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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL SÉPTIMO GRUPO DE OBISPOS DE FRANCIA
EN VISITA «AD LIMINA APOSTOLORUM»


Sábado 22 de marzo de 1997

 

Queridos hermanos en el episcopado:

1. Me alegra acogeros durante vuestra visita ad limina. Para vosotros es la ocasión de afirmar la misión que habéis recibido, gracias a la oración ante las tumbas de los apóstoles Pedro y Pablo, y a los encuentros que tendréis con los diferentes dicasterios de la Curia romana. Vuestra presencia en Roma manifiesta la comunión fraterna que existe entre el Sucesor de Pedro y los obispos diocesanos, en torno a Cristo, que es la Cabeza de la Iglesia. «Estamos en lugares diferentes de la Iglesia, pero no estamos separados de su Cuerpo, "porque hay un solo Dios, y también un solo mediador entre Dios y los hombres" (1 Tm 2, 5)» (San Paulino de Nola, Carta, 2, 3). Nuestros encuentros me permiten estar cerca de todos los que, junto con vosotros, se comprometen en la misión y contribuyen al dinamismo de la comunidad diocesana.

El presidente de vuestra región apostólica del este, monseñor Marcel Herriot, ha presentado un panorama de vuestras preocupaciones pastorales; se lo agradezco. Esta parte de Francia presenta muchos contrastes y experimenta, a veces en un nivel más profundo, las dificultades de la sociedad en el conjunto del país. Esto no debe desalentar a los fieles; por el contrario, ha de llevarlos a una solidaridad generosa con los más necesitados, independientemente de su origen. Por otra parte, la situación de vuestra región, en una de las grandes encrucijadas de Europa, os impulsa a tener con vuestros vecinos intercambios que no pueden menos de ser provechosos para todos; vuestra experiencia será valiosa para preparar la nueva Asamblea especial para Europa del Sínodo de los obispos, pues la Iglesia en este continente se beneficiará de un mayor conocimiento mutuo y una mayor colaboración fraterna. Observo también que, en muchas de vuestras diócesis, la presencia de importantes comunidades eclesiales nacidas de la Reforma invita a tomar parte activa en el diálogo ecuménico, que constituye una de las grandes tareas que hay que proseguir en el umbral del tercer milenio. Para la vitalidad de la Iglesia, a pesar de las zonas de sombra, la fuerte tradición cristiana de vuestras regiones inspira confianza en el futuro y, como observáis, no faltan signos de esperanza.

2. Como mostráis claramente en vuestros informes quinquenales, entre los aspectos de la pastoral que os preocupan está la cuestión de las vocaciones. Desde hace varios años, en algunas de vuestras diócesis ha sido escaso el número de jóvenes que aceptan comprometerse en el camino del sacerdocio o de la vida consagrada. Los sacerdotes se encuentran cada vez más sobrecargados y no ven llegar el relevo. Pero, lejos de flaquear en su ardor misionero, siguen realizando incansablemente su labor pastoral. Quiero felicitarlos por su valor y repetirles que no hay que desalentarse, pues el Señor no abandona jamás a su Iglesia. El período de crisis que atraviesan vuestras diócesis no debe hacer que el conjunto de vuestras comunidades diocesanas olviden que conviene proseguir e intensificar los esfuerzos por transmitir a los jóvenes la llamada al sacerdocio y a la vida consagrada, sin subestimar por ello la vocación al matrimonio.

3. Muchos de vosotros habéis subrayado que hoy los jóvenes no quieren comprometerse, por temor al futuro y por falta de testigos capaces de ser ejemplos convincentes y atrayentes. Es importante que los sacerdotes y todo el pueblo cristiano crean que Dios sigue llamando incansablemente a hombres y mujeres a su servicio, en lo más íntimo de su corazón y a través del testimonio de la comunidad eclesial. Por eso, todos los fieles de Cristo tienen que dar su contribución para ayudar a los jóvenes a afrontar el futuro sin excesivo temor, para hacer que descubran la alegría que produce el seguimiento de Cristo, y para impulsarlos a confiar en sí mismos y a discernir pacientemente la voz del Señor, como hizo el profeta Elías con el joven Samuel (cf. 1 S 3, 1-19).

4. En este campo, la familia tiene un papel específico que desempeñar. Los jóvenes aprenden ante todo de sus padres las primeras nociones de la fe, el camino de la oración y la práctica de las virtudes. Del mismo modo, la disponibilidad a responder a una vocación particular viene de la disposición filial de un corazón que quiere cumplir la voluntad del Señor y sabe que Cristo tiene palabras de vida eterna (cf. Jn 6, 68). Algunas familias pueden sentirse preocupadas al ver que sus jóvenes se comprometen en el seguimiento de Cristo, particularmente en un mundo donde la vida cristiana no representa un valor social atractivo. Sin embargo, invito a los padres a dirigir una mirada de fe al futuro de sus hijos y a ayudar a los jóvenes a realizar libremente su vocación; así serán felices en la vida, pues el Señor da a quienes elige la fuerza y los recursos espirituales necesarios para superar las dificultades. La entrega total de sí al Señor y a la Iglesia es fuente de alegría y «síntesis de la caridad pastoral» (Pastores dabo vobis, 23). Exhorto a los fieles laicos a comprometerse en la pastoral de las vocaciones y a sostener a los jóvenes que muestran deseos de consagrarse al servicio de la Iglesia; afortunadamente, algunos laicos ya participan en las actividades de los servicios diocesanos de vocaciones, pero no debe ser únicamente preocupación de unas pocas personas. En esta perspectiva, es importante que, en el seno de las comunidades cristianas, se reconozca claramente el lugar del sacerdote y el de las personas consagradas. En particular, todos deben recordar que la vida eclesial no puede existir sin la presencia del sacerdote, que actúa en nombre de Cristo, Cabeza de la Iglesia, y que, en su nombre, reúne al pueblo en torno a la mesa del Señor y le transmite el perdón de los pecados. De igual modo, la ausencia de personas consagradas, contemplativas o de vida activa, puede hacer que se olvide que el compromiso por el reino de los cielos es el aspecto primordial de toda vida cristiana. Es evidente que si los jóvenes no tienen contactos personales con sacerdotes o personas consagradas, y si no perciben la misión específica de cada uno, les resultará difícil pensar en escoger este tipo de compromiso.

5. Constatáis que algunos jóvenes que piensan en el sacerdocio y algunos seminaristas ya en formación han atravesado períodos difíciles en su vida. Unos siguen siendo frágiles, a veces a causa de un ambiente social o familiar que ha podido producirles heridas que requieren mucho tiempo para cicatrizarse, o bien, como se ha comprobado durante recientes visitas canónicas, a causa de la movilidad permanente de las familias, que dificulta un arraigo humano, o a causa de las costumbres degradadas que se encuentran frecuentemente en la sociedad, o, incluso, por el hecho de que algunos candidatos se han convertido recientemente. Por tanto, conviene ayudarles a forjar su personalidad, para que lleguen a ser el edificio espiritual del que habla san Pedro (cf. 1 P 2, 5). Esto requiere de vosotros y de los responsables de los servicios de vocaciones una atención especial, para guiar con esmero y delicadeza la etapa del discernimiento y de la preparación. En particular, será necesario velar para que los formadores tengan las cualidades requeridas y mantengan firmes las líneas esenciales de la formación sacerdotal.

Para esta fase preparatoria, ciertos obispos han decidido solicitar a los candidatos, bajo diversas formas, un año propedéutico, iniciativa que, al parecer, está dando buenos frutos. Así, al término de la primera etapa, los candidatos deben presentar «determinadas cualidades: la recta intención, un grado suficiente de madurez humana, un conocimiento bastante amplio de la doctrina de la fe, alguna introducción a los métodos de oración y costumbres conformes con la tradición cristiana» (Pastores dabo vobis, 62). Para que puedan afrontar luego las diferentes tareas del ministerio, los jóvenes deben aceptar progresar, a fin de adquirir la necesaria madurez psicológica, humana y cristiana de todo servidor de Cristo y de la Iglesia. Durante el año propedéutico, los candidatos profundizan principalmente el sentido de la teología de la elección y de la alianza que Dios hace con los hombres. Así, se disponen a escuchar la llamada de Cristo y de la Iglesia, y a vivir en la obediencia el camino de formación propuesto por el obispo y, después, las misiones pastorales que se les confíen.

6. Como responsables de la llamada de los candidatos que mañana serán vuestros colaboradores en el sacerdocio, os corresponde determinar la oportunidad de acoger candidatos que procedan de otras diócesis, según las disposiciones canónicas (cf. cc. 241 y 242) y pastorales recordadas recientemente en la Instrucción sobre la admisión en el seminario de candidatos procedentes de otras diócesis o de otras familias religiosas, que os ha dirigido la Congregación para la educación católica. A este propósito, una acogida sin discernimiento puede ser perjudicial para los mismos jóvenes que, en lugar de entrar en un camino de relación confiada y de obediencia filial con el obispo de su diócesis, se sienten tentados a veces de elegir su diócesis de incardinación y sus lugares de formación según criterios puramente subjetivos; se convierten, en cierto modo, en maestros de su propia formación, en función de su sensibilidad y no de criterios objetivos. Esta actitud no puede menos de debilitar su sentido del servicio, su espíritu de apertura a la pastoral diocesana y su disponibilidad para la misión eclesial.

7. Con el conjunto de la Conferencia episcopal, estáis examinando de nuevo los fundamentos de la formación espiritual, filosófica, teológica y pastoral de los jóvenes llamados al sacerdocio. Me alegra el trabajo que realizáis actualmente para concluir la nueva Ratio studiorum, que deberá regir desde ahora la formación en los seminarios de Francia. En efecto, a los obispos, en colaboración continua y confiada con los equipos de animación de los seminarios, les compete organizar los estudios de los candidatos al ministerio presbiteral, pues sois vosotros quienes los llamáis y, por la imposición de las manos, los hacéis entrar en el presbiterio diocesano.

El seminario es una institución central en la diócesis; participa en la visibilidad del Cuerpo de Cristo y en su dinamismo pastoral; y contribuye a la unidad de todos los componentes de la comunidad cristiana, porque la formación sacerdotal se sitúa más allá de las sensibilidades pastorales particulares. Al realizar en él todo su itinerario, o una parte, los seminaristas tienen la posibilidad de estar cerca de su obispo, de los sacerdotes y de las múltiples realidades humanas y eclesiales locales. Cuando no hay un seminario en el lugar, es importante que el obispo y sus colaboradores encargados de los seminaristas mantengan relaciones orgánicas con los seminarios adonde envían a sus candidatos. También es conveniente que, a pesar de la distancia geográfica, se encuentre el modo de dar a conocer a los fieles de la diócesis, sobre todo a los jóvenes, estas instituciones con toda su vitalidad: si se las desconoce, hay menos posibilidades de que entren en ellas quienes escuchan la llamada del Señor.

8. El seminario, compuesto por personas que vienen de horizontes diferentes, debe transformarse en una familia y, a imagen de esta última, permitir que cada joven, con su sensibilidad propia, madure su vocación, tome conciencia de sus futuros compromisos y se forme en la vida comunitaria, espiritual e intelectual, bajo la guía de un equipo de sacerdotes y profesores formados específicamente con vistas a esta misión. Así, los jóvenes se preparan para ser miembros activos del presbiterio en torno al obispo.

A lo largo de los ciclos sucesivos, habrá que poner el acento en el principio unificador de toda vida cristiana: el amor a Cristo, a la Iglesia y a los hombres, pues viviendo en el amor es como nos configuramos con Cristo, pastor y sumo sacerdote, y es con el amor como se guía la grey del Señor. «No se puede ser un buen pastor, si no se llega a ser una sola cosa con Cristo y con los miembros de su Cuerpo, por la caridad. La caridad es el primer deber del buen pastor» (Santo Tomás de Aquino, Sobre el evangelio de Juan, 10, 3). Por tanto, es fundamental la formación en la relación con Cristo, mediante la oración y la práctica personal de los sacramentos, en particular los de la reconciliación y la Eucaristía, que es la escuela de la vida sacerdotal; el sacerdote está llamado a ser el icono de Cristo en su vida personal y en los diferentes actos de su ministerio (cf. Lumen gentium, 21; Pastores dabo vobis, 16 y 49). También es la vida espiritual la que hace que la misión sea plenamente fecunda.

Conviene, asimismo, estimular en los candidatos la práctica de las virtudes teologales y morales, mediante un entrenamiento en la disciplina de vida y el dominio de sí mismos. Un futuro sacerdote también debe aprender a poner su vida en las manos del Salvador, a sentirse miembro de la Iglesia diocesana y, así, de la Iglesia universal, y a realizar su actividad en la perspectiva de la caridad pastoral (cf. Optatam totius, 8 y 9).

La formación pastoral no puede ser sólo teórica; los seminarios atribuyen, con razón, un lugar notable a las actividades de orden pastoral sobre el terreno, lo que favorece el arraigo de los jóvenes en la comunidad local. Sin embargo, esforzaos por mantener la prioridad de los estudios, pues si la seria profundización intelectual de los ciclos del seminario fuera insuficiente, sería prácticamente imposible compensarla después.

9. Todo esto se lleva a cabo juntamente con una sólida formación intelectual, filosófica y teológica, que es esencial para que los jóvenes puedan llegar a ser misioneros, que anuncien a sus hermanos la buena nueva del Evangelio y los misterios cristianos. Por eso, el estudio ocupará un lugar importante y preparará a los sacerdotes para la formación permanente, indispensable durante todo su ministerio, puesto que una vida espiritual que no se alimenta incesantemente con la actividad intelectual corre el riesgo de empobrecerse. Se necesita una gran pasión por la verdad. El decreto conciliar Optatam totius ha esbozado con notable equilibrio las grandes líneas directrices de los estudios eclesiásticos; conviene tenerlo siempre como punto de referencia (cf. principalmente los nn. 14-17).

No hay que subestimar los estudios filosóficos, pues sensibilizan a las personas para buscar a Dios de diferentes maneras; desarrollan una cultura que permite estar continuamente en diálogo con el mundo, para poder invitarlo a volver a Cristo; y, en fin, proporcionan elementos para desarrollar una antropología cristiana, formar en el campo moral y dar razón del misterio cristiano.

¿Hay necesidad de subrayar también el lugar privilegiado que corresponde al estudio de la palabra de Dios, para acoger su mensaje siempre vivo y ser sus testigos iluminados? Naturalmente, una buena base en las diferentes ramas de la teología es indispensable para que los sacerdotes puedan responder a las expectativas de sus contemporáneos y ayudarles a superar presentaciones superficiales de la enseñanza de la Iglesia, que no pueden confirmarlos en la fe. La teología de la liturgia, en particular, permite a los ministros de la Eucaristía y de los demás sacramentos celebrar dignamente los misterios, cuyos administradores son, y mostrar toda su riqueza y todo su alcance a los fieles.

Todo lo que se puede decir de la formación intelectual de los futuros sacerdotes, y también de las necesidades crecientes de la formación de los laicos, me lleva a invitaros, en la perspectiva de los años futuros, a realizar los esfuerzos necesarios para prever una formación académica más esmerada de los sacerdotes jóvenes que poseen aptitudes para ello, a fin de que tengan la posibilidad de comprometerse en la investigación y asegurar la enseñanza. Por otra parte, también es importante que os esforcéis por preparar a algunos sacerdotes en el discernimiento de las vocaciones, en la dirección espiritual y en la animación de la vida comunitaria.

10. Queridos hermanos en el episcopado, conozco vuestra solicitud por vuestros seminarios. La reciente visita apostólica lo ha demostrado. Conozco también vuestras dificultades y vuestra preocupación por el escaso número de seminaristas que hay en el momento actual. Por eso, he deseado tratar con vosotros ciertos aspectos, ya que no puedo abordarlos todos aquí. Pero quería animaros y aseguraros, una vez más, que la prueba actual que atraviesan vuestras diócesis sólo se puede entender si se mira la cruz del Señor con fe. Y, en la luz de Pascua, oiremos que el Señor nos dice a sus discípulos: «La paz con vosotros. Como el Padre me envió, también yo os envío» (Jn 20, 21).

En la esperanza, me uno a vuestra oración por las vocaciones, por los seminaristas, los sacerdotes y las personas consagradas. De todo corazón les imparto a ellos, así como a vosotros y a todos los fieles de vuestras diócesis, la bendición apostólica.

 



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