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SANTA MISA POR LOS CARDENALES Y OBISPOS
FALLECIDOS EN EL ÚLTIMO AÑO

HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

Basílica Vaticana
Lunes 3 de noviembre de 2008

 

Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:

Al día siguiente de la Conmemoración litúrgica de todos los fieles difuntos, nos hemos reunido hoy, según una hermosa tradición, para celebrar el sacrificio eucarístico en sufragio de nuestros hermanos cardenales y obispos que han abandonado este mundo durante el último año. Nuestra oración está animada y confortada por el misterio de la comunión de los santos, misterio que en estos días hemos contemplado nuevamente con el fin de comprenderlo, acogerlo y vivirlo cada vez más intensamente.

En esta comunión recordamos con gran afecto a los señores cardenales Stephen Fumio Hamao, Alfons Maria Stickler, Aloísio Lorscheider, Peter Poreku Dery, Adolfo Antonio Suárez Rivera, Ernesto Corripio Ahumada, Alfonso López Trujillo, Bernardin Gantin, Antonio Innocenti y Antonio José González Zumárraga. Creemos y sentimos que están vivos en el Dios de los vivos. Y con ellos recordamos también a cada uno de los arzobispos y obispos que en los últimos doce meses han pasado de este mundo a la casa del Padre. Queremos orar por todos, dejándonos iluminar la mente y el corazón por la Palabra de Dios que acabamos de escuchar.

La primera lectura —un pasaje del libro de la Sabiduría (Sb 4, 7-15)— nos ha recordado que la verdadera ancianidad venerable no es sólo la edad avanzada, sino la sabiduría y una existencia pura, sin malicia. Y si el Señor llama a sí a un justo antes de tiempo, es porque sobre él tiene un plan de predilección que nosotros no conocemos: la muerte prematura de una persona a la que amamos es una invitación a no limitarnos a vivir de modo mediocre, sino a tender lo antes posible hacia la plenitud de la vida. En el texto de la Sabiduría hay una vena paradójica que encontramos también en el pasaje evangélico (cf. Mt 11, 25-30).

En ambas lecturas hay un contraste entre lo que aparece a la mirada superficial de los hombres y lo que, en cambio, ven los ojos de Dios. El mundo considera afortunado a quien vive muchos años, pero Dios no mira la edad, sino la rectitud del corazón. El mundo da crédito a los "sabios" y a los "doctos", mientras que Dios siente predilección por los "pequeños". La enseñanza general que se deriva de esto es que hay dos dimensiones de la realidad: una más profunda, verdadera y eterna; y la otra, marcada por la finitud, la provisionalidad y la apariencia.

Ahora bien, es importante subrayar que estas dos dimensiones no se siguen en simple sucesión temporal, como si la vida verdadera comenzara sólo después de la muerte. En realidad, la vida verdadera, la vida eterna, comienza ya en este mundo, aun dentro de la precariedad de las circunstancias de la historia; la vida eterna comienza en la medida en que nos abrimos al misterio de Dios y lo acogemos en medio de nosotros. Dios es el Señor de la vida y en él "vivimos, nos movemos y existimos" (Hch 17, 28), como dijo san Pablo en el Areópago de Atenas.

Dios es la verdadera sabiduría que no envejece, es la riqueza auténtica que no se marchita, es la felicidad a la que aspira en profundidad el corazón de todo hombre. Esta verdad, que recorre los Libros sapienciales y vuelve a aparecer en el Nuevo Testamento, se cumple en la existencia y en la enseñanza de Jesús. En la perspectiva de la sabiduría evangélica, la muerte misma es portadora de una enseñanza saludable, porque obliga a mirar cara a cara la realidad, impulsa a reconocer la caducidad de lo que parece grande y fuerte a los ojos del mundo. Ante la muerte pierde interés todo motivo de orgullo humano y, en cambio, resalta lo que vale de verdad. Todo acaba, todos en este mundo estamos de paso. Sólo Dios tiene vida en sí mismo; él es la vida. Nuestra vida es participada, dada "ab alio"; por eso un hombre sólo puede llegar a la vida eterna a causa de la relación particular que el Creador le ha dado consigo. Pero Dios, viendo que el hombre se había alejado de él, dio un paso más, creó una nueva relación entre él y nosotros, de la que habla la segunda lectura de la liturgia de hoy. Él, Cristo, "dio su vida por nosotros" (1 Jn 3, 16).

Si Dios —escribe san Juan— nos ha amado gratuitamente, también nosotros podemos y, por tanto, debemos dejarnos implicar en este movimiento oblativo, haciendo de nosotros mismos un don gratuito para los demás. De esta forma conocemos a Dios como él nos conoce; de esta forma habitamos en él como él ha querido habitar en nosotros, y pasamos de la muerte a la vida (cf. 1 Jn 3, 14) como Jesucristo, que venció a la muerte con su resurrección, gracias al poder glorioso del amor del Padre celestial.

Queridos hermanos y hermanas, esta Palabra de vida y de esperanza nos conforta profundamente ante el misterio de la muerte, de modo especial cuando afecta a las personas que más queremos. El Señor nos asegura hoy que nuestros hermanos difuntos, por quienes oramos especialmente en esta santa misa, han pasado de la muerte a la vida porque eligieron a Cristo, acogieron su yugo suave (cf. Mt 11, 29) y se consagraron al servicio de los hermanos. Por eso, aun cuando deban expiar su parte de pena debida a la fragilidad humana —que a todos nos marca, ayudándonos a ser humildes—, la fidelidad a Cristo les permite entrar en la libertad de los hijos de Dios.

Así pues, si nos ha entristecido separarnos de ellos, y nos duele su ausencia, la fe nos conforta íntimamente al pensar que, como sucedió al Señor Jesús, y siempre gracias a él, la muerte ya no tiene poder sobre ellos (cf. Rm 6, 9). Pasando, en esta vida, a través del Corazón misericordioso de Cristo, han entrado "en un lugar de descanso" (Sb 4, 7). Y ahora nos complace pensar en ellos en compañía de los santos, finalmente liberados de las amarguras de esta vida, y sentimos también nosotros el deseo de unirnos un día a tan feliz compañía.

En el salmo responsorial hemos repetido estas consoladoras palabras: "Dicha y gracia me acompañarán todos los días de mi vida; mi morada será la casa del Señor a lo largo de los días" (Sal 23, 6). Sí, esperamos que el buen Pastor haya acogido a estos hermanos nuestros, por quienes celebramos el sacrificio divino, al ocaso de su jornada terrena y los haya introducido en su intimidad bienaventurada. El aceite bendecido —del que se habla en el Salmo (v. 5)— se puso tres veces sobre su cabeza y una vez sobre sus manos; el cáliz (ib.) glorioso de Jesús sacerdote también fue su cáliz, que alzaron día tras día, alabando el nombre del Señor. Ahora han llegado a las praderas del cielo, donde los signos dejan paso a la realidad.

Queridos hermanos y hermanas, unamos nuestra oración común y elevémosla al Padre de toda bondad y misericordia para que, por intercesión de María santísima, el encuentro con el fuego de su amor purifique pronto a estos amigos nuestros ya difuntos de toda imperfección y los transforme para alabanza de su gloria. Y oremos para que nosotros, peregrinos en la tierra, mantengamos siempre orientados los ojos y el corazón hacia la meta última a la que aspiramos, la casa del Padre, el cielo. Así sea.



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