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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS PARTICIPANTES EN UN SIMPOSIO DE TÉCNICA ORTOPÉDICA
Y A LA FEDERACIÓN ITALIANA DE MÉDICOS ORTOPÉDICOS


Lunes 19 de noviembre de 1979

 

Queridos hermanos y amigos de la Federación italiana de especialistas en la técnica ortopédica:

Muy gustosamente he correspondido a vuestro vivo deseo de encontraros conmigo en una audiencia especial, después del doble e importante congreso científico que habéis tenido estos días en Florencia. No sólo estoy contento por vuestra presencia, y agradecido por los sinceros sentimientos de atención en los que se inspira, sino que, además estoy complacido por una serie de motivos que quisiera exponer inmediatamente como demostración de la estima e interés que vuestra profesión y vuestra especialización merecen también por parte de la Iglesia.

1. La primera palabra, esto es, el primer motivo de complacencia está en el carácter amplio y abierto del congreso: promovido por la benemérita Asociación F.I.O.T.O., ha tenido una clara e intencionada dimensión internacional, incluyendo, junto a los expertos y a los clínicos italianos, no pocos ilustres colegas de otras naciones y, señaladamente del área mediterránea. Esto quiere decir mucho, no sólo desde el punto de vista científico, sino también desde el punto de vista ético y espiritual. Efectivamente, un encuentro tan amplio significa disponibilidad a la colaboración, intercambio de experiencias y de métodos, confrontación de los resultados y —además de estos datos objetivos— un incremento indudablemente positivo de las relaciones interpersonales. Vuestro simposio, amigos, ha permitido ciertamente no sólo un fecundo contacto a nivel de especialistas, sino también un mejor conocimiento directo recíproco, que se manifestará muy útil también en el futuro. Al tener la responsabilidad de la Iglesia, que —como sabéis— es esencialmente una comunión viva y activa entre los creyentes, yo me congratulo sentidamente por el espíritu comunitario y fraterno que ha animado al presente congreso.

2. Pero no es suficiente: en efecto, ¿cómo podría olvidar que vuestro interés se ha concentrado de manera peculiar en las enfermedades de la infancia y de la adolescencia, y en los problemas que su tratamiento plantea a vuestra profesión? He aquí, pues, que, en el Año Internacional del Niño, habéis intentado dar una aportación original y específica, debatiendo numerosos temas que van desde el conocimiento a la terapéutica, desde la investigación a los aparatos ortopédicos, necesarios para prevenir o curar las no raras malformaciones de los más pequeños. Esto os ha proporcionado con todo derecho el patrocinio honorífico de la UNICEF, pero os hace merecer igualmente el aplauso y el reconocimiento de tantos padres, más aún, de toda la sociedad, que no puede menos de aventajarse por la salud y la integridad de las nuevas generaciones. ¿Cuántas veces hemos constatado dolorosamente cómo ciertas malformaciones, al no haber sido diagnosticadas o curadas a tiempo, han perjudicado el desarrollo del niño o se han convertido en irreversibles?

Este compromiso vuestro —estoy seguro de ello— continuará más allá de la ocasión que acaba de reuniros, y se reflejará en el ejercicio cotidiano de la disciplina ortopédica dentro de vuestros ambulatorios y hospitales. Por eso, no necesitáis de un estímulo especial: sólo deseo sugeriros que tengáis siempre clara conciencia del alto valor humano y social de vuestro trabajo, como también de las amplias posibilidades que presenta en orden al alivio de tanto sufrimientos, que deben apremiar todavía más vuestro esfuerzo y dedicación de médicos, la de vuestros asistentes y de todo el personal sanitario, cuando afectan a quien se está asomando a la vida. Este pensamiento de aliviar el dolor de los otros y —tan frecuentemente— el dolor inocente, debe, a su vez, sosteneros en los sacrificios y en los mismos riesgos que vuestra profesión comporta.

3. Al llegar aquí, se podría pensar que las consideraciones que acabo de hacer valen para todos los sectores del arte de la medicina y que tienen, por lo mismo, un carácter general. Ciertamente, los principios de la deontología profesional y las normas éticas son fundamentalmente iguales para las distintas especializaciones, pero me parece que vuestro trabajo, queridos amigos, tiene no sólo su fisonomía obvia y su definido campo de aplicación, sino también una típica capacidad de intervención respecto a ciertos males que afectan más por su carácter, diría. macroscópico. Sólo quiero decir dos nombres: los niños mutilados y los poliomielíticos. ¿Quién no recuerda la obra admirable y ejemplar que, después de la segunda guerra mundial. desarrolló en Italia el llorado don Carlo Gnocchi, con la cooperación indispensable de los médicos y de los especialistas en ortopedia, para socorrer a tantos niños gravemente heridos en su físico y bloqueados en su desarrollo? Y si hoy, gracias al progreso de la ciencia, la terrible enfermedad de la poliomielitis ha cesado de ser una grave amenaza social, cuántas personas afectadas quedan todavía por curar, cuántos "desenlaces" perduran aún, cuánta actividad hay todavía para vosotros ortopédicos.

Y debería hablar, además, de las desgracias en el trabajo, de los accidentes de la carretera, de los crecientes peligros de la motorización, para confirmar cuánto ha aumentado el campo de intervención por parte vuestra como especialistas. Lejos de ser considerado inductivamente uno de los tantos sectores de la medicina, el vuestro es en realidad un sector amplio y delicado, de importancia creciente, en el que las responsabilidades morales son igual a las dificultades intrínsecas de la profesión.

4. En el "depliant" que anuncia e ilustra los diversos temas de vuestro simposio, he observado una litografía, que en su parte superior representa dos manos con los índices que se tocan. Ciertamente está tomada de la escena de Miguel Ángel en la bóveda de la Capilla Sixtina, allí donde con evidencia plástica está pintado el dedo de Dios que transmite la existencia, la vida y la energía al dedo del primer hombre. Esto me ha agradado mucho: cada hombre, en realidad, como es creado por Dios a su imagen y semejanza (cf. Gén 1, 26), así recibe de El una superioridad ontológica sobre todas las cosas creadas, y con ella un poder tal, que le permite escrutar, utilizar, dominar y perfeccionar, en cierto modo, la naturaleza (ib., 1, 28).

Bajo este punto de vista se puede afirmar que cada hombre es un colaborador de Dios. También en vuestra profesión, en las técnicas que genialmente sabéis poner a punto para bien de los hermanos que sufren, debéis pensar en esto, y esto debe deciros a vosotros mismos: "Como médico también yo soy colaborador de Dios en restituir la salud al cuerpo enfermo; lo soy también como ortopédico, al restaurar algunas partes del cuerpo heridas por la enfermedad o por dolorosos acontecimientos, y al rehabilitarlas de manera que puedan desarrollar su función originaria. Con la ayuda de Dios, pues, yo puedo, más aún, quiero contribuir a devolver a los enfermos que están a mi cuidado —además del deseado restablecimiento de la eficiencia de los miembros físicos— la necesaria serenidad interior y la alegría de vivir una vida sana y libre junto a los otros hombres".

En confirmación de este deseo y en recuerdo del encuentro de hoy, os bendigo de corazón, invocando sobre vuestras personas y sobre vuestra actividad el consuelo superior de los favores celestes.

 



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