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MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
PARA LA INAUGURACIÓN DEL 86 "KATHOLIKENTAG" 
DÍA DE LOS CATÓLICOS ALEMANES

Venerable hermano en el Episcopado,
queridos hermanos y hermanas:

En la inauguración del 86 "Katholikentag" —Día de los católicos alemanes— que se celebra en Berlín, saludo en el amor de Cristo, que supera todo, en primer lugar a ti, mi querido hermano obispo Joachim Meisner, nuevo Pastor de esta ciudad insigne y probada por el destino. Contigo saludo también cordialmente a cuantos se han congregado en tu ciudad para estos días de reflexión y de oración, así como a todos los creyentes de este país vuestro, tan apreciado por mí. Me resulta especialmente grato poder expresaros de esta manera directa, por primera vez desde mi elección como Supremo Pastor de la Iglesia, mi unción singular y mi felicitación sincera.

Conozco bien la arraigada tradición de los "Katholikentag" en Alemania. Para mí son el signo más llamativo de un apostolado de los laicos, fuerte y unido en vuestro país. Desde hace más de un siglo han surgido de esta celebración muchas iniciativas para la vitalidad de la Iglesia y la renovación de la sociedad. Este modo de congregarse como Pueblo de Dios en torno a sus Pastores, y de emprender tareas relacionadas con el futuro del hombre y de la sociedad, responde perfectamente a esa imagen de la Iglesia presentada por el Concilio Vaticano II.

El "Katholikentag" se celebra este año en Berlín, año en el que la diócesis conmemora precisamente el cincuenta aniversario de su erección. Estos cinco decenios se cuentan entre los más agitados en la historia de vuestro país y, ciertamente, de Europa. También vuestra diócesis, queridos berlineses, ha tenido que pasar por dificultades con los lastres y las llagas de los deplorables acontecimientos ocurridos. Sin embargo, el lema del "Katholikentag", al igual que vuestra experiencia personal, es: ¡El amor de Cristo es más fuerte!

Cuando yo pienso en estas palabras, se hace presente y viva ante mis ojos la figura del que me invitó a esta celebración: vuestro venerable obispo anterior, el cardenal Alfred Bengsch, a quien el Señor llamó tan pronto junto a Sí. Es casi imposible apreciar adecuadamente la obra ingente que el cardenal Bengsch realizó por Cristo y por la Iglesia, dentro de su diócesis y fuera de ella, bajo la fuerza del amor de Cristo. Poseía una fe inquebrantable en el amor de Cristo; con ella pudo indicar, intrépido, el camino y, al mismo tiempo, fortalecer y animar a los hombres con bondad-y comprensión. El mismo os dijo en su testamento cómo el amor de Cristo había determinado su vida. Yo quisiera que todos vosotros grabarais en lo más profundo del corazón, como tema de este "Día de los católicos", en particular la siguiente exhortación de su testamento espiritual: "Resistid al espíritu del odio con el espíritu de amor del Crucificado, quien incluso en la hora de su muerte pide al Padre el perdón para sus enemigos".

Si me preguntáis cuál es mi deseo para vosotros en los próximos días de fraternidad y de comunión, yo os diría: Asociados a todos los bautizados, unid vuestros esfuerzos por vivir y testimoniar con autenticidad el amor de Cristo en orden a construir en común una civilización del amor. Pues nada hay que tanto desee este mundo nuestro, atormentado de conflictos e injusticias y, lógicamente, cada hombre en particular, sea de manera consciente o inconsciente, como el mensaje liberador y el testimonio enérgico del amor de Cristo. "El hombre —lo subrayé en mi primera Encíclica— no puede vivir sin amor. El permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor..., si no participa en él vivamente" (Redemptor hominis, 10). Por esto, el Concilio exhorta a los cristianos a que su presencia en la comunidad humana esté "animada por la caridad con que nos amó Dios, que quiere que también nosotros nos amemos mutuamente con la misma caridad" (Ad gentes, 12). Yo quisiera que vuestro Katholikentag sea una piedra en la construcción de una verdadera civilización del amor. Queridos hermanos y hermanas: Vuestro lema "El amor de Cristo es más fuerte" me ayuda y me anima también a mí en mi misión para la Iglesia y para los hombres. La Cátedra de San Pedro lleva desde antiguo un honroso título que para mí comporta al mismo tiempo el más alto deber: de presidir en la caridad (cf. Ignacio de Antioquía, Carta a los Romanos: PG 5, 685). Aunque la palabra del Papa y de los obispos parezca alguna vez incómoda, nosotros creemos que en todo se trata únicamente de ser fieles, como Pastores, al amor de Cristo.

El amor de Cristo es más fuerte. Esta frase dirige nuestra atención, en primer lugar, hacia el Señor mismo, quien con la entrega de su vida por sus amigos nos ha legado el ejemplo del amor más sublime (cf. Jn 15, 13). Abrirse a su amor es la verdadera liberación del hombre. En El, y sólo en El, alcanzamos la libertad de toda enajenación y extravío, de la esclavitud al poder del pecado y de la muerte. Jesús, que se ha hecho nuestro hermano, nos ofrece un acceso libre al Padre, elimina todo obstáculo que separa a los hombres entre sí y nos une como hermanos y hermanas. Su sangre derramada sobre este mundo por todos y cada uno de los hombres nos da a conocer la dignidad de todo el que se denomina hombre; y esto también a pesar de su rostro desfigurado y ultrajado. Yo quisiera que a muchos, que a cuantos participan en el "Katholikentag" personalmente o a través de los medios de comunicación, les cayera en suerte este regalo: reconocer en el amor de Cristo su dignidad única e incomparable.

En Berlín y en todas vuestras ciudades, en vuestras comunidades y familias pronunciad ese "Sí" al hombre en nombre del amor de Cristo, especialmente por todos aquellos que no pueden defender por sí mismos su dignidad humana, su derecho a la vida y su libertad. Pienso ante todo en los enfermos y ancianos, en los niños, en los que se encuentran con dificultades, en los que están sin trabajo. Defendedlos; compartid la predilección de Jesús por los pobres y los débiles. En ellos precisamente ha de comenzar la civilización del amor. Pero, mirando a vuestra ciudad y a vuestro país, pienso no tan sólo en necesidades materiales y externas; pienso al mismo tiempo en el terrible sufrimiento moral de muchos: en familias destruidas, en drogadictos, en hombres que no descubren ya ningún sentido en su vida. "No estéis en deuda con nadie, a no ser en el amor mutuo", nos dice San Pablo (Rom 13, 8). Sed para todos ellos testigos del amor de Cristo, animándolos, compartiendo con ellos su dolor, vendando sus heridas. Pero yo escucho también los lamentos de muchos que debieran haber nacido y no han llegado a nacer. Procurad conseguir de las madres y padres que dejen espacio a la vida de los hijos aún por nacer. Luchad sin descanso en favor de la inviolabilidad de toda vida humana, por muy débil e imperceptible que ella sea.

Civilización del amor significa, entre otras cosas, poner todas las fuerzas del corazón y de la razón al servicio de la construcción de un mundo unido en la justicia y en la paz. En nombre del amor de Cristo, que es más fuerte que todo poder, egoísmo y odio, decidíos a vencer, en unión con todos los hombres de buena voluntad, la universal y mortal amenaza que se cierne sobre la paz. En la historia de vuestro pueblo, tras la última guerra, se han dado precisamente pruebas asombrosas de que es posible la reconciliación entre personas vecinas enemistadas. Redoblad vuestros esfuerzos por la unión de todos los pueblos, por la lucha contra el hambre en los países en vías de desarrollo, por .la afirmación universal de los derechos humanos. Sólo el amor es capaz de destruir la espiral diabólica de la violencia y de la contraviolencia, instaurando la verdadera paz.

"La Iglesia —como subraya el Concilio— ha sido enviada por Cristo para manifestar y comunicar la caridad de Dios a todos los hombres y pueblos" (Ad gentes, 10). Para que el testimonio de la Iglesia y de toda la cristiandad sea cada vez más eficiente y responda cada vez con más exactitud a la voluntad del Señor, nosotros debemos trabajar sin interrupción por conseguir la unidad plena en el amor y en la verdad de Cristo, sobre todo con aquellos hermanos y hermanas, con aquellas Iglesias y comunidades cristianas que, con nosotros, confiesan ante toda la humanidad que "tanto amó Dios al mundo que le dio a su único Hijo, para que todo el que crea en El no perezca, sino que tenga la vida eterna" (Jn 3, 16).

Queridos hermanos y hermanas: En los encuentros y conversaciones, en el trabajo en común y en la oración a lo largo de ese "Katholikentag", vivid esa unidad profunda en el amor del mismo Cristo con mutuo regocijo y dad testimonio de ella con alegría. "Amaos los unos a los otros con amor fraternal" (Rom 12, 10). Sólo así puede convertirse esta celebración de los católicos berlineses en un auténtico y persuasivo guía de la civilización del amor, y sólo así puede contribuir a superar, en el amor de Cristo, todas vuestras dificultades internas y externas. Esto es lo que pido en vuestro favor para estos días de gracia, y para ello os bendigo en el amor de Cristo y en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.

Vaticano, 21 de mayo de 1980.



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