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VIAJE APOSTÓLICO A ESPAÑA

CEREMONIA DE BIENVENIDA

DISCURSO DEL PAPA JUAN PABLO II

Aeropuerto Internacional de Madrid-Barajas
Domingo 31 de octubre de 1982

 

Majestades,
venerables hermanos en el Episcopado,
Autoridades,
querido pueblo de España,
¡Alabado sea Jesucristo!

1. Con verdadera emoción acabo de pisar suelo español. Bendito sea Dios, que me ha permitido venir hasta aquí, en este mi viaje apostólico.

Desde el primer momento de mi llegada a la capital de la nación, mando mi saludo y recuerdo más cordiales a todos los habitantes de España. Los de las ciudades y de los pueblos; de la Península o de las islas; de las grandes urbes o del último caserío disperso en la montaña o en la llanura; los de centros que visitaré en los próximos días y de los que no podré visitar físicamente.

Pensando en todos he emprendido esta visita pastoral, concebida y destinada por igual a todos los hijos de la nación, a pesar de las inevitables localizaciones geográficas de la visita. Por ello, desde cualquier lugar donde me encuentre con los diversos sectores o grupos de la Iglesia en España, estaré hablando intencionalmente a ese sector o grupo eclesial de toda la nación.

La comunión en el amor de Cristo, la imagen televisada y las ondas de la radio serán nuestros vínculos constantes en estos días. Manteniendo siempre ese carácter exclusivamente religioso-pastoral que tiene mi viaje, y que lo coloca por encima de propósitos políticos o de parte. Un carácter que, estoy seguro, todos deseáis justamente preservar, y os pido preservéis, colaborando eficazmente en tal dirección.

2. Y ahora, después de este saludo, quiero expresaros mi más profunda gratitud.

Gratitud, en primer lugar, a Su Majestad el Rey Don Juan Carlos, que ha tenido la deferencia de venir a recibirme a este aeropuerto de Barajas y que, interpretando sus propios sentimientos, los de la Reina y del pueblo español, me ha dado con fervientes y nobles palabras una cordial bienvenida.

Gratitud al Gobierno, Autoridades y Representantes del pueblo, por su grata presencia en este acto y por su preciosa colaboración en los preparativos de esta visita.

Gratitud a todos vosotros, queridos hermanos y hermanas españoles; por el calor de vuestro recibimiento, por el afecto puesto en la hospitalidad dispensada a un amigo, y sobre todo a quien España siempre ha querido entrañablemente a lo largo de su historia: al Papa.

3. Precisamente porque conozco bien y aprecio en todo su significado ese rasgo característico del catolicismo español, deseo corresponder con una confidencia.

Llego a vosotros al cumplirse mi cuarto año de pontificado. Exactamente un año después de cuando estaba programado, y que no pudo realizarse por las conocidas causas. Y quiero ahora manifestaros que desde los primeros meses de mi elección a la Cátedra de San Pedro pensé con ilusión en un viaje a España, reflexionando incluso sobre la ocasión eclesial propicia para tal visita.

Hoy me trae a vosotros la clausura —en vez de la apertura— del IV centenario de la muerte de Santa Teresa de Jesús, esa gran santa española y universal, cuyo mayor timbre de gloria fue ser siempre hija de la Iglesia y que tanto ha contribuido al bien de la misma Iglesia en estos cuatrocientos años.

4. Vengo, por ello, a rendir homenaje a esa extraordinaria figura eclesial, proponiendo de nuevo la validez de su mensaje de fe y humanismo.

Vengo a encontrarme con una comunidad cristiana que se remonta a la época apostólica. En una tierra objeto de los desvelos evangelizadores de San Pablo; que está bajo el patrocinio de Santiago el Mayor, cuyo recuerdo perdura en el Pilar de Zaragoza y en Santiago de Compostela; que fue conquistada para la fe por el afán misionero de los siete varones apostólicos; que propició la conversión a la fe de los pueblos visigodos en Toledo; que fue la gran meta de peregrinaciones europeas a Santiago; que vivió la empresa de la reconquista; que descubrió y evangelizó América; que iluminó la ciencia desde Alcalá y Salamanca, y la teología en Trento.

Vengo atraído por una historia admirable de fidelidad a la Iglesia y de servicio a la misma, escrita en empresas apostólicas y en tantas grandes figuras que renovaron esa Iglesia, fortalecieron su fe, la defendieron en momentos difíciles y le dieron nuevos hijos en enteros continentes. En efecto, gracias sobre todo a esa simpar actividad evangelizadora, la porción más numerosa de la Iglesia de Cristo habla hoy y reza a Dios en español. Tras mis viajes apostólicos, sobre todo por tierras de Hispanoamérica y Filipinas, quiero decir en este momento singular: ¡Gracias, España; gracias, Iglesia en España, por tu fidelidad al Evangelio y a la Esposa de Cristo!

5. Esa historia, a pesar de la lagunas y errores humanos, es digna de toda admiración y aprecio. Ella debe servir de inspiración y estímulo, para hallar en el momento presente las raíces profundas del ser de un pueblo. No para hacerle vivir en el pasado, sino para ofrecerle el ejemplo a proseguir y mejorar en el futuro.

No ignoro, por otra parte, las conocidas tensiones, a veces desembocadas en choques abiertos, que se han producido en el seno de vuestra sociedad, y que han estudiado tantos escritores vuestros.

En ese contexto histórico-social, es necesario que los católicos españoles sepáis recobrar el vigor pleno del espíritu, la valentía de une fe vivida, la lucidez evangélica iluminada por el amor profundo al hombre hermano. Para sacar de ahí fuerza renovada que os haga siempre infatigables creadores de diálogo y promotores de justicia, alentadores de cultura y elevación humana y moral del pueblo. En un clima de respetuosa convivencia con las otras legítimas opciones, mientras exigís el justo respeto de las vuestras.

6. Para que esta visita surta los efectos que todos deseamos, he aquí tres vertientes que marcan los grandes objetivos de mi viaje a España:

— confirmar en la fe, como Sucesor de Pedro, a mis hermanos (Cfr. Luc. 22, 32). Para que la luz de Cristo siga alumbrando e inspirando la existencia de cada uno. Para que se respete la dignidad de todo hombre, que en Cristo halla su fundamento último;

— confortar la esperanza, que es consecuencia de la fe y que ha de abrirnos al optimismo. ¡No tengáis miedo! ¡Abrid las puertas a Cristo!, dije al principio de mi pontificado. Es el mensaje de esperanza que traigo también en esta visita;

— alentar las energías de la Iglesia y las obras de los cristianos. Para que sigan siendo —como a lo largo de la historia— árbol cuajado de frutos de amor a Cristo y a los hombres. Para que los cristianos combatan batallas de paz y amor, estén comprometidos en la solidaridad con los hombres y sean en el momento actual generosos y perseverantes en obras de servicio, para el bien de todos los españoles y de la Iglesia universal.

Que Dios bendiga a España. Que Dios bendiga a todos los españoles con la concordia y la comprensión mutuas, con la prosperidad y la paz.

Al Apóstol Santiago, Patrón de España, me encomiendo.

E invoco la protección de la Virgen Santísima del Pilar, Patrona de la Hispanidad, para que Ella bendiga este viaje.

 



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