DISCURSO DEL PAPA JUAN PABLO II
A LOS MIEMBROS DEL CUERPO DE VIGILANCIA
DEL ESTADO DE LA CIUDAD DEL VATICANO
Lunes 18 de diciembre de 1978
Queridísimos hijos:
Estoy contento de hallarme hoy aquí con vosotros para un encuentro breve, pero mucho más cordial y jubiloso, para saludaros con especial efusión de sentimientos. Dos son los motivos que me impulsan a dirigiros la palabra.
El primero consiste en el servicio particular que desarrolláis con solicitud infatigable en el ámbito de esta Ciudad del Vaticano. Sé cuánta exigencia supone esto y qué espíritu de responsabilidad requiere para cada uno de vosotros. Pues bien, yo estoy aquí para agradeceros vuestro servicio, vuestra diligencia, y el trabajo con que cumplís la tarea que se os ha confiado. Vuestro deber de vigilancia para que todo se desenvuelva dentro de la seguridad y del orden puede ser ocasión y fuente para vuestra disciplina personal y, por lo tanto, para una autoeducación humana y espiritual. En este sentido acaso no resulte inoportuno recordar que el Evangelio invita a todos los cristianos a una actitud constante de fecunda "vigilancia" en relación con la venida del Señor.
El hecho de desarrollar vuestra actividad cerca de la tumba de San Pedro, centro de la catolicidad, es indudablemente un gran honor y debe ser para vosotros un motivo también de íntima alegría, pero además de saludables reflexiones. Esto debe ser un estímulo para vivir en plenitud la vida cristiana. El vuestro no es un empeño o un servicio cualquiera; el vuestro es un deber que exige fe y coherencia, de modo que también podáis testimoniar vuestras convicciones religiosas y vuestro amor a Cristo, a la Iglesia y al Papa, en la vida cotidiana.
Mi visita y mi saludo se inspiran hoy, además, en un segundo motivo. La Navidad ahora ya está cerca. Todos debemos esperar al Señor y estar prontos a recibirlo come se debe: con fe, interés y alegría. Cuando nace en Belén, los primeros en recibirlo y en rendirle homenaje fueron los pastores vigilantes; así escribe San Lucas: «unos pastores que pernoctaban al raso, y de noche se turnaban velando sobre su rebaño» (Lc 2, 8). Esta es la actitud justa, necesaria para todos. Por lo tanto, también vosotros estáis invitados a ser como aquellos custodios de los rebaños, o como aquellas vírgenes prudentes que a la llegada del esposo estaban preparadas para salir a su encuentro (cf. Mt 25, 6-10). Con esta condición la Navidad viene a ser verdaderamente una "fiesta" en el sentido pleno del término, con la consiguiente proyección sobre la vida diaria: aquellos pastores, en efecto, después de la visita a Jesús, «se volvieron glorificando y alabando a Dios por todo lo que habían oído y visto» (Lc 2, 20).
En este momento mi palabra se transforma en felicitación, verdaderamente sentida, para vosotros y vuestras familias. Que esta próxima Navidad sea una verdadera ocasión de amor, de paz, de intimidad en vuestras casas: sólo con esta realidad es posible una auténtica y duradera prosperidad humana y cristiana que de todo corazón pido al Señor para vosotros. Y que el Señor os proteja, os recompense, os estimule con la abundancia de sus gracias, de las que quiere ser prenda mi especial bendición apostólica.
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