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