DISCURSO DEL PAPA JUAN PABLO II
AL EMBAJADOR DE AUSTRALIA ANTE LA SANTA SEDE*
Sábado 28 de marzo de 1987
Señor Embajador:
Es un gran placer para mí aceptar sus Cartas Credenciales y darle la bienvenida como Embajador Extraordinario y Plenipotenciario de Australia. Hago esto con vivos recuerdos de mi reciente visita pastoral a su País, que me dio la posibilidad de ser testigo directo del espíritu bondadoso y generoso del pueblo australiano. Como mencioné durante esa visita, me alegro de la armonía, amistad y cooperación que caracterizan las relaciones entre la Mancomunidad de Australia y la Santa Sede.
Ciertamente debemos seguir teniendo como objetivo común la búsqueda de esos valores que Su Excelencia ha mencionado: la paz, la justicia y los Derechos Humanos. Usted ha hablado de la búsqueda de la paz por medio del control de los armamentos y por medio de la creación de una economía mundial más justa y equitativa. Le agradezco que haya expresado estas aspiraciones, que reflejan los sentimientos de la Iglesia y ciertamente de todos los hombres de buena voluntad. Los valores que constituyen la base de estos sentimientos trascienden los intereses de cualquier nación y se hallan destinados a estar al servicio del bienestar espiritual y material de toda la Humanidad. En el núcleo de la búsqueda de la justicia y de la paz se encuentra la profunda verdad a la que hice referencia en mi Mensaje para la Jornada mundial de la paz 1987: que, como una única familia humana, estamos llamados a reconocer nuestra solidaridad básica como la condición fundamental de nuestra vida en común en esta tierra. Esta solidaridad debe reflejarse en nuestra actitud con los demás seres humanos, individual y colectivamente, y en los pasos prácticos que dan las naciones para favorecer el bien de la Humanidad o simplemente para promover la buena voluntad. Entre estos podemos incluir los planes de acción y los programas que fomentan la franqueza y la honestidad entre los pueblos, especialmente en sus alianzas para objetivos justos y en sus esfuerzos cooperativos.
La promoción de la solidaridad humana en nuestras actitudes y en nuestras acciones es una clave para la paz que todos pretendemos no sólo con la búsqueda del control de los armamentos y terminando con todas las guerras, sino también con la búsqueda de soluciones justas y éticas de problemas tales como la cuestión de la deuda internacional. Observo con satisfacción que el Gobierno australiano ha tomado en consideración la serie de reflexiones sobre este último tema publicadas por la Pontificia Comisión para la Justicia y la Paz. No hay duda de que Australia ha de desempeñar su propio papel en el fomento de soluciones para este problema. Como dije a los miembros del Parlamento australiano con ocasión de mi visita: «Me tomo la libertad de pedirles a ustedes que tanto han recibido de Dios, algo más que una respuesta generosa a la crisis que padecen otros pueblos. Deben tomar la iniciativa de ir al encuentro de otros pueblos dondequiera que éstos se hallen. Son una parte muy importante de un mundo que necesita la experiencia de la reconciliación y de la solidaridad» (L’Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 7 de diciembre de 1986, pág. 4).
Como usted lo ha observado, Señor Embajador, la búsqueda de un orden internacional más equitativo y pacífico es extremadamente exigente. Creo, sin embargo, y estoy seguro que usted también lo cree, que es posible mover a las personas, como individuos y como naciones, para que actúen de manera que fomenten verdaderamente la paz y el diálogo en lugar de la violencia y la injusticia. Una de las fuerzas que motivan más profundamente a este respecto es la verdad de nuestra humanidad común y de nuestra común responsabilidad de la supervivencia y el bienestar de la familia humana. Comparto la convicción del pueblo australiano y de su Gobierno de que la dedicación paciente y perseverante a las iniciativas constructivas sociales, económicas y diplomáticas puede suponer un gran aliento en un mundo que suspire por las bendiciones de la justicia y de la paz. La Iglesia Católica en su País ha contribuido a este proceso y seguirá contribuyendo por medio de su apoyo y su participación en aquellos esfuerzos que verdaderamente fomentan el bien de Australia y el bien más amplio de la familia y de las naciones.
Con este espíritu le quiero garantizar mis oraciones y mis mejores deseos para el éxito de su misión. Mediante el cumplimiento de sus deberes diplomáticos, usted prestará un importante servicio no sólo a su propio País sino a todos los pueblos que creen que existen otras alternativas fuera de la violencia y de la opresión para solucionar los conflictos que surgen entre las naciones. La Santa Sede sinceramente le promete su plena cooperación en sus responsabilidades.
Le ruego que transmita mis cordiales saludos al Gobernador general, al Primer Ministro y a todos los miembros del Gobierno australiano. Y sobre usted y sobre todo el pueblo de Australia invoco las abundantes bendiciones de Dios Omnipotente.
*L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, n.36, p.22.
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