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VIAJE APOSTÓLICO
DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LA REPÚBLICA CHECA
(26-28 DE SEPTIEMBRE DE 2009)

SANTA MISA EN LA FESTIVIDAD LITÚRGICA
DE SAN WENCESLAO, PATRONO DE LA NACIÓN

HOMILÍA DEL SANTO PADRE

Explanada Melnik en Stará Boleslav
Lunes 28 de septiembre de 2009

 

Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas;
queridos jóvenes:

Con gran alegría me encuentro con vosotros esta mañana, mientras se encamina a la conclusión mi viaje apostólico a la amada República Checa. Dirijo a todos mi cordial saludo, en particular al cardenal arzobispo, a quien le agradezco las palabras que me ha dedicado en vuestro nombre al inicio de la celebración eucarística. Mi saludo se extiende a los demás cardenales, a los obispos, a los sacerdotes y a las personas consagradas, a los representantes de los movimientos y de las asociaciones laicales y especialmente a los jóvenes. Saludo con deferencia al señor presidente de la República, a quien felicito cordialmente con ocasión de su onomástico; felicitación que me agrada dirigir a quienes llevan el nombre de Wenceslao y a todo el pueblo checo en el día de su fiesta nacional.

Nos reúne esta mañana en torno al altar el recuerdo glorioso del mártir san Wenceslao, cuya reliquia he podido venerar antes de la santa misa en la basílica a él dedicada. Derramó su sangre sobre vuestra tierra y, como acaba de recordar vuestro cardenal arzobispo, su águila, que habéis elegido como escudo de la actual visita, constituye el emblema histórico de la noble nación checa. Este gran santo, a quien os complace llamar "eterno" príncipe de los checos, nos invita a seguir siempre y fielmente a Cristo, nos invita a ser santos. Él mismo es modelo de santidad para todos, especialmente para cuantos guían el destino de las comunidades y de los pueblos. Pero nos preguntamos: ¿la santidad sigue siendo actual en nuestros días? ¿O no es más bien un tema poco atractivo e importante? ¿No se buscan hoy más el éxito y la gloria de los hombres? Pero, ¿cuánto dura y cuánto vale el éxito terreno?

El siglo pasado —y de ello ha sido testigo vuestra tierra— contempló la caída de no pocos poderosos, que parecían haber llegado a alturas casi inalcanzables. De repente se encontraron privados de su poder. Quien ha negado y sigue negando a Dios y, en consecuencia, no respeta al hombre, parece tener vida fácil y conseguir un éxito material. Pero basta raspar en la superficie para constatar que, en estas personas, hay tristeza e insatisfacción. Sólo quien conserva en el corazón el santo "temor de Dios" tiene confianza también en el hombre y gasta su existencia para construir un mundo más justo y fraterno. Hoy se necesitan personas que sean "creyentes" y "creíbles", dispuestas a defender en todo ámbito de la sociedad los principios e ideales cristianos en los que se inspira su acción. Esta es la santidad, vocación universal de todos los bautizados, que impulsa a cumplir el propio deber con fidelidad y valentía, mirando no al propio interés egoísta, sino al bien común, y buscando en cada momento la voluntad divina.

En la página evangélica hemos escuchado, al respecto, palabras muy claras: "¿De qué le sirve al hombre —afirma Jesús— ganar el mundo entero si pierde la propia vida?" (Mt 16, 26). Así nos estimula a considerar que el valor auténtico de la existencia humana no se mide sólo según bienes terrenos e intereses pasajeros, porque no son las realidades materiales las que apagan la sed profunda de sentido y de felicidad que existe en el corazón de toda persona. Por eso Jesús no duda en proponer a sus discípulos la senda "estrecha" de la santidad: "Quien pierda su propia vida por mi causa, la encontrará" (v. 25). Y con decisión nos repite esta mañana: "Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz y me siga" (v. 24). Ciertamente es un lenguaje duro, difícil de aceptar y poner en práctica, pero el testimonio de los santos y de las santas asegura que es posible para todos si hay confianza y entrega a Cristo. Su ejemplo alienta a quien se dice cristiano a ser creíble, o sea, coherente con los principios y la fe que profesa. No basta, en efecto, con parecer buenos y honrados; hay que serlo realmente. Y bueno y honrado es aquel que no cubre con su yo la luz de Dios, no se pone delante él mismo, sino que deja que se transparente Dios.

Esta es la lección de vida de san Wenceslao, que tuvo el valor de anteponer el reino de los cielos a la fascinación del poder terreno. Su mirada jamás se separó de Jesucristo, quien padeció por nosotros, dejándonos un ejemplo, para que sigamos sus huellas, como escribe san Pedro en la segunda lectura que se acaba de proclamar. Como dócil discípulo del Señor, el joven soberano Wenceslao se mantuvo fiel a las enseñanzas evangélicas que le había impartido su santa abuela, la mártir Ludmila. Siguiéndolas, antes aún de comprometerse en la edificación de una convivencia pacífica dentro de la patria y con los países limítrofes, se esforzó por propagar la fe cristiana, llamando a sacerdotes y construyendo iglesias.

En la primera "narración" paleoeslava se lee que "socorría a los ministros de Dios y embelleció también muchas iglesias" y que "beneficiaba a los pobres, vestía a los desnudos, daba de comer a los hambrientos, acogía a los peregrinos, precisamente como quiere el Evangelio. No toleraba que se cometiera injusticia a las viudas, amaba a todos los hombres, fueran pobres o ricos". Aprendió del Señor a ser "misericordioso y piadoso" (Salmo responsorial) y animado por espíritu evangélico llegó a perdonar incluso a su hermano, que había atentado contra su vida. Por lo tanto, con razón lo invocáis como "heredero" de vuestra nación y, en un canto que os es bien conocido, le pedís que no permita que perezca.

Wenceslao murió mártir por Cristo. Es interesante observar que su hermano Boleslao, al matarlo, consiguió apoderarse del trono de Praga, pero la corona que a continuación se imponían en la cabeza sus sucesores no llevaba su nombre. Lleva, en cambio, el nombre de Wenceslao, como testimonio de que "el trono del rey que juzga a los pobres en la verdad permanecerá eternamente" (cf. Oficio de lectura del día). Este hecho se considera como una maravillosa intervención de Dios, que jamás abandona a sus fieles: "El inocente vencido venció al cruel vencedor, como Cristo en la cruz" (cf. La leyenda de san Wenceslao), y la sangre del mártir no llamó al odio y la venganza, sino al perdón y la paz.

Queridos hermanos y hermanas, en esta Eucaristía demos gracias juntos al Señor por haber dado a vuestra patria y a la Iglesia este santo soberano. Oremos al mismo tiempo para que, como él, también nosotros caminemos con paso ágil hacia la santidad. Ciertamente es difícil, pues la fe siempre está expuesta a múltiples desafíos, pero cuando uno se deja atraer por Dios, que es la Verdad, el camino se hace decidido, porque se experimenta la fuerza de su amor. Que nos obtenga esta gracia la intercesión de san Wenceslao y de los demás santos protectores de las tierras checas. Que nos proteja y nos asista siempre María, Reina de la paz y Madre del Amor. Amén.



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