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PEREGRINACIÓN
DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A TIERRA SANTA
(8-15 DE MAYO DE 2009)

SANTA MISA

HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

Valle de Josafat - Jerusalén
Martes 12 de mayo de 2009

 

Queridos hermanos y hermanas en el Señor:

"¡Cristo ha resucitado, aleluya!". Con estas palabras os saludo con gran afecto. Agradezco al patriarca Fouad Twal las palabras de bienvenida que me ha dirigido en vuestro nombre, y ante todo expreso mi alegría por poder celebrar esta Eucaristía con vosotros, Iglesia en Jerusalén. Nos hemos reunido aquí, bajo el monte de los Olivos, donde nuestro Señor oró y sufrió, donde lloró por amor a esta ciudad y por el deseo de que conociera "el camino de la paz" (cf. Lc 19, 42), y donde regresó al Padre, dando su última bendición en la tierra a sus discípulos y a nosotros. Acojamos hoy esta bendición. Os la imparte de manera especial a vosotros, queridos hermanos y hermanas, que estáis vinculados, en una línea ininterrumpida, con los primeros discípulos que se encontraron con el Señor resucitado al partir el pan, con los que experimentaron la efusión del Espíritu Santo en el Cenáculo y con los que se convirtieron por la predicación de san Pedro y de los demás Apóstoles. Saludo también a todos los presentes y, en particular, a los fieles de Tierra Santa que por varias razones no han podido estar hoy aquí con nosotros.

Como Sucesor de san Pedro, he seguido sus huellas para proclamar al Señor resucitado entre vosotros, confirmaros en la fe de vuestros padres e invocar sobre vosotros el consuelo que es don del Paráclito. Al estar ante vosotros hoy, deseo reconocer las dificultades, la frustración, el dolor y el sufrimiento que tantos de vosotros han soportado como consecuencia de los conflictos que han afligido a estas tierras, así como las amargas experiencias de desplazamiento que muchas de vuestras familias han conocido y —Dios no lo permita— pueden conocer aún.

Espero que mi presencia aquí sea un signo de que no os olvidamos, de que vuestra perseverante presencia y testimonio son preciosos a los ojos de Dios y constituyen un elemento para el futuro de estas tierras. Precisamente a causa de vuestras profundas raíces en estos lugares, de vuestra antigua y fuerte cultura cristiana y de vuestra inquebrantable confianza en las promesas de Dios, vosotros, los cristianos de Tierra Santa, no sólo estáis llamados a ser un faro de fe para la Iglesia universal, sino también levadura de armonía, sabiduría y equilibrio en la vida de una sociedad que tradicionalmente ha sido, y sigue siendo, pluralista, multiétnica y multirreligiosa.

En la segunda lectura de hoy, el apóstol san Pablo dice a los Colosenses: "Buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios" (Col 3, 1). Estas palabras resuenan con particular fuerza aquí, bajo el huerto de Getsemaní, donde Jesús aceptó el cáliz del sufrimiento en total obediencia a la voluntad del Padre, y donde, según la tradición, ascendió a la derecha del Padre para interceder continuamente por nosotros, miembros de su Cuerpo. San Pablo, el gran heraldo de la esperanza cristiana, experimentó el precio de esta esperanza, su costo en sufrimiento y persecución por el Evangelio, y nunca vaciló en su convicción de que la resurrección de Cristo era el inicio de una nueva creación. Como él nos dice: "Cuando aparezca Cristo, vida vuestra, entonces también vosotros apareceréis gloriosos con él" (Col 3, 4).

La exhortación de san Pablo de "buscar las cosas de arriba" debe resonar constantemente en nuestro corazón. Sus palabras nos indican el cumplimiento de la visión de fe en esa Jerusalén celeste donde, de acuerdo con las antiguas profecías, Dios enjugará las lágrimas de todos los rostros y preparará un banquete de salvación para todos los pueblos (cf. Is 25, 6-8; Ap 21, 2-4).

Esta es la esperanza, esta es la visión que nos lleva a todos los que amamos esta Jerusalén terrestre a verla como una profecía y una promesa de la reconciliación y la paz universal que Dios desea para toda la familia humana. Tristemente, el hecho de estar bajo los muros de esta ciudad nos lleva a considerar cuán lejos está nuestro mundo del pleno cumplimiento de aquella profecía y promesa. En esta ciudad santa, donde la vida venció a la muerte, donde el Espíritu se derramó como primer fruto de la nueva creación, la esperanza sigue luchando contra la desesperación, la frustración y el cinismo, mientras la paz, que es don y llamamiento de Dios, sigue amenazada por el egoísmo, el conflicto, la división y el peso de las ofensas del pasado.

Por esta razón, la comunidad cristiana en esta ciudad que fue testigo de la resurrección de Cristo y de la efusión del Espíritu debe hacer todo lo posible por conservar la esperanza donada por el Evangelio, teniendo en gran aprecio la prenda de la victoria definitiva de Cristo sobre el pecado y sobre la muerte, testimoniando la fuerza del perdón y manifestando la naturaleza más profunda de la Iglesia como signo y sacramento de una humanidad reconciliada, renovada y unificada en Cristo, el nuevo Adán.

Reunidos bajo los muros de esta ciudad sagrada para los seguidores de tres grandes religiones, ¿cómo no dirigir nuestro pensamiento a la vocación universal de Jerusalén? Esta vocación, anunciada por los profetas, también aparece como un hecho indiscutible, una realidad irrevocable, fundada en la historia compleja de esta ciudad y de su pueblo. Judíos, musulmanes y cristianos consideran esta ciudad como su casa espiritual. ¡Cuánto hay que hacer todavía para convertirla verdaderamente en una "ciudad de paz" para todos los pueblos, donde todos puedan venir en peregrinación buscando a Dios y escuchar su voz, "una voz que habla de paz"! (cf. Sal 85, 8).

De hecho, Jerusalén ha sido siempre una ciudad en cuyas calles se hablan diversos idiomas, cuyas piedras son pisadas por gente de toda raza y lengua, cuyos muros son símbolo del cuidado providente de Dios para toda la familia humana. Como un microcosmos de nuestro mundo globalizado, esta ciudad, para vivir su vocación universal, debe ser un lugar que enseñe universalidad, respeto a los demás, diálogo y compresión mutua; un lugar donde el prejuicio, la ignorancia y el miedo que los alimenta, sean superados por la honradez, la integridad y la búsqueda de la paz. Entre estos muros no debería haber lugar para la mezquindad, la discriminación, la violencia y la injusticia. Los creyentes en un Dios de misericordia —sea que se declaren judíos, cristianos o musulmanes— deben ser los primeros en promover esta cultura de reconciliación y paz, por más lento que sea el proceso y por más agobiante que sea el peso de los recuerdos del pasado.

Aquí quiero referirme directamente a la trágica realidad —que nunca puede dejar de ser fuente de preocupación para todos aquellos que aman esta ciudad y esta tierra— de la partida de numerosos miembros de la comunidad cristiana en los últimos años. Aunque hay razones comprensibles que llevan a muchos, especialmente jóvenes, a emigrar, esta decisión trae consigo como consecuencia un gran empobrecimiento cultural y espiritual de la ciudad. Deseo repetir hoy lo que he dicho en otras ocasiones: en Tierra Santa hay lugar para todos. Mientras exhorto a las autoridades a respetar, sostener y valorar la presencia cristiana aquí, al mismo tiempo quiero aseguraros la solidaridad, el amor y el apoyo de toda la Iglesia y de la Santa Sede.

Queridos amigos, el Evangelio que acabamos de escuchar nos dice que san Pedro y san Juan corrieron a la tumba vacía, y que san Juan "vio y creyó" (Jn 20, 8). Aquí, en Tierra Santa, con los ojos de la fe, vosotros, junto con los peregrinos de todo el mundo que llenan sus iglesias y santuarios, gozáis de la bendición de "ver" los lugares santificados por la presencia de Cristo, por su ministerio terreno, por su pasión, muerte y resurrección, y por el don de su Espíritu Santo. Aquí, como el apóstol santo Tomás, tenéis la oportunidad de "tocar" las realidades históricas que se encuentran en el fundamento de nuestra confesión de fe en el Hijo de Dios. La intención de mi oración por vosotros hoy es que sigáis, día a día, "viendo y creyendo" en los signos de la providencia de Dios y en su infinita misericordia, "escuchando" con renovada fe y esperanza las consoladoras palabras de la predicación apostólica, "tocando" los manantiales de la gracia en los sacramentos, y encarnando para los demás la prenda de nuevos inicios, la libertad nacida del perdón, la luz interior y la paz que pueden traer salvación y esperanza incluso en las realidades humanas más oscuras.

En la iglesia del Santo Sepulcro, los peregrinos de todos los siglos han venerado la piedra que, según la tradición, estaba ante la entrada de la tumba en la mañana de la resurrección de Cristo. Volvamos frecuentemente a esa tumba vacía. Reafirmemos allí nuestra fe en la victoria de la vida, y oremos para que toda "piedra pesada", colocada en la puerta de nuestro corazón, bloqueando así nuestra completa sumisión al Señor en la fe, la esperanza y el amor, quede desplazada por la fuerza de la luz y de la vida que en aquella mañana de Pascua resplandeció desde Jerusalén para todo el mundo. ¡Cristo ha resucitado, aleluya! ¡Ha resucitado verdaderamente, aleluya!



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